Y ahora su mujer estaba parada de manera tan molesta delante de él, mientras la gente en torno los miraba en silencio.
—No les está permitido usar "poste restante", le dijo en voz lo suficientemente alta como para que lo oyera solamente ella en el ruido del coche; —usted tiene que dar una dirección.
—¡Pero yo me voy! — los ojos de la mujer estaban trasformados por la animación—. ¡Me voy muy pronto! y no tengo dirección permanente.
Mentía a ojos vista.
Klimentiev pensó bajarse en la primera parada —y en el caso de que ella lo siguiera— explicarle a la entrada del subterráneo, donde siempre había menos gente, que esa molesta conversación era inadmisible.
La mujer del enemigo del pueblo parecía haber olvidado su irreparable culpa. Miraba fijo en los ojos al teniente coronel con una mirada seca, ardiente, suplicante, alucinada. Klimentiev estaba sorprendido con esa mirada. ¿Qué fuerza, se preguntaba a sí mismo, la obligaba tan terca y desesperadamente hacia una persona que no vería durante años y que sólo podía destruir toda su vida?
Me es muy necesario, aseguraba con ojos muy abiertos, que habían visto el titubeo en su cara.
Klimentiev recordó el papel que tenía en su caja fuerte de la prisión especial. Afirmando "El reforzamiento de la Retaguardia" se asestaba un nuevo golpe a los parientes que declinaban dar sus direcciones. El mayor Myshin había propuesto que el contenido del papel fuera anunciado a los prisioneros el lunes. Si esa mujer no veía a su marido mañana, si ella insistía en rehusarse a dar su dirección, no volvería a verlo en el futuro. Si él le hablara sobre la visita de mañana, ahora, aunque la notificación no hubiera sido formalmente enviada, y no hubiese sido registrada en el libro, ella podría venir a Lefortevo como por casualidad.
El tren se estaba deteniendo.
Todos aquellos pensamientos atravesaban veloces la cabeza del teniente coronel. Sabía que los mayores enemigos de los prisioneros eran los mismos prisioneros. Sabía que el mayor enemigo de cada mujer es la mujer misma. La gente no puede mantenerse callada ni siquiera para su propia salvación. Él ya había manifestado en el curso de su carrera, estúpida benignidad, algunas concesiones y nadie sabría nunca acerca de esto, pero aquellos que fueron favorecidos no supieron guardar el secreto.
No podía demostrar ningún ablandamiento.
Sin embargo, mientras el ronquido del tren aumentaba de volumen al aproximarse a la estación, y entrar en ella y a la vista de sus pálidos mármoles, Klimentiev dijo a la mujer: —Le es permitida la visita. Venga mañana a las 10 a. m. No dijo "Prisión Lefortevo", pues muchos pasajeros ya se apiñaban hacia las puertas parados alrededor de él. ¿Sabe usted donde queda la Pendiente de Lefortevo?
—¡Sí sé! ¡sé! — dijo la mujer asintiendo con gratitud.
Y ahora esos ojos antes secos se llenaron súbitamente de lágrimas.
Esquivando esas lágrimas, aquella gratitud y toda aquella insensatez, Klimentiev salió a la plataforma para cambiarse a otro tren.
Estaba sorprendido de lo que había dicho que haría y se sentía fastidiado consigo mismo.
El teniente coronel dejó a Nerzhin esperando en el corredor de la oficina principal del cuartel a causa de que Nerzhin era un prisionero insolente, que siempre trataba de buscar la manera de salirse de lo que era la ley.
El cálculo del teniente coronel era correcto: Nerzhin, después de estar parado un largo rato en el corredor, no solamente había abandonado toda esperanza de que se le concediese una visita, sino que, acostumbrado como estaba a toda clase de infortunios, esperaba que algo malo le ocurriese.
Por eso fue el más sorprendido al saber que dentro de una hora saldría para una visita. De acuerdo con el alto código de ética de los prisioneros, implantado por cada uno de ellos con el otro, se podía no demostrar alegría ni siquiera satisfacción, sino preguntar con indiferencia a qué hora exactamente se debía estar listo, para salir. Pero el cambio fue tan brusco y la felicidad tan intensa que Nerzhin no pudo contenerse, y, radiante de placer, agradeció al teniente coronel con calor.
El teniente coronel no movió un músculo de su cara.
Inmediatamente salió a impartir las órdenes detalladas a los guardias que estaban designados para la visita.
Las indicaciones incluían una serie de pormenores: recordarles la importancia y el absoluto secreto del "objetivo"; una explicación sobre la incorregibilidad de los criminales del estado que saldrían de visita hoy; su único y obcecado deseo de usar esta entrevista para trasmitir secretos de estado en su posesión a través de sus mujeres a los U.S.A. (los guardias no tenían siquiera una idea aproximada de quiénes estaban trabajando entre las paredes de los laboratorios, y era fácil llenarlos de terror sobre que un pedazo de papel, trasmitido desde Mavrino, pudiese destruir todo el país). Después seguía la lista de los posibles lugares secretos donde podían esconderse cosas: en ropas, zapatos y métodos conocidos de ellos. (Las ropas, incidentalmente, eran puestas en circulación una hora antes de las visitas, ropas especiales solamente para ser mostradas). Un período de preguntas y respuestas comprobaban si las instrucciones habían ido bien comprendidas.
Entonces, como último ítem, se daban varios ejemplos del desarrollo que las conversaciones podían tener, cómo se las debía escuchar y cortar si eran sobre algo que no fuese personal y familiar. El teniente coronel Klimentiev conocía los reglamentos y amaba el orden.
UN PERPLEJO ROBOT
En su apuro por ganar el dormitorio de la prisión, Nerzhin casi aplasta al teniente primero Nadelashin en el oscuro corredor. La ordinaria toallita tejida estaba todavía colgando de su cuello bajo su saco acolchado.
Por la asombrosa capacidad humana, todo había cambiado instantáneamente dentro de Nerzhin. Hacía cinco minutos mientras parado en el corredor esperaba, sus treinta años de vida le habían parecido una insignificante y dolorosa cadena de fracasos en la que no había tenido la fuerza de desenvolverse solo. El peor de estos fracasos le parecía ser su partida para la guerra, en seguida de su matrimonio, después su arresto, y la larga separación de su esposa. Claramente veía como una fatalidad, predestinado a ser pisoteado, el amor entre ellos.
Pero vino el anuncio de la visita a mediodía de hoy y sus treinta años de vida aparecieron bajo la luz de un nuevo sol: tensa como la cuerda de un arco; una vida lleva de significado en las cosas grandes y las pequeñas: una vida a grandes saltos de un éxito a otro, donde los pasos inesperados que lo conducían a su meta eran la partida hacia la guerra y su arresto, y la larga separación de su esposa. Visto desde afuera parecía una gran desdicha pero Nerzhin estaba feliz secretamente de su infelicidad. La bebía como agua de primavera. Aquí había aprendido a conocer la gente y los hechos como no hubiera podido en ninguna otra parte sobre la tierra. Y ciertamente no, en la callada, bien alimentada vida doméstica. Desde su juventud, Gleb Nerzhin había temido más que nada el estancamiento en la vida diaria. Cómo el proverbio decía: No es el mar el que te ahoga, es el charco.