El "Pobeda" se detuvo. Levantando las puntas de su grueso saco de piel mientras salía dijo al conductor: —Sí, hermano, vaya a su casa a dormir. Yo llegaré a la mía solo.
A veces llamaba "hermano" al conductor, pero había tal acento en su voz que esta vez parecía que le estuviera diciendo adiós para siempre.
Una sábana de niebla cubría el río Moscú desde la punta del muelle. Sin abotonarse el saco, y con su alto gorro de coronel echado a un lado, Yakonov, resbalando, siguió su camino por el muelle.
El conductor deseó llamarlo, seguir junto a él, pero pensó para sí. Con un rango como el suyo no irá sin duda a tirarse al río. Se dio vuelta y se dirigió a su casa.
Yakonov bajó por un largo ensanche del muelle donde no hay intersecciones de calles, una especie de juntura de madera sin fin a su izquierda, con el río a su derecha. Caminó en medio del asfalto, con la vista fija en las luces distantes de la calle. Cuando se hubo alejado una cierta distancia, sintió que su solitario paseo fúnebre le estaba dando la simple satisfacción que no había experimentado en mucho tiempo.
Cuando fue citado por segunda vez por el ministro, la situación ya no tenía remedio. Sintió como si el universo se le hubiera desplomado. Abakumov se había enfurecido como una bestia enloquecida. Lo había golpeado en los pies, persiguiéndole por toda la pieza, insultándole, escupiéndole, extraviado, y, con toda la intención de hacerlo sufrir, golpeó a Yakonov en su suave y blanca nariz, que comenzó a sangrar.
Había declarado que Sevastyanov sería degradado de su rango al de teniente y enviado a los bosques del Ártico. Rebajó a Oskólupov a guardia ordinario de nuevo, para servir en la cárcel de Butyrskaya, donde había iniciado su carrera en 1925. Y Yakonov, por engaño y sabotaje, sería arrestado y enviado con over-hallazul al TAREA SIETE bajo órdenes de Bobynin, para trabajar en el interruptor con sus propias manos.
Entonces, tomando aliento, le dio otra oportunidad, la última: 22 de enero, el día del funeral de Lenin.
La grande insípida oficina oscilaba ante los ojos de Yakonov. Trató de secar su nariz con un pañuelo. Permaneciendo en pie, indefenso ante Abakumov, pensando en los tres seres humanos con quienes solía pasar no más de una hora al día, pero por quienes había trepado y luchado y agradado al dictador durante todo el resto de sus horas de vigilia: sus dos hijos, de ocho y nueve años, y su mujer, Varyusha, lo más querido para él porque tan tarde se había casado con ella. A la edad de treinta y seis años, justo enseguida de abandonar el lugar adonde el puño de acero del ministro acababa de enviarlo de nuevo.
Entonces Sevastyanov llevó a Oskolupov y a Yakonov a su oficina y los amenazó con ponerlos detrás de rejas; él no toleraría ser rebajado y enviado al Ártico.
Después de esto fue Oskolupov quién se llevó a Yakonov a su oficina y allí estableció con perfecta claridad que había conectado por fin la pasada prisión de Yakonov con su sabotaje actual.
Yakonov se acercó a la alta baranda del puente a través del río Moscú. No intentó dar la vuelta ni trepar a él, sino que caminó por debajo a través de un viaducto por dónde estaba patrullando un policía.
Sospechoso, el policía contemplaba al extraño borracho con anteojos y alto gorro de piel de coronel.
Era el lugar donde el río Yauza se derrama en el Moscú. Yakonov cruzó el puente bajo, tratando de darse cuenta dónde estaba.
Un juego mortal había comenzado, y su fin estaba próximo. Yakonov lo sabía, sentía ya, aquel insensato, insoportable empuje de cuando la gente está cansada y enloquecida por la arbitrariedad, crispada, en el límite de lo imposible. Fue un estrujón... más fuerte... más... más todavía... un ascenso extra... una labor competitiva... llenar una meta más rápido... Cuando las cosas se hacen de esta manera, las casas no se tienen en pie, los puentes saltan, las construcciones se derrumban, la cosecha se pudre, raíces podridas o las semillas crecen del todo. Pero hasta que no asoma la gran verdad de que no se puede pedir el superhombre a un ser humano, aquellos atrapados en el vértigo no tienen más remedio que seguir en él a menos de caer enfermos, cogidos y heridos en el engranaje, tener un accidente e ir entonces al hospital o al sanatorio.
Siempre, hasta ahora, Yakonov se había arreglado para trepar con agilidad librándose de las situaciones irrevocablemente fracasadas por el apresuramiento dentro de otras que fueran más calmas y más asentadas en las etapas tempranas.
Pero esta vez, esta única vez, sintió que no podía salir. Resultaba imposible apurar de esta manera la instalación del teléfono secreto. No había escapatoria alguna.
Era muy tarde para declararse enfermo.
Estaba parado cerca de la baranda y miraba abajo. La neblina estaba sobre el hielo, sin ocultarlo, directamente debajo de donde éste se derretía; Yakonov podía ver el agujero negro del agua que se movía.
La fosa oscura del pasado —la prisión, abierta de nuevo delante de él— lo atraía.
Yakonov consideraba los seis años que había pasado allí una desgracia enloquecedora, una plaga, una vergüenza, el mayor fracaso de su vida.
Hecho prisionero en 1932 cuando era un joven ingeniero en radio, que había sido enviado por dos veces a un puesto en el extranjero (fue por causa de esos nombramientos en el extranjero que lo habían arrestado).
Estuvo entre los primeros zeks, quienes de acuerdo con el concepto de Dante componían una de las primeras sharashkas.
¡Cómo deseaba olvidar su prisión pasada! Y hacer que otros lo olvidaran, además. Y hacer que el destino lo olvidara. Cómo se había mantenido lejos de quienes le recordaran aquel tiempo desdichado, que lo había conocido como un prisionero.
Bruscamente retrocedió, cortó a través del muelle y comenzó a trepar el risco cuesta arriba. Un buen trecho de riel orillaba la valla del proyecto de otra nueva construcción; estaba acolchonado con hielo pero no era muy resbaladizo.
Solamente el fichero central de la MGB sabía ahora y entonces que los ex-zeks se ocultaban en uniformes MGB. Dos, además de Yakonov, estaban en el Instituto Mavrino.
Yakonov cuidadosamente los evitaba, tratando de no mantener conversación con ellos, excepto en cosas de trabajo y nunca se quedaba con ellos solo en la oficina, para que nadie se hiciese una falsa idea.
Uno de ellos —Kmyazhmetsky, un químico, profesor de setenta años, estudiante favorito de Mendeleyev— había completado su término de diez años. Entonces y en vista de una larga lista de méritos científicos, fue enviado a Mavrino como empleado libre y trabajó allí durante tres años después de la guerra, hasta que el latigazo del silbante decreto de "Reforzamiento de la Retaguardia" lo derribó. Una vez, a la tarde, fue citado por teléfono ante el ministro y no regresó. Yakonov lo recordaba descendiendo las escaleras alfombradas de rojo del instituto, moviendo su plateada cabeza temblorosa, sin comprender todavía por qué lo citaban por "media hora". Mientras detrás de él, en lo alto de la galería que llevaba a la escalera, un oficial de seguridad de la Shikin se valía de su cortaplumas para arrancar la fotografía de la lista de honor del boletín del tablero.