De tal modo, Potapov salió bastante bien con "diez años, y cinco en los cuernos".
Nerzhin volvió del desayuno, se sacó los zapatos, y subió a su tarima, balanceándose junto con Potapov. Tenía por delante su diaria hazaña acrobática —hacer su cama sin arrugarla, parado desde allí. Pero cuando movió a un lado la almohada, encontró debajo de ella una caja de cigarrillos hecha de plástico trasparente color rojo oscuro, bien llena con doce cigarrillos Belomorkanal, entrelazados con una tira de papel donde estaba escrito con letras de imprenta:
Así es como él mató diez años
consumiendo la flor de la vida.
No podía equivocarse. En toda la sharashkasolamente Potapov combinaba el talento para semejante manualidad con la total memoria de pasajes de Evgeny Onegrinque había conservado desde sus días de colegio.
—¡Andreich! — dijo Nerzhin, bajando su cabeza de debajo de la tarima.
Potapov había concluido de beber su té, había abierto el diario y estaba leyéndolo sentado de manera de no deshacer su cama.
—¿Bien, qué es? — murmuró.
—¿Es esto obra de sus manos?
—No sé. Usted lo encontró —trataba de no sonreír.
—¡Andreich! — gritó con pesadez Nerzhin—. ¿Esto es un sueño?
La delicada arruga de astucia aumentaba y se ahondaba en el rostro de Potapov. Ajustándose los anteojos, replicó: —Cuando estaba en Lubyanka con el duque Esterhazy, ambos en una celda, sacando los cubos de la letrina cada día, y él en los días impares, yo le enseñaba el ruso por medio de los Reglamentos de la Prisióncolgados en las paredes. Para su cumpleaños yo le di tres botones que confeccioné con el pan; a él le cortaron todos y juró que nunca recibió regalo más oportuno de ningún Habsburgo.
De acuerdo a la clasificación vocal, la de Potapov se definía como "desentonada y cascada".
Todavía sobre su tarjeta, Nerzhin miraba cálidamente la cara marcada de surcos de Potapov. Cuando llevaba puesto los anteojos, no representaba más de sus cuarenta y cinco años y hasta tenía apariencia enérgica. Pero cuando se los sacaba, la profunda cavidad oscura de sus ojos le daba el aspecto de una calavera.
—Me confunde, Andreich. Después de todo yo no puedo darle nada semejante. No tengo manos como las suyas. ¿Cómo ha podido acordarse de mi cumpleaños?
—No se preocupe, — replicó Potapov—. ¿Qué otra fecha notable nos queda en la vida? Ambos pestañearon.
—¿Quiere té? — preguntó Potapov—. Tengo una marca especial.
—No Andreich, no necesito té. Voy a salir de visita.
—¡Magnífico! — dijo Potapov complacido—. ¿Con su "vieja"?
—¡Sí!
—Esa es la cosa; Ven Valentulya, no me grite en la oreja.
—¿Qué derecho tiene una persona de burlarse de otra?
—¿Qué hay en el diario, Andreich? — preguntó Nerzhin. Potapov, miró a Nerzhin con sus apagados ojos estrábicos de ucraniano todavía colgado de su tarima:
Las fábulas de la musa británica
molestan el sueño de la doncella.
Más de tres años habían pasado desde que Nerzhin y Potapov se habían encontrado en la prisión de Butyoskaya en una ruidosa, superpoblada celda, casi a oscuras hasta en el mes de julio. Allí, en el segundo verano después de la guerra, la vida de muchas personas diferentes se había cruzado. Recién llegados de Europa pasaron a través de aquella celda, fornidos prisioneros rusos que habían conseguido trocar la prisión germana por una prisión natal; golpeados y crispados presos de los campos, en tránsito desde las cuevas de GULAG al oasis de la sharashka. Cuando hubo entrado en la celda, Nerzhin se arrastró a ciegas bajo el tablón de la cama. (Los tablones de la cama eran tan bajos que no se podía pasar bajo ellos con todas las pieles sino arrastrándose apenas sobre el estómago y los codos). Allí sobre el sucio piso de asfalto, con los ojos todavía desacostumbrados a la oscuridad, preguntó jovialmente: —¿Quién es el último, amigos?
Y una voz desentonada y cascada le respondió —Cu-cu. Usted se acuesta detrás de mí.
Día tras día, mientras los prisioneros eran sacados de la celda para ser trasportados, ellos se movían bajo los tablones de la cama, "del cubo de la letrina a la ventana"; en la tercera semana retrocedieron "de la ventana al cubo de la letrina"; pero esta vez desde la cima de los tablones camas. Más tarde se movieron de nuevo a través de los catres de madera, a la ventana. De este modo se había creado esa amistad, a pesar de las diferencias de edad, historia personal y gustos.
Fue entonces, en los últimos meses de deliberación después del juicio, que Potapov admitió a Nerzhin que nunca le hubiera sucedido que la política le preocupara, si los políticos no hubieran empezado a destrozarla.
Fue entonces, bajo la plancha de la cama de la prisión de Butyrskaya, que el robot se volvió perplejo por primera vez, algo que está bien reconocido no ser recomendable para los robots. No, no estaba arrepentido de haber rehusado pan germano, ni los tres años muerto de hambre, los tres años mortales de la prisión germana. Todavía consideraba inadmisible que los extranjeros juzgasen nuestras dificultades internas.
Pero la chispa de la duda se había encendido en él y había comenzado a arder. De algún modo, no podía comprender por qué se encarcelaba a la gente cuya única culpa era haber construido Dneproges.
CÓMO REMENDAR CALCETINES
A las 8 y 55 había una inspección en los cuartos de la prisión especial. Esta operación, que llevaba horas en los campos, con los zeks de pie en el frío, mandados de un lugar en otro, contados uno a uno, de a cinco, de a cien, a veces por brigada, se hacía rápido y sin sufrimientos aquí en la sharashka. Los zeks tomaban el té en sus mesas de noche; dos oficiales de turno, uno que abandonaba la guardia y otro que la tomaba entraban en la habitación; los zeks se paraban (algunos no se ponían en pie); el nuevo oficial atentamente contaba las cabezas; y entonces se daban las instrucciones y se oían con desgano las quejas.
El oficial de turno era él teniente segundo, Shustermann. Alto, de cabellos negros y aunque no exactamente huraño, nunca expresaba ningún sentimiento humano —tal como se suponía que debían conducirse los guardias que tenían práctica avanzada. Él y Nadelashin habían sido enviados a Mavrino de Lubyanka para reforzar la disciplina de la prisión. Algunos de los zeks los recordaban desde Lubyanka: ambos servían al mismo tiempo como guardia de escolta; es decir que tomaban a su cargo un prisionero de cara a la pared, y lo conducían por los famosos peldaños gastados al entrepiso entre el cuarto y el quinto piso, donde se había abierto un pasaje desde la prisión al edificio de interrogatorios. A través de este pasaje habían sido conducidos durante una tercera parte del siglo todos los prisioneros de la prisión: demócratas, socialistas, revolucionarios, anarquistas, monárquicos, octubristas, mencheviques, bolcheviques, Savinkov, Takubovich, Kutepov, Ramzin, Shulgin, Bukharin, Rykov, Tukhachevsky, profesor Pletnev, académico Vavilov, mariscal de campo Paulus, general Krasnov, los más famosos científicos del mundo y poetas principiantes; los criminales mismos primero, después sus mujeres y sus hijas. Los prisioneros eran llevados al mismo famoso escritorio, donde en un grueso libro de "Registros de destinos" firmaban al pasar en un corte hecho en una placa de metal, sin ver el nombre arriba o debajo del suyo. Después eran conducidos a una escalera a los lados de la cual estaba tendida una red igual a la de los trapecistas de circo, para impedir que los prisioneros intentaran suicidarse arrojándose desde allí. Luego los llevaban a través de innumerables corredores ministeriales, sofocantes por la luz eléctrica y fríos por el brillo dorado de las charreteras de coronel.