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En ese punto Bobynin y Pryanchikov, que habían regresado juntos y en el mismo coche, se rehusaron a contar nada al mayor y se fueron a dormir. Despechado y aún más alarmado, el mayor regresó a su casa en ese mismo coche, para no caminar. Los autobuses no corrían ya a esa hora.

Los guardias que estaban libres renegaban contra el mayor y se preparaban para irse a dormir; Nadelashin también deseaba hacerlo, pero no le estaba destinado eso. El teléfono sonó. El llamado venía de la sala de guardia exterior, los responsables de las torres de vigilancia que rodeaban al instituto de Mavrino. Los jefes de vigilancia informaron con inquietud que desde la torre de guardia ubicada en la esquina sudeste, se había telefoneado diciendo que parecía haberse visto claramente a alguien escondido entre los arbustos en medio de la niebla, arrastrándose hacia el alambrado de púa que rodeaba el contorno, quien, asustado por la alarma del guardia, había corrido hacia dentro, al fondo del patio.

El jefe de vigilancia informó que inmediatamente alarmaría a los cuarteles del regimiento y escribió un informe sobre el extraordinario incidente; entretanto pidió al oficial de turno de la prisión especial que revisara el patio.

Aunque Nadelashin estaba firmemente convencido que la guardia había visto visiones, que los prisioneros estaban seguros bajo llave detrás de las puertas de acero y de las viejas y gruesas paredes de cuatro ladrillos, el hecho de que el jefe de guardia hubiese escrito un informe exigía de su parte una actitud enérgica y otro correspondiente informe. Despertó por lo tanto a la guardia que dormía, haciendo sonar la alarma y los condujo con su linterna "murciélago" a través del gran patio cubierto de espesa niebla. Una vez hecho esto recorrió todas las celdas. No quiso encender las luces blancas —para que no hubieran quejas— pero como no podía ver suficientemente bien la luz azul, se golpeó fuertemente la rodilla contra la esquina de una litera. Finalmente verificó por cabeza a cada prisionero al rayo de luz de su linterna, y contó 281.

Regresó entonces a la oficina y escribió con letra clara y pulso firme que revelaban la limpieza de su ser interior, un informe de lo que había tenido lugar, dirigido al teniente coronel Klimentiev, jefe de la prisión especial.

Entretanto se hizo de mañana. Hora de revisar la cocina, abrir los gabinetes y sonar el despertador.

Esta fue la manera en que el teniente primero Nadelashin pasó su noche, y tenía razón de sobra para decir a Nerzhin que no comía su pan regalado. Nadelashin estaba bien sobre los treinta, aunque parecía más joven a causa de la frescura de su limpio rostro imberbe.

El padre de Nadelashin y su abuelo habían sido sastres, no de hechura de categoría sino para gente de modestos medios. Daban vuelta la ropa con buena voluntad, la acomodaban y cuando se lo requerían, lo hacían mientras el interesado esperaba. Desearon que el muchacho siguiera sus pasos. Desde la niñez le había sentado este trabajo fácil y gentil para el que ellos lo preparaban haciéndole ver cómo se hacían las cosas y ayudar en ellas. Pero de pronto se puso fin a la Nueva Política Económica. A su padre se le asignó un impuesto: lo pagó. Dos días después de eso, con total desenvoltura se le asignó uno más, y otro triple impuesto. Su padre hizo pedazos la licencia, quitó el anuncio y se puso a trabajar en una fábrica. El hijo pronto fue incorporado al ejército. Y de allí ingresó en el cuerpo de M.V.D. Después fue trasladado a la prisión.

No servía con brillo. En el curso de catorce años de servicio otros guardias, tres o cinco camaradas de ellos, lo sobrepasaron uno después del otro. Algunos ascendieron a capitán, mientras él sólo había recibido su comisión y su única estrella un mes atrás, y así mismo, apenas.

Nadelashin comprendía mucho más de lo que nunca hablaba. Comprendía, por ejemplo, que muchos de los prisioneros, que no tenían derechos humanos, pertenecían a un nivel muy superior al suyo. Además de esto, imaginando a los otros de acuerdo a su propia imagen. Nadelashin no podía descubrir en los prisioneros sanguinarios criminales de acuerdo a como eran descriptos en las sesiones de adoctrinamiento político.

Con mucha más exactitud de lo que recordaba la definición de trabajo del curso de física de su escuela de trabajo, recordaba cada curvatura de los cinco corredores del Gran Lubyanka y el interior de cada una de sus 110 celdas. De acuerdo a los reglamentos de Lubyanka, los guardias cambiaban cada dos horas, yendo de una parte del corredor a la otra, como precaución para que no llegaran a conocer a los prisioneros, de manera de no ser influidos o sobornados por ellos. (Los guardias estaban muy bien pagados)._Se suponía que cada guardia miraba los calabozos cada tres minutos. Nadelashin, con su excepcional memoria fisonómica, sentía que podía recordar a cada prisionero desde que comenzó su servicio de prisión en 1935 a 1947, cuando fue trasferido a Mavrino. Había allí líderes famosos, lo mismo que oficiales ordinarios del frente, como Nerzhin. Pensaba que podía reconocer a cualquiera de ellos en la calle con cualquier clase de ropa, con la sola excepción de que nunca los encontraría en la calle.

Porque no había regreso de aquelmundo a este mundo. Solamente aquí en Mavrino era donde él encontró algunos de sus viejos reclusos —obviamente sin permitir que ellos se dieran cuenta de que los reconocía—. Los recordaba entumecidos por el insomnio forzoso en los boxes de un metro cuadrado bajo la luz enceguecedora; cortando con un hilo su ración de cuatrocientos gramos de pan medio crudo; enterrados en los hermosos libros que abundaban en la prisión; saliendo en fila de a uno a lavarse; con las manos a la espalda cuando eran llamados para los interrogatorios; enfrascados en conversaciones que se hacían más animadas en la media hora antes de irse a dormir; echados bajo la luz brillante o en las noches de invierno, con las manos fuera de las cobijas envueltas en una toalla para abrigarlas; el reglamento obligaba que a quien tuviera las manos bajo las cobijas se lo despertara y se lo obligara a sacarlas fuera.

Más que nada, a Nadelashin le gustaba escuchar las discusiones y las conversaciones de los profesores, académicos de barbas grises, sacerdotes, antiguos bolcheviques, generales y extranjeros cómicos. Era su deber escucharlos, pero lo hacía, también, por su sola satisfacción. Hubiera preferido escuchar esas historias desde el principio hasta el fin: cómo algunos habían vivido previamente y por qué habían sido arrestados. Pero por culpa de sus obligaciones nunca podía. Lo asombraba que en los meses de horror en que se quebraban sus vidas, se decidían sus destinos, aquellas gentes encontrasen coraje para no hablar de sus sufrimientos sino acerca de cualquier cosa que les pasase por la mente: artistas italianos, las costumbres de las abejas, la caza de lobos, cómo un tipo Le Corbousier construye casas aunque no construía para ellos.

Una vez se le ocurrió a Nadelashin oír una conversación que le interesó especialmente. Sentado en la parte de atrás de un coche celular "Varanok", acompañaba a dos prisioneros encerrados dentro bajo llave. Se los trasportaba de Bolshaya Lubyanka a Sukhanov "dacha" como se lo llamaba —una endiablada prisión fuera de Moscú— de donde muchos iban a la tumba, otros al manicomio y muy pocos retornaban a Lubyanka. Nadelashin no había trabajado nunca allí, pero sabía que la comida era administrada con tortura refinada. No se les daba a los prisioneros el alimento ordinario, la comida pesada, de cualquier otra parte, sino que se les daba una alimentación sabrosa, ligera, de sanatorio. La tortura estaba en las porciones. Medio platillo de caldo, una octava parte de albóndiga, dos tiritas de papas fritas. Esto no los alimentaba —solamente les recordaba lo que habían perdido—. Era mucho más desesperante que un bol de sopa aguada, y los ayudaba a perder la razón.

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