—Ya ve, — dijo Dinera con un gesto lánguido de la mano, mientras: sentaba en frente de Lansky, a través de la mesa—, debe haber imaginación, una viva imaginación en una pieza de teatro; pillería, hasta insolencia. ¿Se acuerda de "Una Tragedia Optimista", de Vichnevsky? Allí había un dúo en el cual dos marineros intercambiaban agudezas: ¿No hay demasiada sangre en esta tragedia?. — No más que en las de Shakespeare. ¡Eso era originalidad! Pero ahora uno va a ver su nueva obra, ¿y qué? Es realista, sí; tiene rigor histórico; es una visión impresionante del Líder, pero, nada más.
—¿Qué?, — interrumpió un joven que le había ofrecido a Dinera la silla que estaba a su lado. En su ojal lucía, con algo de estudiada indiferencia, levemente ladeada, la cinta de la Orden de Lenín—. ¿No le basta con eso? Yo no recuerdo que se nos haya proporcionado un retrato más emocionante de Iosif Vissarionovich.
—¡Estaba lleno de gente llorando!
—¡Yo misma tenía lágrimas en los ojos!, — dijo Dinera, despidiéndolo—. ¡No estamos hablando de eso! — Dirigiéndose exclusivamente a Lansky, continuó—. Pero si casi nadie en la pieza tiene ni siquiera un nombre. Como personajes tenemos tres miembros del Partido sin personalidad ninguna, siete comandantes, cuatro comisarios, como una lista oficial. Y otra vez esos marineros, tan vistos, hermanitos que emigran de las obras de Belotserkovsky a las de Lavrenev, de las de Lavrenev a las de Vichnevsky, de las de Vichnevsky a las de Sobolev. — Dinera sacudía la cabeza mientras nombraba a los comediógrafos; luego entornó los ojos y prosiguió—: Uno sabe por anticipado quiénes son los buenos, quiénes son los malos y cómo va a terminar todo.
—¿Y por qué no le gusta eso?, — preguntó Lansky, haciéndose el sorprendido—. ¿Por qué pretende un entretenimiento superficial y liviano? ¿Y la vida real? ¿Acaso en la vida real nuestros padres dudaron un momento de cómo iba a terminar la Guerra Civil? ¿Dudamos en algún momento del resultado de la Guerra de la Patria, aun cuando los enemigos se hallaban a las puertas de Moscú?
—¿Acaso duda el dramaturgo de la acogida que va a tener sus obras? Dígame, Alosha, ¿por qué nuestros estrenos nunca fracasan?
¿Por qué este miedo —el fracaso del estreno— para nuestros autores?
Te juro; un día no me voy a contener, me voy a poner dos dedos en la boca y voy a dar un silbido.
Y encogió los labios con mucha sofisticación, de lo que resultaba evidente que no sabía silbar.
El joven que se hallaba a su lado, dándose aires de importancia, le sirvió un vaso de vino, pero ella ni lo miró.
—Yo le explicaré, — contestó, imperturbable Lansky—. Las obras nunca fracasan aquí (y no pueden fracasar), porque los autores y el público comparten sus puntos de vista, tanto a nivel artístico, como en su concepción general del mundo.
—¡Oh, Alosha, Alexei!,-Dinera hizo una mueca de reproche—. Deje eso para un artículo. Ya conozco esa tesis: a la gente no le interesan opiniones personales, sino que quiere la verdad, y como la verdad es una sola.
—Claro, — contestó Lansky, sonriendo suavemente—. El crítico está obligado, por su deber, a no dejarse llevar por los impulsos del sentimiento sino a adaptarlos a la labor general.
Siguió con la explicación, pero sin olvidarse de mirar a Clara, de tocarle las puntas de los dedos bajo el borde de su plato, como diciendo que, aunque estuviera hablando, lo único que hacía era esperar su respuesta.
Clara no podía estar celosa de Dinera e, incluso, había sido ella quien había traído por primera vez a Lansky a casa de los Makarygin, sólo para presentarle a Clara. Pero le disgustaba esta conversación literaria que la privaba de Lansky. Al ver a Dinera cruzar sus blancos brazos, se arrepintió de sus mangas largas. Ella también tenía brazos lindos.
Pero, a pesar de ello, estaba realmente satisfecha con su apariencia. Esta inconveniencia pasajera no podía arruinar la alegría que había sentido durante todo el día de hoy, una despreocupación a la que no estaba acostumbrada. No pensaba en ello, pero era así como las cosas le iban saliendo; hoy estaba destinada a estar contenta y el día excepcional estaba terminado con una velada extraordinaria. Todavía esa mañana, pero no parecía haber sido esta mañana, sino que hace mucho, mucho tiempo, había tenido esa conversación maravillosa con Rostislav. Su tierno beso. La canasta que había entretejido para el Árbol de Año Nuevo. Y luego había tenido que apresurarse de vuelta a casa, ya sobre la hora de la fiesta. Realmente, toda la velada era para ella. ¡Qué placer ponerse su vestido verde nuevo, recamado con su rutilante bordado, para recibir a todos los invitados a medida que iban llegando. Su juventud, que se había extendido por tanto tiempo, florecía por segunda vez a los veinticuatro años. Este era su momento. Solamente ahora. Parecía que, en el éxtasis de esa mañana, había llegado a prometerle a Rostislav que lo esperaría. Ella, que siempre había evitado púdicamente todo contacto físico, ella, su mismísima persona, cuando se encontró con Alexei en el zaguán, le había dejado retener su manó entre las suyas. ¿Era realmente ella misma? Las relaciones entre ambos se habían enfriado un poco durante el mes pasado y ahora, ahí en el vestíbulo, Alexei le había dicho, sin soltar su mano:
—¡Clara! No sé qué vas a pensar de mí. He reservado dos sitios en él Restaurante Aurora para la víspera de Año Nuevo. ¿Vamos? Sé que no está dentro de nuestra línea, pero, ¿por qué no vamos, aunque sólo sea por el placer de ir?
No había dicho que no. Había titubeado y fue entonces cuando Zhenka, un muchachuelo bastante rollizo, había irrumpido en la habitación, pidiendo que le encontrara un disco. Desde ese momento no los habían dejado solos ni un minuto y la conversación trunca quedó pendiente durante la primera mitad de la velada.
Zhenka y las chicas, que habían estudiado con Clara en el Instituto de Comunicaciones, todavía se sentían estudiantes y estaban bastante relajadas en su comportamiento. Zhenka tomaba como un carrero, y obsequiaba a la chica que tenía a su lado con un chiste tras otro, hasta que al final, ruborizada y muerta de risa, exclamó: —¡Oh! ¡No puedo más! Se levantó y abandonó la mesa. Un joven teniente de la MVD, sobrino de la mujer del fiscal, se adelantó hacía donde estaba ella y le dio unas palmadas en la espalda para aliviarle el ahogo producido por la risa. (Todo el mundo le decía "guardia fronterizo", porque su gorra ostentaba una cinta y un vivo de color verde; pero, en realidad, vivía en MOSCÚ y su misión era revisar los documentos de la gente que viajaba en tren).
Shchagov se hallaba en la mesa de los jóvenes, al lado de su Lisa. Le servía de comer y de beber, le hablaba todo el tiempo, pero no prestaba mucha atención a lo que estaba diciendo. Pensaba en lo que veía a su alrededor. Detrás de su expresión calma y cortés, se percataba de todo; de todo lo que estaba colocado, colgado y arreglado en ese cuarto, y de los invitados que lo compartían todo con un aire tan displicente. Paseando su mirada, de las galoneadas charreteras de los juristas, que ostentaban el rango de generales, al escudo diplomático que relucía en el otro extremo de la habitación, a la cinta de la Orden de Lenín que pendía con cierto descuido del ojal de su propio vecino, tan joven (¡y pensar que él había tenido esperanzas de parecer importante con sus modestas órdenes y condecoraciones!). Shchagov no podía encontrar en toda esta elegante concurrencia un sólo militar de línea, un hermano del frente, un compañero de trabajo en las minas, un camarada del trote corto a través del campo arado, ese trotecillo vil tan sonoramente llamado "Ataque". Al principio de la fiesta, evocando las caras de camaradas muertos en los campos de lino, bajo las paredes de los cobertizos, en el curso de ataques, había sentido ganas de arrancar el mantel, gritando: —Ustedes, hijos de puta, ¿dónde estaban?