Otro libro estaba también allí sobre la mesa de noche, Cuentos americanosde escritores progresistas. Aunque Khorobrov no podía comprobar esas historias con la vida real, la selección era sorprendente. En cada una obligatoriamente se difamaba a América del Norte, venenosamente agrupados, ellos componían un cuadro como de pesadilla que uno llegaba hasta a preguntarse por qué todos los americanos no se fugaron o no se ahorcaron.
¡No había nada para leer!
Khorobrov pensó en fumar. Sacó un cigarrillo y empezó a darlo vuelta entre sus dedos. En el perfecto silencio de la habitación la cubierta de cigarrillo crujía un poco. Quiso fumar allí donde estaba, sin salir, sin sacar sus pies del borde de la cama. Los prisioneros que fuman saben que la única satisfacción real es la que produce el cigarrillo que se fuma mientras se está tendido sobre el propio pedazo de lecho propio, sobre la propia litera, sin apuro, mirando fijamente el techo donde se dibujan las imágenes del irrecuperable pasado y donde flotan las inalcanzables del futuro.
Pero el dibujante calvo no era fumador y le disgustaba el humo. Adamson fumaba, pero tenía la errónea idea, de que debía haber aire fresco en la habitación. Siendo un sostenedor firme del principio soberano de que la libertad comienza con el respeto de los derechos de los otros, Khorobrov, con una mueca, dejó caer sus piernas sobre el piso y se dirigió hacia la salida. Al hacerlo notó el grueso libro en manos de Adamson y se dio inmediatamente cuenta de que no había un libro así en la biblioteca de la prisión, que aquél venía de afuera, y que nadie pediría un mal libro afuera.
Sin perder su compostura, no preguntó en voz alta, con inocencia: —¿Qué estás leyendo? o —¿Dónde has conseguido eso? — pues Nerzhin hubiera podido oír la respuesta de Adamson. Se fue derecho a Adamson y le dijo en voz baja: —Gregory Borisich, déjame dar un vistazo al título.
—Muy bien, mira, — dijo Adamson con reticencia. Khorobrov abrió la tapa y leyó asombrado: El conde de Monte cristo. Silbó.
—Borisich, — preguntó cariñosamente—. ¿Hay alguien después de usted? ¿Tengo alguna probabilidad?
Adamson se sacó los lentes pensativo y le dijo: —Veremos, ¿me quieres cortar el pelo hoy?
A los zeks no les gustaba visitar al barbero Stahanovez. Los que ellos se elegían cortaban sus cabellos para satisfacción personal de sus antojos o fantasías, trabajando despacio porque tenían mucho tiempo por delante.
—¿Cómo podemos conseguir una tijera?
—Se la pediré a Zyablin.
—Muy bien, te cortaré el cabello.
—En la página 128, se puede desmembrar, te la pasaré. Observando que Adamson había leído hasta la página 110, Khorobrov salió al corredor a fumar de mucho mejor humor.
Gleb estaba más que colmado con la idea anticipada de la tremenda fiesta de ver a su mujer. En alguna parte en la residencia de estudiantes en Stromynka, Nadya, también estaba probablemente nerviosa en esta última hora. En tales encuentros los pensamientos suelen dispersarse, uno se olvidaba de lo que quería decir; por eso debería escribírselos en un pedazo de papel, aprendérselos de memoria y destruirlos después, puesto que no se puede llevar el pedazo de papel con uno. Acordándose tan sólo de los ocho puntos, ocho: la posibilidad de su traslado, que las sentencias no terminan con la expiración de las sentencias, que se puede ser exiliado, que...
Corrió hacia el guardarropa y planchó su pechera. La pechera era una invención de Ruska Doronin, que muchos otros adoptaron. Se trataba de una pieza de algodón blanco, un pedazo de sábana rota en treinta partes —aunque el que la proveía a los cuartos no sabía nada de aquello— que se cosía a un cuello. Aquella pieza era suficiente para cubrir la abertura del overol por donde asomaba la marca negra M.G.B. — Prisión Especial N°—. También tenía dos kilos para atársela atrás. La pieza ayudaba a crear la apariencia de bienestar que todos deseaban. Sin dificultad para ser lavada, servía fielmente los días de semana y de fiesta. Su uso ayudaba a no avergonzarse delante de las trabajadoras libres del instituto.
Una vez en la escalera, Nerzhin trató inútilmente de lustrar sus zapatos gastados con el seco y endurecido betún de alguien.
La prisión no proveía zapatos para los días de visita, puesto que aquellos quedarían bajo la mesa, fuera de la vista.
Cuando volvió al cuarto para afeitarse (las máquinas de afeitar y hasta las navajas estaban permitidas, tal era lo absurdo de las reglas), Khorobrov estaba ya enfrascado en su libro.
El dibujante acaparaba con su multitudinario zurcido parte del piso además de toda su tarima; cortaba y remendaba, marcando el remiendo con lápiz. Desde su almohada, Adamson que miraba de soslayo por encima de su libro, le aconsejaba del modo siguiente:
—El remiendo es efectivo cuando se lo hace a conciencia. Dios nos salve de aproximaciones formales. No te apures. Da puntada después de puntada, cada cosa dos veces. Uno de los mayores errores, es usar un lazo podrido en el borde de un agujero. No economices, no salves las partes malas. Corta alrededor del agujero. ¿Nunca oye usted el nombre Berkalov?
—¿Quién, Berkalov? — No.
—Pero ¿cómo no...? Berkalov era un viejo ingeniero de artillería y el inventor de los cañones BC-3, que usted conoce, con fantástico disparador de velocidad. Allí estaba sentado Berkalov, también un domingo, también en una sharashka, zurciendo sus zoquetes. La radio estaba funcionando y decía: "teniente general Berkalov, primer grado del premio Stalin". Después de su arresto era sólo mayor general. ¿Qué hizo? Siguió zurciendo sus medias, y después se puso a hacer panqueques en una plancha caliente. El guardia llegó, lo insultó, lo sacó fuera, le quitó su ilegal plancha caliente e hizo un informe para el jefe de prisión que significaba tres días de castigo. Y en esto, el jefe de la prisión viene corriendo como un chico de colegio gritando: —¡Berkalov! ¡Traiga sus cosas! ¡Al Kremlin! ¡Kalinin lo llama! ¡Así es nuestro destino ruso!
REMONTANDO VUELO HACIA EL TECHO
El viejo profesor de matemática, Chelnov, figura familiar en muchas sharashkas, que escribía "zek" en vez de "ruso" en el espacio de nacionalidad de los cuestionarios, quien cumpliría sus dieciocho años de prisión en 1950, había aplicado la punta de su lápiz a muchas invenciones técnicas, desde calderas de corriente directa a motor de chorro, y había puesto su alma en alguna de ellas.
Sin embargo el profesor Chelnov afirmaba que esto "de poner el alma" había que emplearlo con cuidado ya que solamente el zek posee un alma inmortal mientras que "los libres" en el ajetreo humano muchas veces no la tienen. Durante la charla amistosa de los zeks por encima de los platos de sopas frías o del vaso caliente de chocolate, Chelnov no ocultaba haberse apropiado de esta idea de Pierre Besujov.