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—De acuerdo, con la baraja de la casa. Eso está bien pensado, panowie. ¡Un juego de cartas, Trifón Borisytch!

Éste trajo una baraja, empaquetada y sellada, y anunció a Mitia que habían llegado varias chicas, que los judíos estaban a punto de llegar, pero que del coche de las provisiones no se tenía noticia. Mitia se apresuró a pasar a la habitación vecina para dar las órdenes. Sólo habían llegado tres muchachas, entre las que no figuraba María. Aturdido, sin saber qué hacer, dijo que se repartieran entre las chicas las golosinas de la caja.

—¡Y dele vodka a Andrés! —añadió—. Lo he ofendido.

Maximov, que lo había seguido, lo tocó en el hombro y murmuró:

—Présteme cinco rubios. Quiero jugar. ¡Ji, ji!

—Bien. Toma diez. Si pierdes, vuelve a recurrir a mí.

—De acuerdo —murmuró alegremente Maximov dirigiéndose a la sala.

Mitia llegó poco después, excusándose de haberse hecho esperar. Los panowiese habían sentado ya y habían abierto el paquete de las cartas. Tenían un aspecto más amable y alegre. El pan de baja estatura había vuelto a cargar su pipa y se disponía a barajar. En su rostro había un algo solemne.

Na miejsca, panowie! [57]—exclamó el pan Wrublewski.

—Yo no juego —dijo Kalganov—. Antes he perdido cincuenta rublos.

—El panha tenido mala suerte —dijo el pande la pipa—, pero su fortuna puede cambiar.

—¿Cuánto hay en la banca? —preguntó Mitia.

—Slucham, panie, moze sto, moze dwiescie [58]; en fin, todo lo que usted quiera jugarse.

—¡Un millón! —exclamó Mitia echándose a reír.

—Sin duda, el capitán ha oído hablar del panPodwysocki.

—¿De qué Podwysocki?

—Una casa de juego en Varsovia. La banca acepta todas las apuestas. Llega Podwysocki. Ve miles de monedas de oro. Se dispone a jugar. El banquero le dice:

»— PaniePodwysocki, ¿va a jugar con oro o na honor?

»— Na honor, panie—responde Podwysocki.

»—Mejor.

»Empieza el juego. Podwysocki gana y empieza a recoger las monedas de oro.

»—Espere, panie—dice el banquero.

»Abre un cajón y entrega un millón a Podwysocki.

»—Tenga. Esto es lo que ha ganado.

»La banca era de un millón.

»—No sabía lo que había en la banca —dice Podwysocki.

» —PaniePodwysocki: los dos hemos jugado na honor.

»Y Podwysocki toma el millón.

—Eso no es verdad —dijo Kalganov.

PanieKalganov, w slachetnoj kompanji tak mowic nieprzystoi [59].

—Un jugador polaco no da un millón así como así —dijo Mitia. Pero rectificó enseguida—: Perdón, panie. De nuevo he dicho una tontería. Desde luego que dará un millón na honor, por el honor polaco. Diez rublos a la sota.

—Y yo un rublo a la dama de copas, la pequeña y linda panienka—dijo Maximov, y, acercándose a la mesa, hizo disimuladamente la señal de la cruz.

Mitia ganó; Maximov también.

—¡Doblo! —exclamó Dmitri.

—Y yo me juego otro rublo, otro insignificante rublo —dijo en voz baja y con acento satisfecho Maximov, tras haber ganado.

—¡Pierdo! —exclamó Mitia—. ¡Doblo otra vez!

Y perdió de nuevo.

—¡No juegue más! —dijo de pronto Kalganov.

Pero Mitia siguió doblando y perdiendo. En cambio, el de los «insignificantes rublos» ganaba siempre.

—Ha perdido usted doscientos rublos —dijo el pan de la pipa—. ¿Sigue jugando?

—¿Cómo? ¿Doscientos rublos ya? Bueno, van otros doscientos.

Mitia iba a poner los billetes sobre la dama, pero Kalganov cubrió la carta con la mano.

—¡Basta! —exclamó con su potente voz.

—¿Qué le pasa? —preguntó Mitia.

—¡No lo consiento! ¡No jugará usted más!

—¿Por qué?

—¡Déjelo ya y váyase! ¡No le permitiré que siga jugando!

Mitia lo miró asombrado.

—Sí, Mitia —intervino Gruchegnka en un tono extraño—. Kalganov tiene razón: has perdido demasiado.

Los dos panowiese pusieron en pie, visiblemente ofendidos.

Zartujesz, panie? [60]—dijo el pande menos estatura mirando severamente a Kalganov.

Jak pan smisz to robic? [61] —preguntó, también indignado, Wrublewski.

—¡No griten, no griten! —exclamó Gruchegnka—. ¡Parecen gallos de pelea!

Mitia los miró a todos, uno a uno. El semblante de Gruchegnka tenía una expresión que lo sorprendió. Al mismo tiempo, una idea nueva y extraña acudió a su pensamiento.

—PaniAgrippina! —exclamó el pande la pipa, rojo de cólera.

Mitia, obedeciendo a una idea repentina, se acercó a él y le dio un golpecito en el hombro.

—Jasnie Wielmozny, ¿quiere escucharme un segundo?

—Czego checs, panie [62].

—Pasemos a la antesala. Quiero decirle algo que le gustará.

El panrechoncho miró a Mitia con una mezcla de asombro e inquietud. Sin embargo, aceptó al punto, con la condición de que el panWrublewski le acompañara.

—¿Es tu guardaespaldas? Bien, que venga. Además, su presencia es necesaria. ¿Vamos, panowie?

Gruchegnka, inquieta, preguntó:

—¿Adónde van?

—Volveremos enseguida —repuso Dmitri.

En su rostro se leía la resolución y el coraje. Tenía un aspecto muy distinto del que ofrecía al llegar hacia una hora. Condujo a los panowieno a la habitación de la derecha, donde estaban las muchachas, sino a un dormitorio en el que había dos grandes camas, montones de almohadas y multitud de maletas y baúles. En un rincón, sobre una mesita, ardía una vela. El pande la pipa y Mitia se sentaron frente a frente. El panWrublewski se situó junto a ellos, con las manos en la espalda. Los dos polacos estaban serios y sus semblantes tenían una expresión de curiosidad.

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