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—Exacto.

—¿Te azotan?

—Sí.

—¿Fuerte?

—A veces.

—La vida es dura —suspiró el buen hombre.

—Adiós, Mateo.

—Adiós. Eres un muchacho simpático.

Los dos colegiales continuaron su camino.

—Es una buena persona —dijo Koila—. Me gusta hablar con la gente del pueblo. Hacerle justicia.

—¿Por qué le has dicho que nos azotan? —preguntó Smurov.

—Para darle gusto.

—No lo entiendo.

—Oye, Smurov: no me gusta dialogar con los que no me comprenden desde un principio. Hay cosas imposibles de explicar. A ese hombre se le ha metido en la cabeza que a los colegiales hay que azotarlos, que el colegial que no recibe este castigo no es colegial. Si yo le hubiera dicho que no me azotan, lo habría confundido. En fin, tú no puedes comprender estas cosas. Hay que saber hablar al pueblo.

—Pero nada de burlas, te lo ruego.

—¿Times miedo?

—Sí, Kolia; tengo miedo. Mi padre se pondría furioso si se enterase de estas bromas. Me ha prohibido que vaya contigo.

—No temas: esta vez no ocurrirá nada. ¡Buenos días, Natacha —gritó a una vendedora.

La mujer, todavía joven, respondió a grandes voces:

—¡Yo no me llamo Natacha, sino María!

—¡Bonito nombre! ¡Adiós, María!

—¡El muy granuja! No es más alto que una bola de montar y ya se mete con la gente.

—No tengo tiempo de escucharte. Ya me lo contarás el próximo domingo —dijo Kolia braceando y como si fuera ella la que hubiese empezado a importunarle.

—¡Yo no tengo nada que contarte el domingo próximo! ¡Eres tú el que me ha tirado de la lengua, mocoso! ¡Una buena azotaina es lo que necesitas! ¡Ya te conozco, bribón!

Las vendedoras que estaban cerca de María se echaron a reír a coro. De pronto, salió de una arcada un hombre que daba muestras de gran agitación. Tenía el aspecto de un dependiente de comercio y no era de nuestra ciudad. Usaba gorra y llevaba un caftán de largos faldones. Era todavía joven, tenía el cabello castaño y ensortijado, y el rostro pálido y picado de viruelas. Muy excitado, no se sabía por qué, empezó a amenazar a Kolia con el puño.

—¡Te conozco! —gritó—. ¡Te conozco!

Kolia lo miró atentamente. No se acordaba de haber disputado con aquel hombre. Por otra parte, sus altercados en la calle eran demasiado frecuentes para que pudiera acordarse de todos.

—¿De modo que me conoces? —preguntó irónicamente.

—Sí, te conozco —repitió el forastero.

—Es una suerte para ti. Bueno, adiós. Tengo prisa.

—Eres un insolente. Ya te he dicho que te conozco.

—Si soy un insolente, amigo, esto no es cuenta tuya —dijo Kolia deteniéndose y mirando fijamente al desconocido.

—¡Ah! ¿Sí?

—Sí.

—Entonces, ¿de quién es cuenta?

—De Trifón Nikititch.

—¿De quién?

El forastero, todavía acalorado, miraba a Kolia con cara estúpida. El muchacho le respondió midiéndolo gravemente con la mirada.

—¿Has ido á la iglesia de la Ascensión? —preguntó Kolia enérgicamente.

—¿Yo? ¿Para qué? —repuso el forastero, desconcertado—. No, no he ido.

—¿Conoces a Sabaniev? —preguntó Kolia con la misma energía.

—¿A Sabaniev? No, no lo conozco.

—Entonces, vete al diablo —dijo Kolia. Y, desviándose hacia la derecha, se alejó con paso rápido, como si no se dignase hablar con un hombre tan tonto que ni siquiera conocía a Sabaniev.

—Espera —dijo el forastero, volviendo a ponerse nervioso—. ¿A qué Sabaniev te refieres?

Y preguntó a las vendedoras, mirándolas estúpidamente:

—¿De qué Sabaniev habla?

Las mujeres se echaron a reír.

—Ese rapaz es un tunante —dijo una de ellas.

—¿Pero de qué Sabaniev habla? —volvió a preguntar el del pelo rizado, haciendo grandes aspavientos.

—Debe de referirse al Sabaniev que trabajaba en casa de Kuzmitchev —conjeturó una de las vendedoras—. Sí, ése debe de ser.

El forastero la miró, perplejo.

—¿Kuzmitchev? —dijo otra—. Entonces no se llama Trifón, sino Kuzma. Y ese chico ha hablado de Trifón Nikititch. O sea que no es él.

—No, no es Trifón, y tampoco Sabaniev, sino Tchijov —dijo una tercera vendedora que había escuchado con toda seriedad—. Sí, es Alexei Ivanovitch Tchijov.

El forastero miraba, aturdido, tan pronto a una como a otra.

—Entonces, ¿por qué me ha hecho esa pregunta? —exclamó desesperado—. Díganme, amigas mías, ¿por qué me ha preguntado ese chico si conozco a Sabaniev?

—¡Qué cabeza tan dura tienes! Te hemos dicho que no es Sabaniev, sino Tchijov, Alexei Ivanovitch Tchijov.

—Es alto y lleva el cabello largo. Este verano se le vio mucho por esta plaza.

—¿Pero para qué quiero yo a ese Tchijov?

—¿A mí me lo preguntas?

—¿Cómo podemos nosotras saber para qué lo quieres, si no lo sabes tú? —dijo otra—. ¿Tanto gritar y no lo sabes? Te hablaban a ti y no a nosotras, cabeza dura. ¿Lo conoces?

—¿A quién?

—A Tchijov.

—¡Que el diablo se lleve a ese Tchijov y a ti! ¡Le daré una paliza, palabra! ¡Se ha burlado de mí!

—¿Tú pegarle a Tchijov? ¡Él sí que te dará una paliza a ti!

—No me refiero a Tchijov, carcoma, sino a ese rapaz que se ha burlado de mí. ¡Que me lo traigan, que me lo traigan!

Las mujeres se echaron a reír. Kolia estaba ya lejos y seguía avanzando con humos de vencedor. Smurov se volvió varias veces para observar al grupo vociferante. También él se divertía, a pesar de su terror a mezclarse en una aventura de Kolia.

—¿A qué Sabaniev te has referido? —preguntó, sospechando lo que Kolia le iba a contestar.

—A ninguno. Ahora van a estar disputando hasta la noche. Me gusta burlarme de los imbéciles, cualquiera que sea su condición social. Ese hombre es un bobo de remate. Dicen que «no hay peor tonto que un tonto francés», pero hay rusos que no se quedan atrás. Mira la cara de ese infeliz. ¿No lleva escrito en ella que es un imbécil?

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