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Cuando un soldado francés obstruyó el camino a Pierre, como se sabe, Pierre estalló de risa: "Ja, ¡Ja! el soldado no me dejó pasar. ¿A quién, a mí? No, a mi alma inmortal".

El profesor Chelnov era el único prisionero no obligado a llevar overol o mameluco de uniforme de todo el campo de trabajo. (Este problema había sido resuelto por el mismo Abakumov, con su decisión personal). Las bases principales de éste liberalismo residían en que no era un residente permanente sino transitorio. Había sido un miembro correspondiente de la Academia de Ciencias en el pasado y también director del Instituto de Matemática y estaba a la disposición especial de Beria y era trasladado a cada sharashkao campamento científico donde surgía un problema matemático candente. Cuando lo había resuelto en sus líneas generales y demostrado cómo trabajar y desarrollarlo, era trasferido a otra sharashka.

Pero el profesor no tomaba ventajas de su libertad en la elección de su ropa como habría hecho alguien llevado por su vanidad. Usaba un traje barato con chaqueta y pantalón cuyos colores no congeniaban; cubría sus pies con botas de fieltro y su cabeza de cabellos ralos y grises, con una caperuza de lana tejida parecida a un gorro de ski o de mujer; y se distinguía particularmente por una manta de lana excéntrica que arrollaba dos veces alrededor de sus hombros y espalda, como si fuera también femenino.

Pero era capaz de llevar su gorro y chal de una manera tan propia que su presencia no parecía absurda sino majestuosa. El largo óvalo de su cara, su perfil agudo, su manera autoritaria de hablar con el administrador de la prisión, como el azul ligero y desvaído de sus ojos, característico de las personas con gran capacidad de abstracción, hacían que Chelnov pareciera Descartes o un matemático del Renacimiento.

Había sido enviado a la sharashkaMavrino para trabajar en las bases matemáticas de un código absoluto, es decir, aparatos que con sus revoluciones mecánicas podrían asegurar la inclusión y exclusión de muchos relé de tal manera tendiente a confundir el orden del envío de los impulsos rectangulares del lenguaje deformado que centenares de hombres con centenares de aparatos análogos no podrían descifrar la conversación que atraviesa los cables.

En la oficina de Diseños se llevaba a cabo una investigación parecida para lograr tal código. Todos los dibujantes trabajaban en esto, salvo Sologdin.

Éste había llegado al campo de Inta, desde el lejano Norte, y dejando trasuntar que su memoria había sido debilitada por largas hambrunas y que sus capacidades estaban seriamente dañadas y que nunca habían sido demasiadas por otra parte, logrado así que sólo se le asignaran trabajos secundarios y auxiliares. Pudo jugar esta carta tan sueltamente porque en Inta nunca le habían encomendado trabajos generales sino el específico de un ingeniero, y no temía ser enviado de vuelta allá.

No lo enviaron, en efecto, aunque podrían haberlo hecho, sino que lo dejaron a prueba en su nueva prisión. De este modo, en lugar de hallarse en la corriente principal de la labor donde la tensión el apuro y la nerviosidad prevalecían, había logrado ubicarse en un brazo tranquilo paralelo a la corriente principal. No tenía jerarquía pero tampoco preocupaciones. Era controlado a menudo, pero poseía suficiente tiempo para sí y sin supervisión, secretamente, de noche, por sus propias iniciativas, había comenzado a trabajar y planear y resolver el diseño de un código absoluto.

Consideraba que las grandes ideas sólo nacen en una mente individual. Y en efecto había logrado una solución en los últimos seis meses, que no habían logrado diez ingenieros asignados a la labor, pero constantemente azuzados y vigilados. Hacía dos días Sologdin había entregado su trabajo al profesor Chelnov para que lo revisase, también oficialmente. Y ahora estaba subiendo las escaleras tras el profesor, llevándolo respetuosamente de un brazo, a través de los prisioneros y esperando el veredicto sobre su trabajo.

Pero Chelnov jamás mezclaba trabajo y descanso. En la corta distancia que habían cubierto por los corredores y escaleras no había dicho ni una palabra sobre el tema tan importante para Sologdin, y, por el contrario, le estaba contando con una sonrisa su paseo matutino con Lev Rubín. Después de haber sido impedido de reunirse con los leñadores de madera, había leído a Chelnov sus poemas sobre un tema bíblico. Había una o dos faltas de ritmo, pero la rima era original y tuvo que admitir que los versos no eran malos del todo. La balada relataba cómo Moisés había conducido a los judíos por el desierto durante cuarenta años, en la privación, la sed y el hambre, y cómo la gente se había debilitado hasta el delirio y la rebelión. Pero estaban equivocados y Moisés, acertado, porque sabía que al final llegarían a la Tierra Prometida. Rubin, sin duda, había sufrido ese poema en carne propia y por eso había puesto todo su corazón en su creación.

Chelnov emitió opiniones sobre la materia, Dirigió la atención de Rubin sobre la geografía de la travesía de Moisés. Desde el Nilo a Jerusalén no había más de 400 kilómetros, y eso significaba que aun sí durante el sábado descansaban, no podían tardar más de tres semanas en cubrir la distancia. Por lo tanto se debía suponer que durante los restantes cuarenta años Moisés no los había guiado, sino perdido y hecho vagar por todo el desierto arábigo. Y era exageración.

Chelnov llegó a su cuarto con la llave que le había entregado el guardia cerca de la portería, fuera de la oficina de Yakonov. Solo él y la Máscara de Hierro poseían ese privilegio. (Ningún prisionero tenía el derecho de permanecer un segundo en su lugar de trabajo sin la supervisión de un empleado libre, porque la prudencia dictaba que el prisionero trataría de usar ese segundo sin vigilancia para romper la caja fuerte con documentos secretos, probablemente con un lápiz; fotografiarlos con un botón del pantalón; hacer estallar una bomba atómica y huir hasta la luna).

Chelnov trabajaba en una pieza llamada el Trust de Cerebros, donde no había nada más que un armario y dos mesas desnudas. Se había decidido —con permiso del ministro, por supuesto— permitirle la entrega personal de la llave al profesor. Desde entonces su gabinete había quitado el sueño al oficial de seguridad Shikin. En las horas que los prisioneros estaban encerrados en la prisión, con una barra doble en la puerta, este camarada bien pago y cuyas horas le pertenecían, se introducía en la sala del profesor, golpeaba las paredes, levantaba sus muebles, revisaba el sucio rincón detrás del armario y ceñudo meneaba su cabeza, sosteniendo el cancerbero que de esos liberalismos nada bueno podía resultar.

Con obtener Chelnov la llave terminaba el asunto. Cuatro o cinco puertas más adelante a lo largo del corredor del tercer piso había un nuevo vigía del Servicio Secreto. Este puesto consistía en una mesa de noche con una silla al lado. En ella una mujer estaba sentada, no una simple fregona que limpia pisos o prepara té —había otras para eso— sino una especializada que revisaba los pases de quienes entraban en la sala de la Sección Ultrasecreta. Los pases impresos en la tipografía del ministerio eran de tres clases: permanentes, semanales y diarios, de acuerdo al sistema pergeñado por el mayor Shikin. (Había sido también su idea construir el corredor sin salida de la Sección Ultrasecreta).

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