El segundo fue Altynnov. No era un científico famoso, sino simplemente un hombre de empresa. Después de su primer término se había mostrado reticente, caviloso, con la desconfianza cerril típica de la tribu de los detenidos. Tan pronto como el Decreto "Reforzamiento de la Retaguardia" comenzó a hacer sus primeras barridas por los barrios, que formaban anillo en torno de la capital, Altynnov simuló desarreglos cardíacos y fue admitido en una clínica de enfermedades del corazón. Lo simuló tan de verdad y por tan largo tiempo que los médicos no tuvieron más esperanza de salvarlo. Sus amigos cesaron sus cuchicheos, comprendiendo que su corazón gastado por tantos años de astucia, simplemente no daba más.
De este modo, Yakonov, ya predestinado desde el año anterior por haber sido un zek, estaba ahora doblemente sentenciado como saboteador.
La fosa llamaba a sus hijos de regreso.
Yakonov hizo su camino hacia arriba del lote libre, sin darse cuenta de dónde iba, ni notar la pendiente. Finalmente, falto de aliento tuvo que detenerse. Sus piernas estaban cansadas, sus tobillos tensos de hacer fuerza por lo desigual del suelo.
Desde el alto lugar que había escalado, miró entonces en torno de él, con ojos que recién percibían lo que miraban, y trató de hacer cuentas acerca de dónde estaba.
En la hora desde que dejó su coche, la noche se había vuelto mucho más fría; y casi había pasado. La niebla desaparecía. El suelo bajo sus pies estaba salpicado de pedazos de ladrillos y vidrios rotos, había un galpón o una casilla inclinada cerca de él. Más abajo estaba la valla a lo largo de la cual había caminado rodeando la gran área donde las construcciones no habían sido iniciadas. Aunque no nevaba, todo aparecía blancuzco por la escarcha.
Aquella colina tan próxima al centro de la capital, sugería una extraña desolación. Blancos peldaños ascendían, siete primero; después se detenían para recomenzar.
Algún sombrío recuerdo hizo temblar a Yakonov a la vista de esos peldaños blancos sobre la colina. Perplejo ascendió entonces por ellas, luego por el montículo de escoria asentada, y otra vez por los peldaños, hacia adelante. Ellos conducían a una construcción, confusamente delineada en la oscuridad, una construcción de forma extraña, que parecía en ruinas y al mismo tiempo entera. ¿Eran ruinas de los bombardeos? Pero no habían quedado tales ruinas en Moscú. Otras fuerzas las habían visitado en aquel lugar. ¿Qué otra fuerza los llevó a este estado de destrucción?
Un descanso de piedra separaba cada tramo. Y ahora unos grandes fragmentos obstruían la subida. Los peldaños llevaban a un edificio en pendiente como la entrada de una iglesia.
Terminaban allí en las puertas de hierro, cerradas, completamente hundidas hasta lo hondo como por una costra de pedrogrullo.
¡Ahora sí! El recuerdo atravesó a Yakonov como un relámpago. Miró alrededor. El río, la línea ondulante de las luces, herían desde muy abajo, esta extraña franja familiar que desaparecía bajo el puente para proseguir más allá hacia el Kremlin.
¿Y el campanario? No estaba. ¿Y aquella columna de piedra?; ¿qué había quedado de todo aquello?
Los ojos grises de Yakonov se agrandaron. Miró de soslayo. Se sentó lentamente sobre los fragmentos de piedra que se amontonaban en desorden delante del pórtico.
Veintidós años antes, él se había sentado en ese mismo lugar con una joven llamada Agniya.
LA IGLESIA DEL MÁRTIR NIKITA
Pronunció en voz alta su nombre —Agniya— fue como una bocanada de aire fresco, sensaciones olvidadas desde hacía mucho tiempo, que habían conmovido en mitad de su edad su cuerpo bien alimentado.
Tenía veintiséis años y ella veintiuno.
Esta muchacha parecía no pertenecer a esta tierra. Fue su desgracia ser superior y exigente en grado mayor al que permite al hombre vivir. A veces sus cejas y las ventanas de su nariz latían como alas al hablar. Nadie se había dirigido nunca tan severamente a Yakonov, nadie, le había vituperado más duramente por actos que a él le parecían comunes, y que ella, asombrosamente, consideraba bajos e inferiores. Y cuanto más defectos hallaba en Antón, más se ligaba él a ella. Era algo muy extraño. Solamente se le podía discutir con gran cautela. Era tan frágil que podía quedar exhausta con sólo escalar una colina, una carrera, y hasta con una conversación animada. Era fácil ofenderla.
No obstante encontraba fuerzas para caminar por el bosque día a día aunque, cosa bastante curiosa, aquella muchacha de ciudad nunca llevaba consigo libros. Los libros la hubieran distraído de la floresta. Ella simplemente vagaba por allí, y se quedaba sentada estudiando los secretos del bosque. Cuando Antón la acompañaba, se sentía ensimismado ante sus observaciones: —¿por qué la vara de abedul se inclinaba hacia la tierra? ¿por qué en el bosque las hojas cambiaban de color al caer la tarde?— Por sí solo no se daba cuenta de estas cosas; el bosque era el bosque, el aire era delicioso y allí todas las cosas eran verdes. Ella evitaba siempre describir la naturaleza a la manera de Turgueniev, cuya superficialidad la ofendía.
—Arroyo del bosque —así la llamaba Yakonov en el verano de 1927, que pasaron en las villas vecinas. Salían y regresaban juntos y todos los tomaban por novios.
Pero las cosas sucedieron de manera muy diferente.
Agniya no era ni linda ni fea. Su rostro era cambiante: podía mostrarse encantadora y sonriente, o podía estar con la cara larga, cansada, inatractiva. Era más alta de lo común, esbelta y frágil; su andar era tan ágil que parecía que no tocaba la tierra casi. Y aunque Antón tenía ya experiencia, y valoraba la carne en el cuerpo de una mujer, Agniya lo atraía con algo diferente, no con su cuerpo. Y estaba seguro que también podía gustarle como mujer, que ella florecería.
Pero, en tanto que se mostraba contenta de pasar los largos días de verano con Antón, caminando sonriente, millas en lo más hondo del bosque, echándose a su lado sobre la hierba, solamente con violencia le dejó que tomara su brazo. Cuando él lo hizo le preguntó:
—¿Y esto por qué? — y trató de desasirse. Y no era porque la embarazasen la presencia de otras gentes, porque cuando se aproximaban a un grupo, como concesión a su vanidad, caminaba complaciente del brazo de él. Diciéndose a sí misma que estaba enamorado, un día decidió confesarle su amor, cayendo a sus pies sobre la hierba. — ¡Qué tristeza! — dijo ella—, siento que te voy a decepcionar. No puedo contestarte. Yo no siento nada. Es por eso que no deseo seguir viviendo. Eres inteligente y maravilloso, y sería feliz, pero no deseo vivir.
Habló de este modo pero, cada mañana lo esperaba mirando cuidadosamente si se producía algún cambio en su rostro o en su actitud.
Habló de este modo, pero dijo cosas distintas también: —Hay un montón de muchachas en Moscú. En el otoño encontrarás una que sea hermosa, y dejarás de sentirte enamorado de mí.