Ya la mayor parte de ellos estaba afuera. Doronin el primero Sologdin, que había cerrado la ventana mientras los demás tomaban su té, la abrió ahora de nuevo, sujetándola con un volumen de Ehrenburg, y se apuró para alcanzar en el corredor al profesor Chelnov que acababa de abandonar su "celda de profesor". Como siempre, Rubín que no tuvo tiempo de hacer nada esta mañana, apresuradamente ponía lo que no había concluido de comer y de beber en su mesa de luz. (Algo se derramó en ella). Y él se esmeraba con su gibosa, imposible y desarreglada cama, tratando vanamente de tenderla de manera que no lo llamasen para rehacerla más tarde.
Nerzhin se ajustaba su "disfraz". En un tiempo los zeks de la sharashkase vestían diariamente con buenos trajes y sobretodos, e iban así vestidos para las visitas, pero en la actualidad sólo se los proveía de overoles oscuros, de tal modo, que los guardias de las torres podían distinguirlos de los empleados libres, en el caso de tener que tirar sobre ellos. La administración de la prisión, los obligaba en su lugar a cambiarse de ropa para las visitas. Ropa que allí se les proveía, confiscada probablemente en los— guardarropas privados, a gente a quienes les eran arrebatadas sus propiedades, después de sentenciadas. Algunos zeks gozaban al verse bien vestidos, aunque no fuera sino por breve tiempo; a otros les repelía, y se hubieran sentido felices de haber podido evitar llevar sobre su cuerpo la ropa de un probable cadáver; pero las autoridades de la prisión se rehusaban en absoluto a conducirlos de visita en overols. No se quería que los parientes de los prisioneros tuviesen una mala impresión de la prisión. Y no había nadie con el corazón tan inflexible cómo para declinar la posibilidad de ver a la persona que amaba. Por lo tanto se cambiaban de ropa.
La habitación semicircular estaba casi vacía. Doce pares de camas de dos pisos en fila, tendidas a la manera de los hospitales, con el borde de la sábana vuelto hacia la vista, de modo de recoger el polvo y ensuciarse más pronto. Este método no podía sino haber sido adoptado por una burocrática cabeza masculina; no cabe duda que ni su mujer lo emplearía en su casa. Pero así es como lo exigía la regla sanitaria de la prisión.
Reinaba un extraño silencio que nadie se preocupó de disipar.
Cuatro personas quedaban todavía en ella: Nerzhin, que se estaba vistiendo, Khorobrov, Adamson y el dibujante calvo.
El dibujante era uno de aquellos tímidos zeks que no obstante los años de prisión no habían podido adquirir la típica insolencia del prisionero. Nunca se hubiera atrevido a permanecer lejos de su trabajo él domingo, sólo que hoy se sentía enfermo y excusado de su tarea por el médico de la prisión. Había tendido sobre su tarima un gran número de zoquetes con agujeros, algo de hilo y un huevo de zurcir casero; y frunciendo su entrecejo trataba de decidir por dónde comenzaría su zurcido.
Grigory Borisovich Adamson, había cumplido ya legítimamente una sentencia de diez años, (sin mencionar seis años de exilio antes), y estaba condenado otros diez más en la "ola de segundos términos". No es que rehusara a trabajar los domingos, pero hacía cuanto podía para no hacerlo. Hubo un tiempo, cuando sus días de Komsomol que no necesitaba ser llevado de la oreja para acompañar a los camaradas que trabajaban en los días libres; pero se sobreentendía que aquellos entusiasmos se adaptaban al espíritu del tiempo —alcanzar la economía en la remodelación: uno o dos años tal vez y todo sería hermoso, los jardines florecerían por todas partes. Ahora Adamson era uno de los pocos allí que habían aguantado en los horrorosos diez años enteros, y sabía que no era un mito, ni un delirio del tribunal, ni una anécdota divertida hasta la primera amnistía general —como lo creían los recién llegados— sino que diez, doce, o quince años de la vida agotadora del hombre. Había aprendido desde hacía mucho, a economizar cada movimiento muscular, a acumular cada minuto posible de reposo, y que lo mejor que se podía hacer un domingo era quedarse inmóvil en la cama.
Sacó el libro que Sologdin había puesto en la ventana y la dejó cerrada, despacio se quitó su overol, y se metió bajo la frazada, cubriéndose con ella, limpió sus anteojos con un pedazo de gamuza, se puso un caramelo en la boca, arregló su almohada y sacó de debajo del colchón un grueso libro forrado precariamente en papel. Sólo, el mirarlo lo reconfortaba.
Khorobrov, por el contrario, se sentía miserable. Tendido en sombría meditación, sobre la cama, todo vestido, con los zapatos descansando sobre el borde. Por temperamento sufría intensamente y con persistencia las cosas que hacían alzarse de hombros a los demás. Cada sábado, de acuerdo al bien conocido principio de que se hacía voluntariamente, los prisioneros, sin que se les preguntara, eran anotados como voluntarios deseosos de trabajar los domingos, y la lista era sometida a la administración de la prisión. Si las firmas hubieran sido realmente voluntarias, Khorobrov hubiera firmado y habría pasada voluntariamente su domingo libre en su mesa de trabajo. Pero precisamente porque la firma "era una burla desnuda, Khorobrov debía quedarse tendido estúpidamente en el encierro de la prisión.
Un zek de campo podía soñar con andarse en una celda tibia solo el día domingo, pero el zek de la sharashka, no tenía dolores de espalda.
No había nada que hacer. Había leído ya todos los diarios de que se podía disponer. Sobre la mesa de luz próxima a su tarima había una pila de libros de la biblioteca de la prisión especial. Uno de ellos era una colección de ensayos periodísticos de escritores reverenciados. Khosobrov abrió uno de Alexie. — No Tolstoi, como irrisoriamente lo llamaba la sharashka. Con fecha junio de 1941 leía: "Los soldados germanos, presionados por el terror y la locura, chocaron en la frontera contra una pared de hierro y de fuego. Instantáneamente puso el libro a un lado. En las casas bien amuebladas de Moscú donde aún antes de la guerra habían ya refrigeradores eléctricos, aquellos gigantes intelectuales se habían inflado en omnipotentes oráculos, aunque no oían sino la radio y no veían otra cosa que sus canteros floreados. Una semi analfabeta de granja colectiva sabía más de la vida que ellos. Los otros libros de la pila eran literarios, pero a Khorobrov su lectura le daba asco. Uno se titulaba Lejos de nosotros, éxito del momento, que ahora se leía mucho afuera pero recién habiéndolo empezado Khorobrov sintió náuseas. Era un pastel de carne sin carne, un huevo al que se le había chupado lo de adentro, un pájaro disecado. Hablaba sobre las construcciones proyectadas llevadas a cabo por los zeks, y acerca de los campos, pero en ninguna parte estaban los nombres de los campos ni decía que los trabajadores eran zeks que recibían raciones de prisión y estaban encarcelados en celdas de castigo; que en cambio, ellos los sustituyeron por los jóvenes de la Komsomols donde vivían bien vestidos, bien alimentados y llenos de entusiasmo. Como lector experimentado sentía que el autor sabía, había visto y tocado la verdad, que podía haber sido oficial de seguridad en un campo, pero que mentía con fríos ojos y duros.
El segundo libro era Obras selectasdel famoso escritor Galakhov, cuya estrella estaba en su cénit. Habiendo reconocido el nombre de Galakhov y esperando algo de él, Khorobrov leyó el libro, pero lo dejó con el sentimiento de que había sido burlado del mismo modo que lo habían burlado con la lista de trabajo voluntario del "domingo". Hasta Galakhov, capaz de escribir bien acerca del amor, se había deslizado a través de una especie de parálisis espiritual a aquella otra manera predominante de escribir, no como si fuese destinado a gente normal sino a simplones sin experiencia, que en su insuficiencia mental agradecerían cualquier clase de esparcimiento. Cuanto fuese capaz de conmover o de impresionar realmente al corazón humano estaba ausente de esos libros. Si la guerra no hubiera sobrevenido, lo único que hubieran podido hacer era convertirse en panegiristas profesionales. La guerra les despojó el camino para la simple generalizada comprensión de los sentimientos humanos. Pero, ¿también aquí ellos elevaban a la altura de Hamlet toda suerte de fantásticos e imposibles conflictos? — como aquel miembro del Komsomol que había hecho volar docenas de trenes con municiones detrás de las líneas enemigas, pero que por no tener como miembro buen nivel en ninguna de las organizaciones del Partido, se torturaba de día y de noche por la incertidumbre de no pagar al Komsomol lo que le era debido.