—¿De veras?
—Palabra. Pretende que todos nuestros caballeros de los «años veinte» se casaron con polacas. Es absurdo, ¿verdad?
—¿Con polacas? —dijo Mitia, encantado.
Kalganov no tenía la menor duda acerca de las relaciones de Mitia con Gruchegnka y adivinaba las del pan; pero esto no le interesaba lo más mínimo. Todo su interés se concentraba en Maximov. Había llegado al parador casualmente y en él había trabado conocimiento con los polacos. Estuvo en una ocasión en casa de Gruchegnka, a la que no fue simpático. Aquella noche, la joven se había mostrado cariñosa con él antes de la llegada de Mitia, pero sin conseguir interesarlo.
Kalganov tenía veinte años, vestía con elegancia y su cara era simpática y agradable. Poseía un hermoso cabello rubio y unos bellos ojos azules, de expresión pensativa, a veces impropia de su edad, aunque su conducta podía calificarse de infantil en más de una ocasión, cosa que, por cierto, no le inquietaba. Era un muchacho un tanto extraño y caprichoso, pero siempre amable. A veces, su semblante adquiría una expresión de ensimismamiento; escuchaba y miraba al que hablaba con él como absorto en profundas meditaciones. Tan pronto se mostraba débil e indolente como se excitaba por la causa más fútil.
—Lo llevo a remolque desde hace cuatro días —continuó Kalganov, recalcando las palabras, pero sin la menor fatuidad—. Desde que su hermano, el de usted, no le permitió subir al coche. ¿Se acuerda? Me interesé por él y lo traje al campo. Pero no dice más que tonterías. Sólo de oírlo se avergüenza uno. Voy a devolverlo...
— Pan polskiej pani nie widzial [44], y dice cosas que no son ciertas —dijo el pande la pipa.
—Pero he tenido una esposa polaca —replicó Maximov echándose a reír.
—Lo importante es que sepamos si ha servido en la caballería —dijo Kalganov—. De eso debe usted hablar.
—Tiene razón. ¡Diga, diga si ha servido en la caballería! —exclamó Mitia, que era todo oídos y miraba a los interlocutores como si esperase que de sus labios salieran palabras maravillosas.
—No, no —dijo Maximov volviéndose hacia él—; yo quiero hablar de esas panienkique, apenas bailan una mazurca con un ulano, se sientan en sus rodillas como gatas blancas, con el consentimiento de sus padres. AI día siguiente, el ulano va a pedir la mano de la joven, y ya está hecha la jugarreta. ¡Ja, ja!
— Pan lajdak [45]—gruñó el pan de alta estatura cruzando las piernas.
Mitia sólo se fijó en su enorme y bruñida bota de suela gruesa y sucia. Los dos polacos tenían aspecto de ser poco limpios.
—¡Llamarle miserable! —exclamó Gruchegnka irritada—. ¿Es que no saben hablar sin insultar?
—Pan¡ Agrippina, este pan sólo ha conocido en Polonia muchachas de baja condición, no señoritas nobles.
— Mozesz a to rachowac [46]—dijo despectivamente el pande largas piernas.
—¿Otra vez? —exclamó Gruchegnka—. Déjenle hablar. Dice cosas que tienen gracia.
—Yo no impido hablar a nadie, pani—dijo el pande la peluca, acompañando sus palabras de una mirada expresiva.
Y siguió fumando.
Kalganov se acaloró de nuevo, como si se estuviera tratando de un asunto importante.
—El pantiene razón. ¿Cómo puede hablar Maximov no habiendo estado en Polonia? Porque usted no se casó en Polonia, ¿verdad?
—No. Me casé en la provincia de Esmolensco. Mi prometida había llegado antes que yo, conducida por un ulano y acompañada de su madre, una tía y otro pariente que tenía un hijo ya crecido. Todos eran polacos de pura cepa. El ulano me la cedió. Era un oficial joven y gallardo. Había estado a punto de casarse con ella, pero se volvió atrás al advertir que la joven era coja.
—Entonces, ¿se casó usted con una coja? —exclamó Kalganov.
—Sí. Los dos me ocultaron el defecto. Yo creía que andaba a saltitos llevada de su alegría.
—¿De su alegría de casarse? —preguntó Kalganov.
—Sí. Pero los saltitos obedecían a otras razones muy diferentes. Tan pronto como nos hubimos casado, aquella misma tarde, me lo confesó todo y me pidió perdón. Al saltar un charco siendo niña, se cayó y se quedó coja. ¡Ji, ji!
Kalganov se echó a reír como un niño, dejándose caer en el canapé. Gruchegnka se reía también de buena gana. Mitia estaba alborozado.
—Ahora no miente —dijo Kalganov a Mitia—. Se ha casado dos veces y lo que ha contado se refiere a la primera mujer. La segunda huyó y todavía vive. ¿Lo sabía usted?
—¿Es verdad eso? —dijo Mitia, volviéndose hacia Maximov con un gesto de sorpresa.
—Sí, tuve ese disgusto. Se escapó con un moussié. Antes había conseguido que pusiera mis bienes a su nombre. Me dijo que yo era un hombre instruido y que me sería fácil hallar el modo de ganarme la vida. Y entonces me plantó. Un respetable eclesiástico me dijo un día, hablando de esto: «Tu primera mujer cojeaba; la segunda tenía los pies demasiado ligeros.» ¡Ji, ji!
—Sepan ustedes —dijo Kalganov con vehemencia— que si miente lo hace únicamente para divertir a los que le escuchan. No hay en ello ningún bajo interés. A veces incluso lo aprecio. Es un botarate, pero también un hombre franco. Tengan esto en cuenta. Otros se envilecen por interés; él lo hace espontáneamente... Les citaré un ejemplo. Pretende ser un personaje de Almas muertas, de Gogol. Como ustedes recordarán, en esa obra aparece el terrateniente Maximov, que es azotado por Nozdriov, el cual es acusado «de agresión con vergajos al propietario Maximov, en estado de embriaguez». Dice que se trata de él y que lo azotaron. Pero esto no es posible. Tchitchikov [47]viajaba en mil ochocientos treinta a lo sumo. De modo que las fechas no concuerdan. En esa época no pudo ser azotado Maximov.
La inexplicable exaltación de Kalganov era sincera. Mitia, también con toda franqueza, opinó:
—De todos modos, si lo azotaron...
Se echó a reír.
—No es que me azotaran en realidad —dijo Maximov—. Pero fue como si me azotasen.
—¿Qué quiere usted decir? ¿Lo azotaron o no?
—Ktora godzina, panie? [48]—preguntó con un gesto de hastío el pan de la pipa al pan de largas piernas.
Éste se encogió de hombros. Ninguno de los reunidos llevaba reloj.
—Dejen hablar a los demás —dijo Gruchegnka en tono agresivo—. Que ustedes no quieran decir nada no es razón para que pretendan hacer callar a los otros.
Mitia empezaba a comprender. El panrepuso, esta vez con franca irritación: