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No importaba cuan profundamente se hundiesen en aquella primera insondable desesperación; los detenidos pronto anotaban la diferencia entre los dos hombres: Shusterman —cuyo nombre, desde luego, ignoraban entonces— mirándolos, terriblemente ceñudo bajo sus espesas cejas, tomaba al prisionero por el codo como si tuviese garras, y con brutal fuerza lo arrastraba, casi sofocado, escaleras arriba; cara de luna Nadelashin, semejante a un eunuco, caminaba siempre un poco separado del prisionero, sin tocarlo, hablándole amablemente, indicándole por dónde ir.

Shusterman, a pesar de ser más joven, lucía ya tres estrellas sobre sus hombros.

Nadelashin anunció que aquellos que iban de visita deberían presentarse arriba ante las autoridades del cuartel a las diez de la mañana. Como le preguntaran si habría cine aquella tarde, replicó que no habría. Se produjo un débil murmullo de desagrado, pero desde un rincón Khorobrov respondió: —Y no nos aburran trayendo películas de m... como Cosacos de Kuban.

Shusterman se dio vuelta violentamente, para apuntarse mentalmente al que hablaba, y al hacerlo se confundió y volvió a contar de nuevo.

En el silencio, alguno dijo audiblemente pero no como para que se lo pudiera identificar:

—Esto va a su registro personal.

Khorobrov, torciendo su labio superior, contestó: —¡Que se vayan al diablo! Ya han escrito tanto contra mí, que no queda lugar en mi fichero.

El ingeniero Adamson con sus grandes anteojos cuadrados, sentado en la siguiente tarima, preguntó: —Teniente primero, ¿acerca del árbol de Navidad? ¿Lo tendremos o no?

—¡Sí, habrá un árbol de Navidad! — replicó el teniente primero, obviamente contento de anunciar la grata nueva. Vamos a colocarlo acá, en el medio.

—¿Y podemos decorarlo? — dijo Ruska alegremente desde una tarima alta. Estaba sentado allí al estilo turco, un espejo sobre su almohada, cortando su corbata. Dentro de cinco minutos se encontraría con Clara —había visto por la ventana que ella ya había pasado frente al vigía y había entrado en el patio.

—Preguntaremos. No hay instrucciones.

—¿Qué instrucciones necesitan? ¿De que sirve un árbol de Navidad sin adornos? ¡Ja-Ja-Ja!

—Amigos, haremos las decoraciones de todos modos.

—Calma, muchachos. ¿Qué hay acerca de nuestra agua hirviendo?

—¿Querrá, el ministro hacer algo a propósito de esto?

El cuarto sonaba alegre, con las discusiones a propósito del árbol. Los oficiales recién se alejaban cuando Khorobrov ahogó la ensordecedora conversación con su fuerte, y abrupto llamado:

—¿Díganle que guarden el árbol hasta la misa ortodoxa de Navidad, el 7 de enero"! ¡El árbol es para Navidad no para Año Nuevo! El oficial de guardia actuó como si no hubiera oído y salió.

Todos hablaron en seguida. Khorobrov tenía algo en su mente que no había alcanzado a decirle al oficial, y ahora, silencioso, lo expresaba a alguien invisible moviendo su rostro curtido. Nunca antes había celebrado ni Navidad ni Pascua, pero justamente por contrariar había comenzado a hacerlo en la prisión. Por lo menos aquellas fiestas no estaban marcadas por pesquisas intensas o castigos más severos.

Adamson terminó de beber su té. Se quitó sus empañados anteojos con arcos de plástico y dijo a Khorobrov:

—¡Illys Terentich! ¿Has olvidado al segundo mandamiento de los prisioneros? No claves tu cabeza en la pica. Khorobrov miró fijamente a Adamson.

—Aquello fue una orden anticuada de tu "perdida ola" de prisioneros. ¡Pórtense bien, y ellos los matarán a todos!

El reproche era, como suele, ocurrir injusto. Fueron aquellos hombres arrestados con Adamson quienes justamente habían organizado las huelgas en Vorkuta. Pero todo conducía al mismo final de todas maneras. No se podía explicar esto a Khorobrov, precisamente en ése momento y el "mandamiento" había sido inventado por la última ola de prisioneros.

Adamson simplemente se encogió de hombros y dijo: —Si hace usted una escena, lo enviarán lejos a algún campo de trabajos forzados.

—¡Y eso, Grigory Borisich, es lo que yo deseo! Si hay trabajo forzado, es trabajo forzado, al infierno con ellos; por lo menos tendré buenos camaradas. Tal vez no haya informadores allí.

Rubín como siempre llegó tarde, no había tomado su té. Estaba parado cerca de Potapov con su barba despeinada, próximo a la tarima de Nerzhin y hablaba amistosamente a su ocupante.

—¡Feliz cumpleaños, mi joven Montaigne, mi tontuelo!

—Estoy muy emocionado, Levchik, pero para que...

Nerzhin arrodillado en su campo sostenía el cartapacio. Era claramente una labor de prisionero; o sea el más cuidadoso trabajo del mundo, pues los prisioneros nunca se apuran. Tenía pequeños bolsillos en percal borravino, ajustado con botones y con excelente papel adentro. Todo aquel trabajo había sido hecho, desde luego, en tiempo que pertenecía al gobierno.

—además, de todos modos, no lo dejan a usted escribir mucho en la sharashka—excepto denuncias.

—Y mis deseos para ti —los gruesos labios de Rubín sobresalían en su cómico gesto— es que su escéptico, ecléctico cerebro fluya con la luz de la verdad.

—Y ¿cuál es la verdad paisano? ¿Puede alguien saber cuál es realmente la verdad...? — dijo Gleb y suspiró. Su cara rejuvenecida en la espera de la visita, se cubrió de nuevo con cenicientas arrugas. Sus rubios cabellos le colgaban de cada lado.

Sobre la siguiente tarima encima de la de Pryanchicov, un calvo y gordo ingeniero, apacible, entrado en años, usaba los últimos segundos de tiempo libre para leer un diario que había obtenido de Potapov. Abriéndolo a todo lo ancho de sus brazos, a veces hacía un gesto y movía ligeramente los labios al leer. Cuando sonó la campanilla en el corredor, dobló la hoja apresuradamente.

—¿Qué infierno es todo esto, diablos? ¿Prosiguen con la idea de dominar el mundo?

Y miró alrededor buscando un lugar conveniente para tirar el diario.

Del otro lado de la habitación, el inmenso Dvoyetyosov, cuyas grandes piernas colgaban de su tarima, preguntó en voz baja:

—¿Y tú, Zemelya? ¿La dominación del mundo no se ha enseñoreado en ti? ¿Acaso no lo ambicionas?

—¿De mí? — respondió Zemelya, sorprendido, como si la pregunta fuera hecha en serio—. No, no, — dijo sonriendo abiertamente—. ¿Para qué diablos habría de necesitarla?

—No lo deseo. — Y rezongando comenzó a descender.

—Bien, en tal caso, descendamos y vamos a trabajar, — dijo Dvoyetyosov, saltando con todo su peso sobre el piso.

La campana volvió a sonar. Llamaba a los prisioneros al trabajo del domingo. Su campanilleo les decía que la inspección había concluido y que la "Puerta Sagrada" de la escalera del instituto había sido abierta; los zeks se apresuraban para salir en apretado grupo.

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