—¡Payaso! —exclamó la joven que estaba junto a la ventana.
—Ya ve lo que pasa en nuestra casa —dijo Irene Petrovna, señalando a sus hijas—. Son como las nubes que pasan. Pasan las nubes y vuelve a oírse nuestra música. Antes, cuando éramos militares en activo, venían a vernos muchos visitantes como usted. No hago comparaciones, señor; creo que hay que querer a todo el mundo. A veces viene a vernos la mujer del diácono y dice:
«—Alejandro Alejandrovitch es una buena persona, pero Anastasia Petrovna está a las órdenes de Satanás.
»—Eso depende —respondo yo— de las simpatías de cada cual. En cambio, tú eres para todos un gusano infecto.
»—A ti te falta un tornillo —dice ella.
»—¡Pues mira que a ti...!
»—Yo dejo entrar en mi casa el aire puro —me contesta—. Y esta atmósfera está corrompida.
»—Pregunta a los señores oficiales si la atmósfera está corrompida en mi casa —le digo yo.
»Cuando estoy pensando en todo esto con el corazón oprimido, y sentada aquí mismo, como estoy ahora, veo entrar a ese general que vino a pasar en nuestra ciudad las Pascuas.
»—Oiga, excelencia —le digo—. ¿Debe dejar entrar en su casa el aire de la calle una dama noble?
»—Sí —me responde—. Debe usted abrir la puerta y las ventanas, pues la atmósfera de esta casa está enrarecida.
»Todos son iguales. ¿Por qué han de odiar a mi atmósfera? Peor huelen los muertos... No quiero corromper el aire de la casa. Me compraré unos zapatos y me iré. Hijos míos, no detestéis a vuestra madre. Nicolás Ilitch, esposo mío, ¿es que ya no te gusto? Sólo me queda el cariño de Iliucha cuando vuelve del colegio. Ayer me trajo una manzana. Perdonad a vuestra madre, hijos míos, perdonad a este ser abandonado. ¿Qué hay de malo en mi atmósfera?
Y la pobre loca estalló en sollozos. Estaba bañada en lágrimas. El capitán corrió hacia ella.
—¡Basta, querida, basta! Tú no estás abandonada. Todos te quieren, todos te adoran.
Otra vez empezó a besarle las manos y a acariciarle la cara. Le enjugaba las lágrimas con una servilleta. También él tenía los ojos húmedos. Así, por lo menos, le pareció a Aliocha, hacia el que se volvió de súbito para decirle, indignado y señalando a la pobre loca:
—¿Ha visto y comprendido usted?
—Veo y comprendo.
—¡Déjalo ya, papá, déjalo ya! —gritó el muchacho, incorporándose en su lecho y mirándole con ojos ardientes.
—¡No hagas más el payaso! —gritó desde su rincón Varvara Nicolaievna, exasperada, incluso golpeando el suelo con la planta del pie—. ¡Deja esas tonterías que no conducen a nada!
—Esta vez comprendo tu indignación, Varvara Nicolaievna, y voy a procurar no seguir irritándote. Cúbrase, Alexei Fiodorovitch; yo también me pongo la gorra. Vámonos; tengo que hablarle en serio, pero no quiero hacerlo aquí... Esa joven que está sentada es mi hija Nina Nicolaievna. Se me ha olvidado presentársela. Un ángel encarnado que ha descendido a la tierra..., si es que usted puede comprender esto.
—¡Mírenlo! ¡Qué sacudidas! ¡Qué convulsiones! —dijo Varvara Nicolaievna, todavía encolerizada.
—Y esa que ha golpeado el suelo con el pie y me ha llamado payaso es también un ángel encarnado. Me ha dado el nombre que merezco. Vamos, Alexei Fiodorovitch: pongamos fin a este asunto.
Y, cogiendo a Aliocha del brazo, lo condujo a la calle.
CAPÍTULO VII
Al aire libre
—Aquí el aire es puro. En cambio, en nuestra habitación no lo es, en ningún concepto. Andemos un poco, señor. Me encantaría atraerme su interés.
—Tengo algo importante que decirle —manifestó Aliocha—. Pero no sé cómo empezar.
—Lo sospechaba. No era lógico que hubiera venido usted únicamente para quejarse de mi hijo. A propósito: en casa no he querido describirle la escena y voy a hacerlo ahora. Verá usted. Hace ocho días, el «estropajo» estaba más poblado. Me refiero a mi barba; la llaman así, sobre todo los chiquillos. Pues bien, cuando su hermano me cogió de la barba y me arrastró hasta en medio de la calle y allí siguió zarandeándome, todo por una nimiedad, era precisamente la hora en que los niños salían del colegio, y con ellos iba Iliucha. Apenas me vio en una situación tan desdichada, vino hacia mí gritando: «¡Papá, papá!» Se abraza a mí, me aprieta, pretende libertarme, grita a mi agresor: «¡Déjelo, déjelo! ¡Es mi padre! ¡Perdónelo!» Y lo rodeó con sus bracitos y le besó la mano, la misma mano que... Jamás olvidaré la expresión que tenía su carita en aquel momento.
—Le aseguro —exclamó Aliocha— que mi hermano le expresará su arrepentimiento con toda sinceridad. Si es preciso, se arrodillará en el mismo lugar de la agresión. Le obligaré a ello. Si no lo quiere hacer, dejará de ser mi hermano.
—¡Bah, bah! Eso no es más que un buen deseo. No ha salido de él, sino de usted, que es noble y generoso. Usted debió decírselo enseguida. Ahora permítame que le explique el espíritu caballeresco que su hermano demostró aquel día. Soltando mi barba, dejó de arrastrarme y me dijo: «Tú eres oficial y yo también. Si puedes encontrar como testigo un caballero, envíamelo. Me batiré contigo, aunque seas un bribón.» Ya lo ve: un espíritu verdaderamente caballeresco, ¿no? Iliucha y yo nos marchamos, y esta escena quedó grabada para siempre en la memoria del pobre niño. ¿De qué nos sirve pertenecer a la nobleza? Por otra parte, juzgue usted mismo. Acaba usted de salir de mi casa. ¿Qué ha visto usted en ella? Tres mujeres, de las que una está impedida y ha perdido el juicio; otra, inválida y jorobada, y la tercera, que está completamente sana, es demasiado inteligente: es estudiante y está deseando volver a Petersburgo para descubrir en las orillas del Neva los derechos de la mujer rusa. Y no hablemos de Iliucha. No tiene más que nueve años, y si yo muriese quedaría completamente solo, pues dígame usted qué sería de mi hogar si yo faltase. ¿Qué ocurriría si me batiera con su hermano y él me matara? ¿Qué sería de toda mi familia? Y si me dejara solamente lisiado, sería aún peor, pues yo no podría trabajar y no tendríamos qué comer. ¿Quién me alimentaría? ¿Quién nos alimentaría a todos? En vez de mandar a Iliucha a un colegio, tendríamos que enviarlo a pedir limosna. He aquí, señor, lo que para mí significaría batirme con su hermano. Sería un verdadero disparate.
—Le pedirá perdón, se arrojará a sus pies en medio de la calle —exclamó una vez más Aliocha con ardiente vehemencia.
—Pensé denunciarlo —continuó el capitán—, pero abra usted nuestro código y dígame si puedo esperar una justa satisfacción de mi agresor. Además, Agrafena Alejandrovna me amenazó así: «Si lo denuncias, no pararé hasta que todo el mundo sepa que te castigó por la granujada que le hiciste. Y entonces serás tú el perseguido por la justicia.» Sólo Dios sabe quién fue el verdadero autor de esa granujada; sólo Dios sabe que obré por orden de ella y de Fiodor Pavlovitch. Aún me dirigió nuevas amenazas Agrafena Alejandrovna. «Además, te despediré y ya no podrás ganarte nada trabajando para mí. Y también te despedirá mi comerciante (así llama a su viejo), porque yo se lo diré.» Y si ella y su comerciante dejan de darme trabajo, ¿cómo me ganaré la vida? Son los dos únicos protectores que me quedan, ya que Fiodor Pavlovitch me ha retirado su confianza por otro motivo, e incluso pretende requerirme judicialmente, presentando mis recibos. Por estas razones no he dado ningún paso y me he quedado quieto en mi retiro, ese retiro que usted acaba de ver. Ahora dígame: ¿le ha hecho mucho daño Iliucha con su mordisco? No he querido hacerle esta pregunta en su presencia.