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El teniente coronel procedió después a dar sus órdenes. Los guardias designados a acompañar a los prisioneros en sus días de visita se reunirían en el tercer cuarto para recibir instrucciones... Que se dejase a Nerzhin en el corredor entretanto. Nadelashin fue despedido.

Salió hecho pedazos. Sinceramente se arrepentía cada vez que oía a sus superiores. Reconocía la justicia de sus acusaciones y reprensiones y se prometía no repetir sus faltas. Pero su trabajo proseguía y de nuevo debía chocar contra la voluntad de docenas de prisioneros, todos presionándolo en diferentes direcciones, rogando cada uno su pedacito de libertad, que Nadelashin no podía rehusarles, esperando que esas cosas pasarían inadvertidas.

Klimentiev tomó su pluma y cruzó la nota "Árbol de Navidad" sobre el calendario de su escritorio. Había tomado su decisión ayer.

Nunca hubo "Árbol de Navidad" en las prisiones especiales. Klimentiev no pudo recordar tal milagro. Pero los prisioneros, aquellos que hacían peso, habían pedido con insistencia que hubiese un Árbol de Navidad aquel año. Y Klimentiev había comenzado a pensar: ¿Por qué razón, después de todo, no permitirlo? Era obvio que nada malo podía resultar de un árbol; no iba a haber un incendio —justamente aquí donde todos eran profesores de ingeniería eléctrica—. Y era muy importante que en vísperas de Año Nuevo, cuando todos los empleados libres salían para disfrutar de un tiempo feliz en Moscú, se les concediera algo moderado aquí también. Sabía que las vísperas de fiesta eran las más difíciles para los prisioneros; siempre había alguno capaz de hacer algo desesperado o insensato. Por eso la noche antes había telefoneado a la administración de la prisión —a la que estaba directamente subordinado— y había discutido el Árbol de Navidad. Existía una prohibición en las leyes de la prisión sobre los instrumentos musicales, pero no pudieron encontrar nada acerca de los árboles de Año Nuevo. Por lo tanto, no lo aprobaban oficialmente, ni lo prohibían formalmente. Largos e infalibles servicios dejaban constancia y otorgaban autoridad a los actos del teniente coronel Klimentiev. Klimentiev ya había decidido esa noche, en la escalera del subterráneo, camino de su casa, permitir de una vez por todas, que hubiese Árbol de Navidad.

Entrando en el subterráneo había pensado en sí mismo con satisfacción; después de todo, era inteligente, una persona de negocios y no un cerrado burocrático; más aún, una persona bondadosa; los prisioneros nunca apreciarían esto ni sabrían quién había deseado permitirles el árbol de Año Nuevo y quién no.

Por alguna razón Klimentiev se sintió tan bueno acerca de su decisión que se olvidó de abrirse camino con los otros moscovitas y tuvo que tomar justo el último coche antes de que se cerraran las puertas automáticas. No intentó abalanzarse a ningún asiento sino que se tomó de la agarradera niquelada y se puso a reflexionar sobre su imagen reflejada en los gratos vidrios de la ventanilla contra la oscuridad del túnel que hacían pedazos los interminables tubos y cables. Después su mirada se trasladó a una joven sentada cerca. Estaba vestida cuidadosamente pero sin lujo, con un saco negro imitando caracul y un gorro del mismo material. Una pequeña y repleta valija necesaire estaba sobre sus rodillas. Mirándola, Klimentiev pensó que tenía un rostro agradable, pero cansado y una mirada poco común en una mujer joven, falta de interés en todo cuanto la rodeaba.

En ese mismo momento la mujer lo miró, y sus miradas se cruzaron sin expresión por el tiempo exacto en que pueden dos pasajeros mirarse uno al otro. En ese instante la mirada de la mujer se volvió alerta, como si una pregunta inquietante e incierta la atravesara. Klimentiev trató de ubicar esa cara como asunto de rutina profesional; recordó de quién era, y fue incapaz de ocultar el hecho de que la reconociese. Ella se dio cuenta de su duda y evidentemente vio confirmada la suya.

Era la mujer del prisionero Nerzhin. Klimentiev la había visto durante su visita a la prisión de Taganka.

Ella frunció el entrecejo, apartó los ojos, y de nuevo los volvió a Klimentiev. Él hizo como que miraba fijo dentro del túnel, pero con el rabo del ojo sentía que ella lo observaba. De pronto, dejó su asiento con determinación y vino hacia él, que se vio forzado a hacerle frente.

A pesar de haberse levantado con tanta decisión, después de hacerlo perdió su desenvoltura y el equilibrio relativo con que dentro de un subterráneo se viaja con un pesado maletín; parecía quererle ofrecer su asiento. Sobre ella pesaba el desdichado destino de todas las mujeres de presos políticos. Es decir, las esposas, de los enemigos del pueblo. No importaba a quién ellas suplicasen, adonde pudiesen ir, una vez que su desgraciado matrimonio se conocía, era como si arrastrasen detrás de ellas la imborrable vergüenza de los maridos. A los ojos de cada uno parecían compartir la carga de vergüenza de las negras maldades de aquél a quien alguna vez confiaron su destino. Las mujeres comenzaban a sentir que eran realmente culpables, cosa que sus maridos — los enemigos del pueblo— acostumbrados a la situación, no sentían.

Parada junto a él, de manera que pudiera oír sus palabras, a pesar del ruido del tren, la mujer le preguntó: —camarada teniente coronel ¡perdóneme! ¿es usted... superior de mi marido? ¿o me equivoco?

Durante sus muchos años de servicio como oficial de la prisión toda clase de mujeres se habían parado delante de él, sin que viera nada de particular en sus apariencias tímidas y obsecuentes. Pero aquí en el subterráneo, aunque ella hablaba con mucho cuidado, esta mujer rogando delante de él, ante los ojos de todos, resultaba impropio.

—¿Usted... por qué se ha puesto de pie? Siéntese, siéntese, le dijo confundido, tratando de tomarla por el codo para hacerla sentar.

—No, no, esto no tiene importancia, dijo la mujer, apartándose algo y mirando al teniente coronel con insistente mirada, casi fanática. — ¡Dígame porque no han habido visitas en todo un año! ¿Por qué no puedo verlo? ¡Cuándo podré? ¡Dígamelo!

Era como si un grano de arena hubiese golpeado otro grano de arena a cuarenta pasos. La semana antes, la administración de la prisión del M.G.B. había enviado el permiso al zek Nerzhin, entre otros, para visitar a su mujer el domingo, 25 de diciembre de 1949, en la prisión Lefortevo. Pero junto con este permiso llegó el anuncio de la prohibición de enviar el aviso a "poste restante" como lo pidió el recluso.

Nerzhin había sido llamado en su momento y se le había preguntado acerca de la verdadera dirección de su mujer.

Murmuró que no la conocía. Klimentiev estaba bien aleccionado sobre los estatutos de la prisión para no revelar nunca la verdad a los prisioneros y no esperaba mayor honestidad de ellos. Nerzhin desde luego, conocía la dirección de su mujer, pero no quería decirla, y era claro que no quería decirla por la misma razón que la administración de la prisión no permitía el envío a "poste restante". Los anuncios de las visitas próximas se hacían por tarjetas postales: "Le ha sido permitido una visita con su marido en tal y tal prisión". No sólo eso sino que la dirección de la esposa se registraba en M.G.B. El ministerio hacía cuanto podía para que tan pocas mujeres como fuese posible pudieran obtener aquellas tarjetas; los vecinos debían estar al tanto de cuanto se refería a las mujeres de los enemigos del pueblo; tales mujeres debían quedar en descubierto, aisladas, de la opinión sana de la población que las rodeaba, que era precisamente lo que las esposas temían. La mujer de Nerzhin hasta usaba un nombre diferente últimamente. Obviamente se ocultaba de la M.G.B., Klimentiev le había dicho a Nerzhin en su momento que eso quería decir que no habría visita. Y no envió el anuncio.

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