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—¡Ji! —exclamó el anciano—. ¡No está nada mal! Está usted en todas partes, señor Kolobkov. ¡Vaya, vaya! Es usted un pícaro. Pero, no se moleste: usted puede dar los besos que quiera, pero no es así como conseguirá un destino. Ya ve: yo, que soy un anciano, he conseguido uno. Y ahora, me largo. Sí, señor.

Y diciendo estas palabras, le hizo una cuchufleta con su manita reseca.

—Elaboraré un bonito informe contra usted —continuó la lustrina con saña—. Sí, señor. Usted ya ha desflorado a tres en la división central, y ahora ataca a las subdivisiones ¿no? No le importa que unos angelitos estén llorando por su culpa en estos momentos ¿verdad? Ahora es cuando lo lamentan, las pobres; pero ya no hay nada que hacer, es demasiado tarde. Nadie más le entregará su flor virginal; aquí no.

El anciano sacó de su bolsillo un gran pañuelo estampado con florecillas naranjas, lloró y se sonó la nariz.

—¿Pretende arrancar de las manos de un pobre anciano las migajas de los gastos de desplazamiento, señor Kolobkov? ¡Bien! ¡Cuente con ello...!

El viejecillo empezó a temblar, se echó a llorar y dejó caer la cartera.

—¡Tenga! ¡Coma! Que se muera de hambre el pobre viejo, solitario y bonachón ¿no? Eso es... Le está bien empleado, al perro viejo. Pero recuerde una cosa, señor Kolobkov —la voz del anciano adquirió un tono profético y amenazador y se llenó de toques de campanas—: no sacará provecho de ese dinero satánico, seño Kolobkov. ¡Se le atragantará!

Y el viejo se deshizo en frenéticos sollozos.

A Korotkov le dio un ataque de nervios. De pronto, de forma inesperada, se puso a golpear rítmicamente el suelo con los pies.

—¡Váyase al diablo! —dijo con una voz áspera y enfermiza que retumbó bajo las bóvedas—. Yo no soy Kolobkov. ¡Déjeme en paz! Yo no soy Kolobkov y no pienso irme. ¡No pienso irme!

Y el secretario empezó a desgarrarse el cuello de la camisa.

El viejo se acobardó al instante y se puso a temblar de miedo.

—¡El siguiente! —graznó la puerta.

Korotkov se calló y entró. Giró a la izquierda para esquivar la máquina de escribir y se encontró frente a un tipo voluminoso, rubio y distinguido, que vestía un traje azul. El rubio le hizo un gesto con la cabeza y dijo:

—¡Sea breve, camarada! ¡Vaya al grano! Explíquese en dos palabras. ¿Poltava o Irkoutsk?

—Me han robado los papeles —respondió Korotkov compungido, mirando a su alrededor con aire extraviado—. Y, además, se me ha aparecido un gato. No hay derecho. Jamás en mi vida me he dado por vencido. Es por las cerillas. No hay derecho a que me persigan. Me da igual que sea Calzonov. Me han robado los pa...

—Eso no tiene importancia —replicó el hombre de azul—. Le será suministrado todo el equipo. Camisas y sábanas. Y si va a Irkoutsk podrá conseguir también una pelliza de ocasión... ¡Sea breve!

El hombre hizo tintinear musicalmente una llave en una cerradura, abrió un cajón, echó un vistazo dentro y dijo con gran cortesía:

—¡Salga se lo ruego, Serge Nikolaïévitch!

Y, al momento, surgió del cajón de madera una cabeza bien peinada, con el pelo blanco como el lino y unos ojos que se movían vivaces. A continuación, apareció el pescuezo, desenroscándose como una serpiente, y crujió el cuello almidonado de su camisa; después apareció el traje, los brazos, el pantalón y, al cabo de un instante, emergió sobre el tapete rojo un secretario totalmente acabado, que chilló: «¡Buenos días!» Luego se sacudió como un perro que acaba de bañarse y se bajó de un salto; se puso los manguitos encima de las mangas, sacó una pluma patentada del bolsillo y se puso a garabatear en un papel.

Korotkov se apartó rápidamente, señaló con el dedo y le dijo con voz lastimera al hombre de azul:

—¡Mire! ¡Mire! ¡Acaba de salir de la mesa! Pero, ¿cómo es posible?

—Efectivamente, acaba de salir de la mesa —respondió el hombre de azul—. No puede pasarse todo el día acostado. Es el momento; ha llegado su hora. Cuestión de cronometraje.

—Pero ¿cómo... cómo...? —tartamudeó Korotkov.

—¡Por lo que más quiera! —se impacientó el hombre de azul—. ¡No me haga perder el tiempo, camarada!

La cabeza de la morena se asomó por la puerta y gritó con voz jubilosa y sobreexcitada:

—Ya he mandado los papeles a Poltava, a 43 grados de latitud y 5 de longitud.

—¡Muy bien! ¡Estupendo! —respondió el rubio—. Ya está bien de retrasos.

—¡No quiero! —exclamó Korotkov con la mirada perdida—. Ella quiere entregarse a mí, y eso me parece abominable. ¡Me niego! ¡Déme mis papeles! ¡Devuélvame mi maldito nombre!

—Camarada, en esta oficina se certifican uniones matrimoniales —graznó el secretario—. No podemos hacer nada por usted.

—¡Oh! ¡El muy estúpido! —exclamó la morena, asomándose de nuevo—. ¡Acepta! ¡Acepta! —gritó con voz de apuntador de teatro.

Su cabeza aparecía y desaparecía de forma intermitente.

—¡Camarada! —Korotkov rompió a llorar y las lágrimas le nublaron la vista—. ¡Camarada! ¡Te lo suplico, entrégame mis papeles! ¡Hazme ese favor! Te lo pido de rodillas. Después me retiraré a un convento.

—¡Camarada! ¡No me venga ahora con ataques de nervios! Expóngame por escrito de forma concreta o abstracta, urgentemente y en secreto: ¿Poltava o Irkoutsk? ¡Y no haga perder el tiempo a la gente que está ocupada! ¡Prohibido deambular por los pasillos! ¡Prohibido escupir! ¡Prohibido fumar! ¡No moleste viniendo a pedir cambio! —rugió el rubio, fuera de sí.

—¡No se permite dar la mano! —cacareó el secretario.

—¡Vivan los abrazos! —cuchicheó con pasión la morena, que atravesó la sala como una exhalación y perfumó con un aroma de lirios el cuello de Korotkov.

—Está escrito en la tercera ordenanza: ¡no entrarás en el despacho de tu prójimo sin anunciarte! —masculló el hombre de la lustrina, y surcó los aires batiendo sus alas de halcón peregrino—. Por eso no entro, no quiero entrar, señores. Pero les haré llegar unos papelitos. Ahí van (¡paf...!) Bastará con que firmen uno de ellos para ir a parar al banquillo de los acusados.

El anciano sacó de su ancha y negra manga un paquete de hojas blancas que volaron por todas partes y se posaron sobre las mesas, como se posan las gaviotas sobre las rocas de la costa.

Un velo de bruma inundó la sala y las ventanas empezaron a oscilar.

—¡Camarada rubio! —gimió Korotkov agotado—. ¡Aniquílame, si quieres, aquí mismo, pero facilítame algún documento! Te besaré la mano.

El rubio empezó a hincharse y a crecer en medio de la bruma, mientras firmaba frenéticamente las hojas del anciano y se las tiraba al secretario, que las atrapaba entre gorgoritos de felicidad.

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