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La labor de la revísora no era fácil: la gente entraba sólo raramente, pero tenía prohibido categóricamente tejer medías por los reglamentos y las instrucciones verbales del camarada Shikin. Y la pobre mujer —había dos que se dividían la tarea de las veinticuatro horas a doce cada una— luchaba por no dormirse durante el período de labor. Esta mujer era también un inconveniente para el coronel Yakonov porque le obligaba a firmar pases durante todo el día.

Pero, no obstante, el puesto existía. Y para cubrir sus pagas, en vez de los tres monitores que necesitaba la mesa de organización, sólo había uno llamado Spiridon.

Aunque Chelnov sabía perfectamente bien que la mujer sentada en el puesto se llamaba Marya Ivanovna y aunque ésta admitía cada mañana al profesor de cabellos grises, lo mismo pedía sobresaltada: ¡Su pase!

Chelnov mostraba su tarjeta y Sologdin su papel y seguían avanzando hasta dos puertas más allá. Pasaron el escritorio, abrieron la puerta de vidrio esmerilado hacia la escalera de atrás donde se encontraba el atelier del pintor y luego la pieza personal de la Máscara de Hierro y abrieron por fin la habitación de Chelnov, cerrada, con su llave.

Era un saloncito cómodo con una ventana, que daba al patio de ejercicios y al parque de tilos centenarios encerrados en la zona controlada por el fuego automático. Una abundante helada cubría sus copas majestuosas.

Un cielo blanco abarcaba la tierra con su sombra.

A la izquierda de los tilos, fuera de la zona protegida, había una casa de madera antigua, ya gris por el tiempo y ahora volviéndose poco a poco blanca. Era de dos pisos, con un techo de hierro con la forma de un barco. Allí había vivido el dueño estatal antes de que se construyeran las casas de ladrillos. Más allá se veían los techos de la villa de Mavrino y luego un campo y más lejos a lo largo de la línea de ferrocarril, una nubécula plateada de vapor surgía y ascendía de una locomotora, aunque la misma y los vagones casi no se veían en la brumosa mañana blancuzca.

Pero Sologdin apenas percibió la vista que se extendía delante de él. Aunque invitado a hacerlo, no se sentó siquiera. Tenso y sintiendo sus firmes y jóvenes piernas sosteniéndolo, se apoyó al costado de la ventana con su vista clavada en los rollos de papel que yacían sobre la mesa de Chelnov.

Éste se sentó sobre un sillón incómodo con un alto respaldo, ajustó su manta alrededor de sus hombros, abrió su cuaderno de notas, tomó un largo lápiz parecido a una lanza, y lo dirigió a Sologdin severamente como apuntándole. El tono banal de su conversación previa desapareció instantáneamente.

Fue como si grandes alas hubiéranse abatido sobre la habitación diminuta. Chelnov habló no más de dos minutos, pero tan concisamente que no se podría hallar una brecha entre sus pensamientos. Eso significaba que Chelnov había hecho más de lo que Sologdin había pedido. Había obtenido una estimación matemática de las posibilidades del diseño propuesto por el joven. El diseño prometía un resultado cercano a lo requerido, por lo menos hasta que pudiese presentarlo a equipos electrónicos puros. Pero era necesario encontrar cómo hacerlo no sensible a los impulsos de baja energía; estimar con precisión el efecto de las fuerzas inerciales mayores en el mecanismo para asegurar la adecuación del momentumdel volante.

—Y luego... —Chelnov miró a Sologdin con una mirada profunda—, y luego no lo olvide, su código está afirmado en el principio del caos y está bien así, pero una vez determinado el caos, una vez enfriado y petrificado, se convierte siempre en un sistema. Sería mejor perfeccionar una solución por la cual el mismo caos fuera caóticamente modificado.

Aquí el profesor tomó aliento, reflexionó, dobló, la página en dos y calló.

Sologdin cerró sus ojos, como si lo hubiera enceguecido una luz demasiado brillante y quedó de pie allí, sin nada.

Desde la primera palabra del profesor había sentido una ola de calor íntimo. Se apoyó más hacia la ventana porque le pareció que iría a remontar vuelo hacia el techo por su felicidad.

¿Quién había sido antes de su encierro? ¿De qué había sido capaz? ¿Era realmente un ingeniero? Le había importado más lo que parecía a las mujeres que cualquier otra cosa y, de hecho, había sido sentenciado a cinco años por los celos de un adversario.

Y luego había recorrido Butyrskaya, Presnya, Sev Urallag, Ivdellag, Kargopollag.

Había habido una investigación de la Central de interrogaciones y la prisión en un campo socavado en la misma montaña.

Había habido "el jefe político del campo", teniente segundo Kamyshan, quien once meses trató de meterle la segunda condena y otros diez años más. Kamyshan no escatimó darles segundos términos a los recluidos Reunió en un mismo manojo a todas las sentencias demasiado cortas, y a los que eran conservados en el campo sólo bajo órdenes especiales hasta la terminación de la guerra. Y no se preocupó por las acusaciones y cargos. Alguien había dicho a otro que había vendido al Oeste, un cuadro del museo Hermitage y les dio a ambos diez años más de cárcel.

Además había una mujer, una enfermera, también zeka, de cuyos favores Kamyshan, un rudo, y donjuanesco sabueso, estaba celoso respecto a Sologdin. (Sus celos no eran vanos). Aun ahora Sologdin recordaba a esa enfermera con una gratitud física tal, que no sentía pena ni lástima por haber recibido por su causa la cuota extra de diez años más de castigo.

Kamyshan gustaba golpear a la gente en la boca con un palo hasta romperle los dientes y hacerlos sangrar. Si había cabalgado por el campo —¡y era un buen jinete!— ese día cambiaba el palo por el rebenque.

Era tiempo de guerra. Aun afuera todo el mundo estaba racionado. ¿Y en el campamento? ¿En la Cueva Montañosa?

Sologdin había aprendido de su primera investigación que lo mejor era no firmar nada. Pero lo mismo tuvo sus diez años más. Lo llevaron directamente del juicio al hospital. Estaba muriéndose. Su cuerpo destinado a la desintegración, se rehusó a tomar pan, sopa o guiso.

Llegó el día en que lo pusieron en una camilla y lo trasportaron a la morgue para quebrarle la cabeza con un mazo de madera antes de llevarlo al cementerio. Pero en el último instante se movió... y de este momento... de este... ¡oh! fuerza renovadora de la vida!

Tras años de prisión, tras años de trabajo forzado, tras las barracas del personal técnico y de ingenieros, ¿cómo lo consiguió? ¿Cómo sucedió? ¿A quién dirigía este Descartes, gorro de mujer, palabras tan halagadoras?

Chelnov dobló su hoja de notas en cuatro y luego en ocho dobleces.

—Como ve —dijo— todavía hay mucho trabajo que hacer. Aunque reconozco que su diseño es el mejor propuesto hasta ahora. Le traerá libertad. Y la anulación de su condena.

Por alguna razón Chelnov sonrió. Su sonrisa era aguda y fina. Como toda la forma de su rostro.

Su sonrisa era dirigida a sí mismo. Aunque había hecho mucho más en varias sharashkasy en varias ocasiones, más que lo logrado por Sologdin, él mismo no estaba amenazado con la libertad o la anulación de la condena. Porque de hecho nunca lo habían condenado. Hacía mucho tiempo había expresado que el Padre Sabio era una repugnante serpiente y ya cumplía el décimo octavo año sin condena, sin término y sin esperanza.

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