Se trataba de dos prisioneros del "Varanov" que se trasladaban no separados sino juntos por alguna razón especial. Al principio Nadelashin no escuchaba lo que ellos hablaban a causa del ruido del motor. Pero algo anduvo mal en él y el conductor tuvo que salir por un rato dejando al oficial sentado al frente. Nadelashin pudo oír entonces la tranquila conversación de los prisioneros a través de las rendijas de la puerta de atrás. Reñían a propósito de deliberar sobre el gobierno y el zar, pero no del actual gobierno ni de Stalin. Discutían sobre Pedro el Grande.;Qué había hecho él con ellos? Lo estaban criticando de todas las formas posibles. Uno de ellos lo criticaba, entre otras cosas, por haber eliminado el traje nacional privando a la gente de individualidad. Enumeraban en detalle, con un conocimiento extraordinario del tema, qué ropas usaban, qué apariencia tenían y en qué circunstancia se las ponían. Decían, que todavía ahora no era tarde para revivir ciertas vestimentas, que podrían todavía ser deseables y confortables combinados con las ropas actuales, sin copiar ciegamente a París. El otro prisionero bromeó —cómo podían bromear todavía— que para esto se necesitarían dos hombres: un sastre brillante capaz de ordenar el conjunto y un tenor de moda que se fotografiara luciéndolo. De tal modo pronto toda Rusia lo adoptaría.
La conversación era particularmente interesante para Nadelashin puesto que el oficio de sastre era todavía su pasión secreta. Después de sus períodos de tarea en los corredores supercargados de locuras, se calmaba con el ruido de las telas, la suave flexibilidad de los pliegues, la bondad de este trabajo.
Cosía ropas para sus hijos, cortaba vestidos para su mujer, trajes para él. Pero lo guardaba en secreto.
El oficio de sastre era considerado una ocupación inconveniente dentro del servicio militar.
LA TAREA DEL TENIENTE CORONEL
El teniente coronel Klimentiev tenía el cabello lacio, negro y brillante como ala de cuervo, que llevaba alisado con raya a un lado; su bigote redondeado parecía tratado con pomada. No le había crecido barriga, y a los cuarenta y cinco se mantenía como un joven, bien plantado militar. Nunca sonreía mientras estaba en su trabajo, lo que intensificaba el sombrío malhumor del rostro.
A pesar de ser domingo llegó más temprano de lo usual. Cortó a través del patio de ejercicios mientras los prisioneros se paseaban alrededor, pescó la infracción con una sola ojeada. Pera como hubiera sido inferior a su rango el interferir, entró en los cuarteles del edificio y, todavía sobre los peldaños, ordenó a Nadelashin que llamase al prisionero Nerzhin y que volviese después. Al cruzar el patio, el teniente coronel había notado que algunos prisioneros habían intentado alejarse con rapidez mientras otros lentamente se daban vuelta para no tener que saludarlo. Klimentiev observaba fríamente, pero no estaba ofendido. Sabía que eso era sugerido solamente en parte por desagrado hacia su posición, pero mucho más por la timidez entre los camaradas, el miedo de aparecer servil. Casi todos los prisioneros se conducían amigablemente cuando eran llamados solos a su oficina. Algunos hasta trataban de ganar su favor. Habían diferentes clases de gente detrás de las rejas, de distinto valor. Hacía mucho que Klimentiev se había dado cuenta de ello. Respetando su orgullo insistía invariablemente sobre su derecho de ser estricto. Pensaba que una prisión, no se podía manejar con una disciplina deteriorada sino que exigía un racional orden militar.
Abrió su oficina, que estaba caliente. Los radiadores exhalaban un desagradable olor a pintura quemada. El teniente coronel abrió las ventanas, se quitó el sobretodo, se sentó engrillado en su chaqueta y examinó la superficie de su escritorio. La hoja de sábado de su calendario no había sido dada vuelta, y una nota estaba escrita sobre ella:
—¿Árbol de Navidad?
Desde su oficina semivacía, donde los únicos instrumentos de producción eran un armario de hierro que contenía el prontuario de los prisioneros, una media docena de sillas, un teléfono y un timbre, el teniente coronel Klimentiev sin ningún elemento a la vista —supervisaba el visible movimiento de 281 vidas y el servicio de 50 guardias.
A pesar de haber llegado en día domingo —a cambio de lo cual tendría un día libre durante la semana— y de haber llegado media hora antes, Klimentiev no perdió su acostumbrada ecuanimidad y control.
El teniente primero Nadelashin estaba parado angustiado frente a él. Un disco rojo aparecía en cada una de sus mejillas. Se sentía temeroso del teniente coronel, aun cuando Klimentiev ignoraba sus múltiples errores en su legajo personal. Ridículo, con su cara redonda, para nada de corte militar, Nadelashin inútilmente trataba de estar "firme".
Informó que aquella noche de labor todo había trascurrido en perfecto orden, sin violaciones del reglamento, salvo dos incidentes extraordinarios. Sobre uno de ellos tenía redactado un informe. Puso éste sobre un rincón del escritorio, que se deslizó resbalando bajo los intrincados arcos de una silla distante. Nadelashin corrió tras él y lo volvió a poner sobre el escritorio. El segundo incidente extraordinario era la citación de los prisioneros Bobynin y Pryanchikov al ministerio de Seguridad del Estado.
El teniente coronel frunció sus cejas y preguntó detalles acerca de las circunstancias de la citación y del retorno de los prisioneros. La nueva, era desde luego desagradable y alarmante. Ser la cabeza de la prisión especial era estar sentado siempre sobre la boca de un volcán, justo siempre bajo la nariz del ministro. Este no era campo alejado en el bosque, donde el jefe podía tener un harén y un bufón y llevar a cabo sus sentencias como un señor feudal. Aquí había que observar la carta de la ley, marchar sobre la cuerda floja de las regulaciones, y no dar escape a una gota de fastidio personal o de clemencia. Pero esa era la clase de persona que era Klimentiev de todos modos. No pensaba que Bobynin ni Pryanchikov la noche anterior hubiesen encontrado nada ilegal de qué quejarse acerca del comportamiento de él. Como resultado de su larga experiencia en el servicio, no temía ser calumniado por los prisioneros. La calumnia vendría más fácilmente de sus colegas.
Dio una ojeada al informe de Nadelashin y se dio cuenta de que toda la cosa carecía de sentido. Conservaba a Nadelashin justamente porque era letrado y cumplidor.
¡Pero cuántos defectos tenía! Él teniente coronel comenzó a reprenderlo. Recordaba en detalle qué omisiones habían habido en el curso de su pasado período de tarea. Se había soltado a los zeks para el trabajo matinal dos minutos más tarde; muchos de sus camastros estaban mal tendidos; Nadelashin había fallado en demostrar la debida firmeza al no hacer volver a estos prisioneros y ordenarles que rehicieran sus lechos. Ya se le había hablado sobre esto en su momento. Pero no importaba cuan a menudo uno hablara a Nadelashin; era como golpear la cabeza contra una piedra. ¿Y qué había ocurrido durante el período de ejercicios de la mañana? El joven Doronin había estado parado sobre el límite mismo del área de ejercicio, mirando fijamente el área de más allá, hacia afuera del invernáculo, que después de todo era un área de quebrada tierra, con una pequeña pendiente, muy conveniente para huir. Y la sentencia de Doronin era de veinticinco años; en sus antecedentes se incluía falsificación de documentos, fue buscado por la policía dos años. Nadie en el destacamento le había dicho a Doronin que siguiese su ronda sin detenerse. ¿Y adonde había ido Gerasimovich? Había salido como si nada en dirección a la tienda de máquinas detrás de los tilos. ¿Y cuál era el crimen de Gerasimovich? Gerasimovich estaba en su segundo término —había sido mandado a la cárcel por el artículo 58, IA, Sección 19—. En otras palabras, intento de traición a la patria. No había llegado es verdad a cometerla, pero había sido incapaz de probar que cuando llegó a Leningrado durante los primeros días de la guerra, no era para esperar ahí a los alemanes. ¿Había olvidado Nadelashin que era obligatorio estudiar y conocer a los prisioneros, ya fuera por observación directa o por sus fichas personales? Finalmente, ¿qué clase de apariencia ofrecía el mismo Nadelashin? Su camisa de campo no estaba tirante —Nadelashin la estiró hacia abajo—. La estrella de su gorro, estaba torcida —Nadelashin la corrigió—. Saludaba como una mujer campesina. No era de extrañar, pues, que los prisioneros hicieran sus lechos incorrectamente cuando Nadelashin estaba de servicio. Camas mal hechas eran una brecha peligrosa en la disciplina de una prisión. Camas mal hechas hoy y mañana se rehusarían a trabajar.