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¡Estaría con su mujer de nuevo! La unión de sus almas era permanente ¿Una visita? ¿Y en su cumpleaños? Y especialmente después de su conversación con Yakonov ayer. Nunca tendría otra visita, así que hoy era más importante que nunca. ¡Sus pensamientos volaban como flechas de fuego: no debía olvidarse de mencionar esto; debía recordar de hablar de aquello, acerca de esto, y acerca de aquello, también!

Corría dentro de la habitación semicircular donde los prisioneros estaban dándose prisa ruidosamente, algunos de regreso del desayuno, algunos camino a lavarse; Valentulya Pryanchikov sentado en ropa interior, después de quitar la frazada sobre su cama, con los brazos extendidos mientras relataba sonriente su conversación de la noche con el jefe nocturno, describiendo cómo más tarde se aclaró que era el ministro. Nerzhin detestaba escuchar a Valentulya. Pero era un delicioso momento de su vida, cuando uno estalla con cantos, cuando cien años parecen demasiado cortos para remoldear todo. Y no podía omitir un desayuno; un prisionero no siempre tiene desayuno. De todos modos, la historia de Valentulya estaba alcanzando su poco glorioso final. La habitación le dictó su veredicto: era barato y ruin, puesto que no había hablado a Abakumov acerca de las esenciales necesidades de los prisioneros. Aquél trató de alejarse gritando, pero cinco verdugos voluntarios lo despojaron de sus calzoncillos y en medio de la grita general, vocerío y risas lo persiguieron alrededor de la habitación, golpeándolo con sus cinturones, salpicándolo con té caliente.

En la tarima más baja, a lo largo del camino de pasaje a la ventana central, debajo de la tarima de Nerzhin y a través de la vacía de Valentulya, Andrés Andrevich Potapov estaba tomando su té matinal. Observando el juego general, reía hasta que las lágrimas le subieron a los ojos, salpicándole los anteojos. Antes de que despertaran los demás, la cama de Potapov ya estaba hecha; como un paralelepípedo regular. En ese momento extendió una finísima capa de manteca sobre el pan; no compraba nada en la tienda de la prisión pues trataba de enviar todo el dinero que ganaba a su "vieja". (De acuerdo al standard de la sharashkaa él se le pagaba una alta suma, 150 rublos al mes, tres veces menos que a una mujer para trabajos domésticos, en libertad; era irremplazable especialista y estaba en los buenos libros de sus jefes).

Nerzhin dejó caer su saco acolchado en la corrida, lo tiró sobre su cama todavía sin tender y, saludando a Potapov pero sin esperar respuesta, corrió a desayunar.

Potapov era el ingeniero que había confesado durante su interrogatorio, y firmado la confesión, y confirmado en su juicio que personalmente había vendido a los germanos —y muy barato— el ornamento del Plan Quinquenal Stalinista, Dnepreges, la Estación de Poder Hidroeléctrico del Dniéper —aunque había sido demolida cuando él lo vendió a ellos—. Gracias solamente a la merced de una corte muy humana, la sentencia de Potapov por su increíble y sin igual crimen tuvo sólo diez años de prisión, seguidos de la pérdida de sus derechos por cinco años, lo que en el lenguaje de los prisioneros se llamaba "diez, más cinco en los cuernos".

Nadie que hubiera conocido a Potapov en su juventud, y menos todavía el mismo Potapov, hubiera soñado que a los cuarenta y cinco sería arrojado en prisión por política. Los amigos de Potapov, justificadamente lo llamaban un robot. La vida entera de Potapov era su trabajo, y hasta los tres días de fiesta lo aburrían. Solamente había tomado una vacación en su vida, cuando se casó. En los años siguientes, nunca pudo encontrar a nadie que lo reemplazara y voluntariamente renunciaba a sus vacaciones. Cuando hubo escasez de pan, o de vegetales, o azúcar, él apenas se daba cuenta de aquello. Corría un agujero de su cinturón, lo apretaba y continuaba preocupado con la sola cosa en el mundo que le interesaba: trasmisión de alto voltaje. A aquellos que no creaban nada con sus manos pero que trabajaban solamente con sus lenguas, Potapov no los miraba siquiera como a gente. Había dirigido todos los cálculos eléctricos en Dneprostroi, se había casado en Dneprostroi, y a la vida de su mujer, como a la suya propia habían alimentado la insaciable hoguera de aquellos años.

En 1941, mientras construían otra estación, Potapov tuvo una excepción de servicio militar. Pero sabiendo que Dneproges, la creación de su juventud, había sido volada, dijo a su mujer: —Katya, después de todo yo debo ir.

Ella le respondió: —Sí, Andryusha, debes.

Y así fue Potapov con sus anteojos menos tres dioptrías, con el cinturón retorcido, una camisa arrugada, con sus insignias de oficial y la funda de su pistola vacía. En el segundo año de esa buena preparación para la guerra no habían todavía bastantes armas para oficiales. Abajo de Kastornoye, en medio del humo del centeno en llamas y del calor de julio, fue tomado prisionero. Escapó, pero no pudo alcanzar su propia línea y fue apresado por segunda vez. Escapó de nuevo, pero en campo abierto fue tomado por tercera vez por un destacamento de paracaidistas (todas las veces sin armas).

Atravesó los canibalistas campos de Novograd-Volynsk y Chenstokhov, donde los prisioneros comían la corteza de los árboles, hierba, y a sus camaradas muertos. De tales campos los germanos de pronto lo llevaron a Berlín, y allí una persona (atento, pero bastardo) que hablaba hermosamente el ruso le preguntó si era posible que fuese él mismo Potapov qué había estado en Dneprostoi. ¿Podía él demostrarlo, dibujando, por ejemplo, el diagrama para el conmutador del generador de allí?

El diagrama ampliamente publicado en todas partes y Potapov, sin hesitar lo dibujó. Habló por sí mismo acerca de ello en su interrogatorio, aunque no se lo había obligado a hacerlo.

Lo que hizo fue calificado en su sumario de "descubrir los secretos de Dneproges".

Aunque el caso contra él no incluía otra prosecución: el ruso desconocido que había por estos medios verificados la identidad de Potapov, le propuso firmara una declaración de estar listo para reconstruir Dneproges —y que inmediatamente sería puesto en libertad— se le dará su ración de comida, dinero, y volvería a su propio y amado trabajo.

Cuando esta atrayente, hoja de papel fue puesta delante de él, un hondo pensamiento cruzó el arrugado rostro del robot. Sin golpear su pecho y sin proferir orgullosas palabras, sin pretender ejercer sus derechos de convertirse en un héroe póstumo de la Unión Soviética, modestamente replicó: —Pero ustedes deben comprender que he firmado un juramento. Y si firmo esto. ¿No habría una contradicción?

De este modo, con dulce y antiteatral manera, Potapov escogió la muerte sobre el bienestar. "Muy bien, respetamos sus convicciones", replicó el desconocido ruso y envió de nuevo a Potapov al campo de los caníbales.

Es por eso que el tribunal soviético no juzgó a Potapov y le dio solamente diez años. El ingeniero Markushex, por el contrario, firmó una declaración similar y se puso a trabajar para los germanos. Y la corte le dio los mismos diez años. Esa era la firma de Stalin; aquella ecuanimidad magnífica con amigos y enemigos que lo hacían único en toda la historia humana.

La corte no le aumentó la sentencia a Potapov por haber entrado a Berlín en 1945, en un tanque soviético con sus anteojos rotos y atados sosteniendo un fusil automático.

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