—Sí, me ha hecho mucho daño. Estaba indignadísimo. Ahora comprendo perfectamente que se ha vengado en mí, un Karamazov, de la agresión de otro Karamazov contra usted. ¡Si lo hubiera visto usted batirse a pedradas con sus compañeros...! Estas pedreas son muy peligrosas. Los niños no saben lo que hacen. Una pedrada en la cabeza puede ser fatal.
—Él ha recibido una, si no en la cabeza, en el pecho, encima del corazón. Ha entrado en casa gimiendo y llorando y, como ha visto usted, está enfermo.
—Ha sido el primero en atacar. Lo que le ha ocurrido a usted lo ha impulsado al mal. Sus compañeros me han dicho que ha herido en un costado con un cortaplumas a un niño llamado Krasotkine.
—Ya lo sé. Su padre sirvió aquí como funcionario, y esto puede traernos complicaciones.
—Le aconsejo —dijo Aliocha con vehemencia— que no lo envíe al colegio en una temporada..., hasta que se tranquilice, hasta que le pase el arrebato de ira.
—Usted lo ha dicho —manifestó el capitán—: ha sido un arrebato de ira, un ataque de tremenda cólera en un pequeño ser... Usted no lo sabe todo. Permítame que se lo explique detalladamente. Después del suceso, sus compañeros empezaron a zaherirle, a llamarle «Barbas de Estropajo». Los niños de esta edad son despiadados. Tratados individualmente son unos ángeles, pero cuando se reúnen son crueles, sobre todo en el colegio. Iliucha, al verse perseguido, notó que se despertaba en él un noble sentimiento. Un chico corriente, siendo débil como es él, se habría resignado, se habría avergonzado de la humillación sufrida por su padre. Pero él se irguió contra todos para defender a su padre, a la justicia, a la verdad. Lo que ese muchacho ha sufrido desde que besó la mano de su hermano gritándole: «¡Perdone a mi padre, perdone a mi padre!», sólo Dios y yo lo sabemos. Así es como nuestros hijos, no los de ustedes; los nuestros, los de las personas indigentes, pero de noble corazón, descubren la verdad a la edad de nueve años. ¿Cómo pueden descubrirla los ricos? Los ricos no penetran nunca tan profundamente. En cambio, mi Iliucha ha sondeado la verdad en toda su magnitud en el momento en que besaba la mano que me estaba golpeando. Esta verdad ha penetrado en él y ha dejado en su alma una impresión imborrable —exclamó el capitán con vehemencia y semblante extraviado, mientras se golpeaba la mano izquierda con el puño derecho, como si quisiera dar una prueba material del impacto que la verdad había producido en Iliucha—. Aquel día tuvo fiebre y deliró por la noche. Guardó silencio durante toda la jornada. Observé que me miraba desde su rincón. Fingía estar estudiando, pero su pensamiento estaba lejos del estudio. Al día siguiente, yo me sentía tan triste, que me olvidé de muchas cosas. Mi mujer, a la que tanto quiero, empezó a llorar como de costumbre. Entonces fue tanto mi dolor, que me emborraché con mis últimas monedas. No me desprecie, señor. En Rusia, los peores borrachos son las mejores personas, y viceversa. Yo estaba acostado y no pensaba en Iliucha, pero aquel día los chiquillos estuvieron divirtiéndose a costa de él desde por la mañana. «¡Eh, “Barba de Estropajo”! —le dijo uno—. Cogieron a tu padre de la barba y lo sacaron a rastras de la taberna. Y tú corrías alrededor de él pidiendo clemencia.» Tres días después volvió del colegio pálido y abatido. «¿Qué tienes?», le pregunté. Él no me contestó. No podíamos hablar en casa. Su madre y sus hermanas se habrían mezclado en la conversación enseguida. Las chicas se habían enterado de todo poco después de haber ocurrido. Varvara Nicolaievna empezó a gruñir:
»—¡Bufones, payasos! Sois incapaces de portaros decentemente.
»—Es verdad, Varvara Nikolaievna: somos incapaces de portarnos decentemente.
»Esta vez logré salir del paso. Al atardecer me fui a pasear con el niño. Ha de saber que desde hace algún tiempo salimos a pasear todas las tardes por este mismo camino y llegamos hasta aquella enorme y solitaria roca que hay allá lejos, junto al seto donde empiezan los pastos comunales. Es un lugar desierto y encantador. Íbamos cogidos de la mano como de costumbre. Tiene unas manos pequeñas, de dedos delgados y fríos, pues sufre del pecho.
»—Papá —me dijo—. Papá...
»—¿Qué? —le pregunté. Sus ojos llameaban.
»—¡Cómo te trató!
»—¿Qué le vamos a hacer, Iliucha?
»—No hagas las paces con él, papá; no las hagas. Mis compañeros dicen que te ha dado diez rublos para que calles.
»—No, hijo mío. Por nada del mundo aceptaré dinero de él ahora.
»Él empezó a temblar. Cogió mi mano entre las suyas y me abrazó...
»—Papá, desafíalo. En el colegio me dicen que eres un cobarde, que no te batirás con él, que aceptarás sus diez rublos.
»—No puedo desafiarlo, Iliucha —le respondí.
»Y le expliqué en cuatro palabras lo que acabo de decirle a usted sobre esto. Él me escuchó hasta el fin.
»—De todos modos, papá, no hagas las paces con ese hombre. Cuando yo sea mayor, lo desafiaré y lo mataré.
»En sus ojos había un resplandor intenso. Sin embargo, soy su padre y tuve que decirle la verdad.
»—Matar, incluso en duelo, es un pecado, Iliucha.
»—Papá, cuando yo sea un hombre, lo tiraré al suelo, lo desarmaré, me arrojaré sobre él con el sable en alto y le diré: “Podría matarte, pero te perdono.”
»Ya ve usted, señor, lo que ha absorbido ese espíritu infantil durante estos días. No hace más que pensar en la venganza, y sin duda ha hablado de ella durante su delirio. Anteayer, cuando volvió del colegio con las huellas de haber sido cruelmente golpeado, me enteré de todo. Tiene usted razón. No volverá nunca al colegio. Se enfrenta con todos los alumnos, a todos los desafía. Está desesperado. Su corazón arde de odio. Temo por él. Reanudamos nuestro paseo.
»—Papá —me dijo—, ¿son los ricos las personas más poderosas del mundo?
»—Sí, Iliucha: no hay nada más poderoso que un rico.
»—Pues yo me haré rico, papá. Seré oficial y venceré a todos los enemigos. El zar me recompensará, y entonces vendré a reunirme contigo y ya nadie se atreverá a...
»Guardó silencio unos instantes. Después, con los labios temblorosos como hacía un momento, dijo:
»—Papá, ¡qué vil es nuestra ciudad!
»—Sí, Iliucha, es una ciudad vil.
»—Vámonos a vivir a otra parte, papá. A donde nadie nos conozca.
»—Eso me parece bien, Iliucha. Pero necesitamos dinero.
»Me complacía poder distraerlo así de sus sombríos pensamientos. Empezamos a hacer cábalas sobre nuestro traslado a otra ciudad. Tendríamos que comprar un caballo y un carro.
»—Tu madre y tus hermanas irán en el carro. Las taparemos bien y nosotros iremos a pie al lado. De vez en cuando, tú subirás al carro, pero yo seguiré yendo a pie, pues no hay que cansar al caballo. Así viajaremos.