Lo que apareció en ese momento sobre su frente color limón y sus exangües y cadavéricos labios fue interpretado por Yakonov como placer: —¡Antón Nikolaich! Hemos regulado a cada decimosexto impulso, y es mucho mejor. Ahora escuche, yo le leeré— "Leer" y "escuchar" era la prueba habitual para definir la calidad de un circuito telefónico. El circuito se alteraba varias veces al día, con la añadidura, o la supresión o reemplazo de una unidad u otra y establecer cada vez una prueba de pronunciación era un procedimiento engorroso, demasiado lento para seguir la marcha de cada nuevo diseño de ideas soñadas por los ingenieros. Además, no había motivos para obtener cifras descorazonantes de un sistema que antes había sido objetivo pero más tarde había sido copado por el protegido de Roitman, Nerzhin.
Dominado, como de costumbre, por un único pensamiento, sin preguntar nada ni explicar nada, Mamurin se retiró a un alejado rincón del cuarto y allí, volviéndose de espaldas, oprimiendo el teléfono contra su mejilla, empezó a leer un diario en el trasmisor. En el otro extremo del circuito, Yakonov se puso un par de audífonos y escuchó. Algo espantoso estaba sucediendo en los audífonos: el sonido de la voz de Mamurin era interrumpido por estallidos de crepitación, rugidos, y chillidos. Pero, como una madre que contempla amorosamente a su horrible prole, Yakonov no sólo no se arrancó los audífonos de sus sobresaltados oídos, sino que escuchó mucho más atentamente, y llegó a la conclusión de que el espantoso ruido parecía menos horrible que el que había oído antes de la comida. El habla de Mamurin no era el lenguaje vivaz y fluido de la conversación, sino que era medido e intencionalmente preciso. Además, estaba leyendo un fragmento sobre la insolencia de los guardias de la frontera yugoslava y el desenfreno del sanguinario verdugo de Yugoslavia, Rankovich, quién había trasformado a un país amante de la libertad en una cámara de tortura masiva. Por eso Yakonov adivinaba fácilmente lo que no podía oír, comprendía que lo había adivinado, olvidaba que lo había adivinado y estaba cada vez más convencido que la audición era mejor de lo que había sido antes de la comida.
Quería también un intercambio de ideas con Bobynin Este último estaba sentado allí cerca, macizo, ancho de hombros, con su cabello rapado como el de un convicto, aunque en la sharashkase permitían cortes de pelo de cualquier estilo. No se dio vuelta cuando Yakonov entró en el laboratorio; inclinado sobre la larga cinta del oscilograma, estaba midiendo algo con las puntas de su compás calibrador.
Este Bobynin era uno de los insectos de la creación, un zek insignificante, un miembro de la clase más baja, y Yakonov era un dignatario. Sin embargo Yakonov no podía permitirse interrumpir a Bobynin, por más que quisiera.
Uno puede edificar el Empire State Building, disciplinar la armada prusiana, elevar la jerarquía del estado por encima del trono del Todopoderoso, pero uno no puede superar la inexplicable superioridad espiritual de ciertas personas.
Algunos soldados son temidos por sus comandantes. Hay obreros que cohiben a sus capataces, prisioneros que hacen temblar a sus acusadores. Bobynin sabía esto y hacía uso de este poder en sus tratos con las autoridades.
Cada vez que Yakonov hablaba con él se sorprendía a sí mismo con el cobarde deseo de adular a este zek, de evitar irritarlo. Se enojaba consigo mismo por sentir de ese modo, pero notó que todo el mundo reaccionaba en forma parecida con Bobynin.
Quitándose los audífonos, Yakonov interrumpió a Mamurin: —Es mejor, Yakov Ivanich, ¡definitivamente mejor! Me gustaría que Rubin lo escuchara. Tiene buen oído.
Alguno que fue gratificado por una opinión de Rubin dijo una vez que tenía "buen oído". Inconscientemente esta premisa fue aceptada y creída. Rubin había entrado a la sharashkapor accidente, y se las había ingeniado para permanecer allí haciendo traducciones. Su oído izquierdo era tan bueno como el de cualquier otra persona, pero su oído derecho se había ensordecido por una contusión en el frente noroeste —un hecho que había tenido que ocultar después de haber sido elogiado por su "buen oído". La reputación de tener "un buen oído" había afirmado su posición, hasta que la reafirmó— más aún con su obra magna en tres tomos: El aspecto audio-sintético y electroacústico de la lengua rusa.
Entonces telefonearon al laboratorio de Acústica para hablar con Rubin. Mientras esperaban escucharon otra vez ellos mismos por décima vez. Markrushev, con las cejas unidas y los ojos tensos de concentración, sostuvo un momento el teléfono y declaró categóricamente que estaba mejor, que estaba mucho mejor. (La idea de regularlo en base a dieciséis impulsos era suya; por eso, aún antes de hacer la readaptación, él sabía que iba a haber mejoría) Dyrsin sonrió de mala gana, apologéticamente, y meneó la cabeza, Bulatov gritó a través del laboratorio que debían reunirse con los expertos del código y readaptarlo en base a treinta y dos. Dos electricistas complacientes tirando de los auriculares en direcciones opuestas mientras cada uno escuchaba con gozosa exuberancia que realmente se había oído más claro.
Bobynin continuaba midiendo el oscilograma sin levantar la mirada.
La negra manecilla del gran reloj eléctrico de pared saltó a las diez y treinta horas. Pronto terminaría el trabajo en todos los laboratorios salvo TAREA SIETE; las revistas clasificadas serían guardadas bajo llave en cajas fuertes, los zeks volverían a sus dependencias para dormir, y los empleados libres correrían a las paradas de ómnibus, donde pasaban cada vez menos vehículos, en las últimas horas.
Ilya Terentevich Jorobrov, al fondo del laboratorio y fuera de la vista de los jefes, caminó con andar pesado detrás del muro de estantes hacia Potapov. Jorobrov era de Uyatka, y del área más remota, cerca de Kai, tras de la cual se extendía por cientos de millas, a través de bosques y pantanos, una región mucho más grande que Francia, la tierra de Gulag. Él vio y comprendió más que muchos, pero la necesidad de estar siempre escondiendo sus pensamientos y reprimiendo su sentido de justicia había doblegado su cuerpo, le había dado un aspecto desagradable, marcándole duras líneas en sus labios. Finalmente, en las primeras elecciones de post guerra no lo pudo soportar más y escribió sobre su tarjeta de sufragio crudas y rudas injurias campesinas dirigidas contra el Mayor Genio de los Genios. Era la época en que las casas arruinadas no se reconstruían y los campos no eran sembrados a causa de la escasez de obreros. Pero durante un mes entero varios detectives jóvenes estudiaron la caligrafía de cada votante del distrito y Khorokrov fue arrestado. Salió para el campo de concentración con un ingenuo sentimiento de placer —allí por lo menos podía decir lo que quisiera. Pero los campos generalmente no operaban de esa manera. (Llovían las denuncias de los delatores sobre Khorokrov, y tuvo que callarse).
En la sharashkael buen sentido le exigía que se perdiera en la actividad de la tarea común del grupo Siete y que se asegurara, si no de la liberación, por lo menos de una existencia decente. Pero dentro suyo le daban náuseas por todas las injusticias aparte de su propio caso, hasta que alcanzó el punto cuando un hombre ya no quiere vivir más.
Yendo detrás de la pared de estantes de Potapov, se inclinó sobre el escritorio y propuso en voz baja: —Andreich. Es hora de marcharse. Es sábado.