—Déjalo tranquilo, Kolia. Sigamos nuestro camino.
—¡Bah!... ¡Buenos días, buen mozo!
Se dirigía a un hombre robusto, de cara redonda e ingenua y barba gris, que parecía bebido. Levantó la cabeza y miró al colegial.
—Buenos días, si no bromeas —respondió con calma.
—¿Y si bromeo? —preguntó Kolia echándose a reír.
—Bromea si tal es tu deseo. Siempre se puede bromear. Con eso no se hace mal a nadie.
—Perdóname, pero estoy bromeando.
—Entonces, que Dios te perdone.
—¿Y tú, me perdonas?
—De todo corazón. Sigue tu camino.
—No tienes aspecto de tonto.
—Desde luego, lo soy menos que tú —repuso el desconocido con perfecta seriedad.
—Lo dudo —dijo Kolia, un tanto desconcertado.
—Sin embargo, es la pura verdad.
—Al fin y al cabo, es muy posible.
—Sé lo que digo.
—Adiós, buen mozo.
—Adiós.
—Hay mentecatos de muchas clases —dijo Kolia a Smurov tras una pausa—. Yo no me podía imaginar que había tropezado con un hombre inteligente.
Dieron las doce en el reloj de la iglesia. Los colegiales aceleraron el paso y ya no hablaron apenas, aunque todavía tuvieron que andar un buen rato.
Cuando estuvieron a unos veinte pasos de la casa, Kolia se detuvo y dijo a Smurov que fuera delante y llamara a Karamazov.
—Hay que informarse primero —dijo.
—¿Para qué hacer venir a Karamazov? —replicó Smurov—. Entremos en la casa. Te recibirán encantados. ¿A Santo de qué trabar conocimiento con una persona en la calle, haciendo tanto frío?
—Yo ya sé por qué lo hago venir a pesar del frío —dijo Kolia en el tono despótico que solía emplear con los «pequeños».
Smurov corrió a ejecutar la orden de Krasotkine.
CAPITULO IV
Escarabajo
Adoptando una actitud de hombre importante, Kolia se apoyó de espaldas en la empalizada, y así esperó la llegada de Aliocha Había oído hablar mucho de él a sus compañeros, y siempre los había escuchado con una indiferencia despectiva. Sin embargo, interiormente anhelaba conocerlo. ¡Había tantos detalles simpáticos en la conducta de este Karamazov!
El paso que iba a dar tenía gran importancia para Kolia. Juzgaba que debía mostrarse digno y evidenciar su independencia. «De lo contrario, creerá que soy una criatura, como todos estos compañeros míos de colegio. ¿Qué concepto tendrá de estos chiquillos? Se lo preguntaré cuando nos conozcamos. ¡Qué lástima que yo sea un chico bajo! Tuzikov tiene menos edad que yo y me lleva la mitad de la cabeza. No soy guapo, sino que mi cara bien puede calificarse de fea; pero soy inteligente. No debo mostrarme demasiado expansivo: si me arrojara enseguida en sus brazos, creería que... ¡Qué vergüenza si lo creyera!»
Así se inquietaba Kolia, aunque se esforzaba por mostrar un aire de despreocupación. Su falta de estatura lo atormentaba más todavía que su supuesta fealdad. Desde hacía un año, cada dos meses marcaba con una raya de lápiz su altura en una de las paredes de la casa y, con el corazón palpitante, comprobaba lo que había crecido. El crecimiento, ¡ay!, era tan lento, que Kolia se desesperaba. Su rostro no era feo, como él decía, sino todo lo contrario: tenía un encanto singular. Su pálida tez estaba salpicada de pecas. Sus ojos, grises y vivos, miraban francamente, y a veces brillaban de emoción. Tenía los pómulos un poco anchos; los labios, pequeños y delgados, pero muy rojos; la nariz, respingona. «¡Completamente chata!», murmuraba Kolia cuando se miraba al espejo y se retiraba indignado. «Ni siquiera debo de tener el aspecto de persona inteligente», se decía a veces, dudando incluso de esto. Pero sería un error creer que la preocupación por su cara y su escasa estatura lo absorbía por completo. Por el contrario, por muy humillado que se sintiera al mirarse al espejo, olvidaba pronto la humillación para «dedicarse por entero a sus ideas y a la vida real, como él mismo definía sus actividades.
Pronto apareció Aliocha y avanzó rápidamente hacia Kolia. Éste advirtió desde lejos que el rostro de Karamazov tenía una expresión radiante.
«¿Es posible que se alegre tanto de verme?», se dijo Kolia con profunda satisfacción.
Digamos de paso que Aliocha había cambiado mucho desde que lo vimos por última vez. Había suprimido el hábito y llevaba una levita de buen corte, un sombrero de fieltro gris y el cabello corto. Había ganado mucho con el cambio. Entonces era un apuesto joven. Su simpático semblante irradiaba siempre alegría, una alegría apacible, dulce. Kolia se sorprendió al verle sin abrigo. Sin duda, había salido de la casa precipitadamente. Tendió la mano al colegial.
—¡Al fin has venido! —exclamó—. Te esperábamos con impaciencia.
—Ya te explicaré las causas de mi retraso —dijo Kolia un poco cohibido—. Desde luego, estoy encantado de conocerte. Esperaba esta ocasión. Me han hablado mucho de ti.
—De todas formas, habríamos terminado por conocernos. También yo he oído hablar de ti. Has tardado demasiado en venir.
—Dime: ¿cómo van las cosas por aquí?
—Iliucha está muy mal. No saldrá de ésta.
—¡Es horrible! —exclamó Kolia indignado—. No me negarás que la medicina es una ciencia infame.
—Iliucha te ha nombrado muchas veces, incluso en sus momentos de delirio. Por lo visto, te quería mucho antes del incidente del cortaplumas. Además de este incidente, debe de haber existido otra causa... ¿Es tuyo este perro?
—Sí. Es Carillón.
Aliocha miró tristemente a Kolia.
—¿Entonces, es verdad que Escarabajoha desaparecido?
Kolia respondió con una sonrisa enigmática:
—Ya sé que quisierais tener a Escarabajo: Me lo han contado todo... Escucha, Karamazov: te voy a explicar muchas cosas. Precisamente te he hecho venir, antes de entrar en la casa, para darte estas explicaciones. La primavera pasada —continuó Kolia con gran animación— ingresó Iliucha en el preparatorio. Ya sabes lo que son los alumnos de esta clase: verdaderos críos. En seguida empezaron a mortificarlo. Yo les aventajaba en dos clases y, naturalmente, los mantenía a distancia, aunque no dejaba de observarlos. Así vi que Iliucha, un muchachito endeble, no se acobardaba, sino que daba la cara y combatía. Es orgulloso. Sus ojos fulguran. Esta clase de personas me gustan.