Todavía dudaba, preguntándose dónde podría telefonear sin tener a alguien fuera de la cabina golpeándole el vidrio con una moneda. Pero buscar una cabina quieta y aislada, resultaría aún más evidente. ¿No sería mejor encontrar alguna, justo en la mitad del tumulto, con tal que estuviese contra la pared? Decidió también que era estúpido estar vagando con un chófer de taxi como testigo. Hundió la mano en el bolsillo en busca de una moneda de quince kopeks. Pero todo carecía ya de importancia. Durante los últimos minutos Innokenty había experimentado una gran calma. Se dio cuenta con gran claridad de que no tenía otra alternativa. Tal vez fuese peligroso o no, pero si no lo hacía...
No es posible permanecer siendo un ser humano: si se tiene excesiva prudencia.
Enfrentando las luces del tráfico, en Okhotny Ryad, sus dedos descubrieron dos monedas de quince kopeks. ¡Buen augurio!
Pasaron por el edificio de la Universidad, e Innokenty ordenó al chófer tomar hacia la derecha. Llegaron al Arbat velozmente. Innokenty dio al chófer dos billetes sin pedir cambio y cruzó la plaza a pie esforzándose por mantener un paso mesurado y lento. El Arbat todo estaba ya encendido. Filas de espectadores frente al cine esperaban para ver "El amor de una bailarina". La letra roja "M" en la estación del subterráneo estaba casi oculta por la niebla gris. Una mujer con aspecto de gitana vendía ramas de mimosa amarilla.
¡Trata de hacerlo lo antes posible! ¡Dilo lo más breve posible y cuelga inmediatamente! Entonces el peligro será mínimo. Innokenty siguió adelante. Una muchacha le echó una mirada al pasar. Y otra.
Una de las cabinas telefónicas de madera, fuera de la estación del subterráneo, estaba vacía, pero Innokenty la sorteó y entró en la estación.
Allí había cuatro mas, hundidas en la pared, todas ocupadas. Pero a la izquierda un tipo vulgar ligeramente "en copas" ya cortaba. No bien salió. Innokenty entró rápidamente, cerrando con cuidado la gruesa puerta de vidrio y, sosteniéndola con una mano, mientras que con la otra, temblando y sin sacarse el guante, insertaba la moneda y discaba el número.
Después de varias llamadas levantaron el auricular en el otro extremo de la línea.
—¿Sí? — contestó una voz, condescendiente e irritada de mujer.
—¿Es la residencia del Profesor Dobroumov?, — preguntó, tratando de cambiar la voz.
—Sí.
—¿Puede llamarlo al aparato, por favor?
—¿Quién quiere hablar con él? — la voz de la mujer era hastiada y perezosa. Probablemente estaría recostada en un diván y no tendría prisa.
—Bueno, la verdad es que... Ud. no me conoce,... Mire, eso no tiene importancia. Pero para mí es muy urgente. ¡Por favor llame al profesor al aparato!
Demasiadas palabras innecesarias —y todo por esta amabilidad de porquería.
—Pero al profesor no se lo puede incomodar para hablar con cualquier desconocido que llame, — dijo la mujer, ofendiéndose.
Parecía como si fuese a cortar allí mismo.
Del otro lado del vidrio grueso, la gente pasaba rápidamente por la fila de cabinas, adelantándose unos a otros. Ya alguien estaba esperando fuera de la cabina de Innokenty.
—¿Quién es Ud.? ¿Por qué no puede dar su nombre?
—Soy un amigo. Tengo noticias importantes para, el profesor.
—Y entonces. ¿Por qué tiene miedo de dar su nombre? Ya era hora de que cortara. La gente no debería tener mujeres estúpidas,
—¿Y quién es usted?¿Su mujer?
—¿Por qué tengo que contestarle primero? — se enfureció la mujer, — dígamelo Ud.
Debería cortar la comunicación inmediatamente. Pero el profesor no era el único envuelto en este asunto... A esta altura, Innokenty estaba encolerizado; ya no pretendía disimular su voz o hablar con calma. Empezó a implorar con excitación por el teléfono. — Óigame, oiga; ¡tengo que prevenirlo de un peligro!
—¿De un peligro? — La voz de la mujer bajó, luego se quebró. Pero no llamó a su marido —¡en absoluto! Mayor razón para que no lo llame. A lo mejor no es cierto. ¿Como me puede probar que dice la verdad?
El piso ardía bajo los pies de Innokenty y el negro auricular colgado de su pesada cadena de acero se derretía en su mano.
—Óigame, oiga —gritó desesperadamente—. Cuando el profesor estuvo en París en su reciente viaje prometió a sus colegas franceses que les daría algo. Cierto remedio, y se supone que se los dará dentro de unos días. ¡A extranjeros! ¿Me entiende;" ¡No debe haberlo! ¡No debe dar nada a los extranjeros! Podría ser utilizado como una provocación.
—Pero— Se oyó un apagado "click” y después silencio total. No ya el habitual tono o zumbido en la línea. Alguien había cortado la comunicación.
LA IDEA DE DANTE
—¡Nuevos!
—¡Han traído nuevos!
Los prisioneros del campamento formaban fila dentro del corredor principal. Un grupo de zeks de Mavrino, algunos de ellos yendo a cenar; otros que ya lo habían hecho en el primer turno, se juntaban alrededor de los primeros.
—¿De dónde, camaradas?
—Amigos, ¿de dónde vienen?
—¿Y qué tienen todos ustedes en el pecho y en las gorras?, ¿qué clase de marcas son esas?
—Allí estaban nuestros números, — dijo uno de los recién llegados. — En nuestras espaldas y también en nuestras rodillas. Cuando nos mandaron salir del campo los arrancaron de la ropa.
—¿Qué quieren decir con números?
—Señores —dijo Valentine Pryanchikov—, ¿puedo preguntar en qué época vivimos? — Se dirigió a su amigo Lev Rubín—. Números sobre seres humanos, Lev Grigorich, permítame que le pregunte si es lo que usted llama progreso.
—Valentulya, no arme escándalo —dijo Rubin—. Vaya y búsquese la comida.
—Pero, ¿cómo es posible poder comer si los seres humanos andan por ahí con números en las gorras? ¡Es el Apocalipsis!
—Amigos —dijo otro zek de Mavrino—. Dan nueve atados de Belomors por la segunda mitad de diciembre. Tienen suerte.
—¿Usted quiere decir Belomor-Yavas o Belomor-Dukats?
—La mitad de cada una.
—¡Reptiles!, ahogándonos con Dukats. Voy a quejarme al ministro. Se lo juro.
—Y ¿qué clase de ropa es ésta? — preguntó el recién llegado que había hablado primero—. ¿Por qué están todos ustedes vestidos como paracaidistas?