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Merci, maman. Pase, Alexei Fiodorovitch.

Aliocha entró. Lise le miró, confusa, y enrojeció hasta las orejas. Como suele hacerse en casos semejantes, empezó por abordar un tema que le era indiferente, pero por el que fingió gran interés.

—Mamá acaba de explicarme, Alexei Fiodorovitch, la historia de los doscientos rublos y la misión que le han confiado a usted respecto a ese pobre capitán... Me ha contado la humillante y horrible escena de la taberna, y aunque mamá cuenta muy mal las cosas, de un modo deshilvanado, me ha hecho llorar. Bueno, explíqueme: ¿qué ha hecho ese desgraciado al ver el dinero?

—No se lo ha quedado —repuso Aliocha—. Ha ocurrido algo extraordinario.

Alexei Fiodorovitch simulaba también tener concentrado su interés en este asunto. Sin embargo, Lise leía en su mirada que su pensamiento estaba en otra parte.

Aliocha se sentó y empezó su relato. Apenas pronunció las primeras palabras, dejó de sentirse cohibido y logró cautivar a Lise. Hallándose aún bajo la influencia de las emociones que acababa de experimentar, refirió su visita con gran número de detalles impresionantes. En Moscú, cuando Lise era todavía una niña, a él le encantaba ir a verla para contarle su última aventura, algo que había leído y le había impresionado, o para recordar algún episodio de la infancia. A veces soñaban al unísono y componían verdaderas novelas, generalmente alegres. En aquel momento estaban reviviendo escenas de su vida de dos años atrás. Lise se sintió profundamente impresionada ante el relato de Aliocha. Éste pintó a Iliucha con vigorosos rasgos, y cuando le describió con todo detalle la escena en que el desgraciado había pisoteado los billetes, Lise enlazó las manos y exclamó:

—Entonces, ¿no le ha dado el dinero, le ha dejado usted que se fuera? Debió usted correr detrás de él, alcanzarlo...

—No, Lise: es mejor que haya ocurrido así —replicó Aliocha levantándose y empezando a pasear por la estancia con un gesto de preocupación.

—¿Cómo puede haber sido mejor? ¿Por qué? Se van a morir de hambre.

—No, no se morirán, pues tendrán los doscientos rublos. Ese hombre los aceptará mañana.

Aliocha se detuvo de pronto ante la joven.

—He cometido un error —dijo—, pero esta equivocación ha tenido felices consecuencias.

—¿Por qué?

—Ahora mismo se lo voy decir. Ese hombre es un cobarde, un ser débil, un corazón agotado. No ceso de preguntarme por qué razón se ha sulfurado tan de repente. Pues estoy seguro de que hasta el último momento no le ha pasado por la imaginación pisotear el dinero. Pues bien, creo haber descubierto más de una explicación a su conducta. Ante todo, no ha sabido disimular la alegría que ha sentido al ver el dinero. Si hubiera hecho remilgos, como es corriente en tales casos, al fin se habría resignado a aceptarlo; pero después de haber manifestado tan francamente su alegría, no ha podido menos de dar un respingo. Como ve usted, en tales casos la sinceridad no tiene utilidad alguna. El infeliz hablaba con voz tan débil y con tal rapidez, que daba la impresión de estar llorando sin cesar. Ciertamente, ha llorado de alegría... Me ha hablado de sus hijas, de cierto empleo que podrían darle en otra ciudad, y, después de haberse expansionado, ha sentido una repentina vergüenza de haber mostrado su alma al desnudo. Inmediatamente me ha detestado. Es uno de esos seres que se avergüenzan de cualquier cosa, pero que tienen un orgullo excesivo. Sobre todo, le ha mortificado el hecho de haberme considerado enseguida como amigo. Después de haberse arrojado sobre mí para intimidarme, me ha abrazado y cubierto de amabilidades al ver los billetes. Y cuando, pensando en esto, se sentía profundamente humillado, yo he cometido un grave error: le he dicho que si no tenía bastante dinero para trasladarse a otra ciudad, le darían más y que yo mismo contribuiría a ello con mis propios recursos. Esto le ha herido. ¿Por qué acudía yo también en su socorro? Pues ha de saber, Lise, que nada hay más molesto para un desgraciado que ver que todos sus semejantes se consideran bienhechores. Se lo he oído decir al starets. No sé qué explicación puede tener esto, pero lo he observado muchas veces, e incluso yo mismo lo siento. Aunque él ha ignorado hasta el último momento que pisotearía los billetes, lo presentía. Y esto acrecentaba su júbilo. Pero, por enojoso que esto parezca, es lo mejor que ha podido ocurrir.

—Esto es incomprensible —exclamó Lise mirando a Aliocha con gesto de estupor.

—Oiga, Lise: si en vez de pisotear los billetes los hubiera aceptado, es casi seguro que una hora después, al llegar a casa, habría llorado de humillación. Y mañana hubiese venido a arrojármelos a la cara, y tal vez los habría pisoteado como acaba de hacer. Ahora, en cambio, se ha marchado triunfalmente, aun sabiendo que va a su perdición. Pues bien, nada es más fácil en estos momentos que obligarle a aceptar esos doscientos rublos, y mañana mismo, no más tarde, pues ha satisfecho su honor pisoteando el dinero. Necesita urgentemente esta cantidad y, por orgulloso que sea, no dejará de pensar en la ayuda de que él mismo se ha privado. Sobre todo, pensará en ello, e incluso lo soñará, esta noche. Tal vez mañana por la mañana venga a verme y a excusarse. Entonces yo le diré: «Es usted un hombre digno, bien lo ha demostrado. Ahora acepte el dinero y perdónenos.» Y él lo aceptará.

Aliocha pronunció estas últimas palabras —«y él lo aceptará»— con una especie de embriaguez. Lise batió palmas.

—¡Es verdad! ¡Lo he comprendido todo de golpe! ¿Cómo sabe usted esas cosas, Aliocha? Tan joven, y ya conoce el corazón humano. Nunca lo hubiera creído.

—Hay que convencerle de que está en un plano de igualdad con nosotros aunque acepte el dinero —dijo Aliocha, exaltado—. Y no sólo en un plano de igualdad, sino de superioridad.

—¡Un plano de superioridad! ¡Eso es encantador, Alexei Fiodorovitch! ¡Continúe, continúe!

—No, no me he expresado bien... Eso del plano... Pero no importa, pues...

—¡Claro que no importa! No importa lo más mínimo. Perdóneme, querido Aliocha. Hasta ahora no había sentido el menor respeto por usted. Mejor dicho, lo respetaba, pero no en un plano de igualdad. De ahora en adelante le respetaré, situándole en un plano de superioridad. ¡Ah, mi querido Aliocha! No se enfade si me hago la ingeniosa —exclamó con vehemencia—. Soy un poco burlona, pero usted... Oiga, Alexei Fiodorovitch, ¿no hay en nosotros cierto desdén hacia ese desgraciado? Estamos analizando su alma con cierta presunción, ¿no le parece?

—No, Lise, no hay ningún desdén —repuso Aliocha con tanta firmeza que parecía tener prevista esta pregunta—. Ya he pensado en ello cuando venía hacia aquí. ¿Cómo podemos desdeñarlo cuando somos como él? Pues nosotros no valemos más. Aunque fuéramos mejores, seríamos iguales si estuviéramos en su situación. Ignoro lo que usted creerá, Lise, pero yo juzgo que tengo un alma mezquina para muchas cosas. Su alma no es mezquina, sino delicada en extremo. No, Lise; mi staretsme dijo una vez: «Muchas veces hay que tratar a las personas como si fueran niños, y en ciertos casos como se trata a los enfermos.»

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