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Ahora, sobre las dos grandes mesas, la luz brillante arrancaba reflejos multicolores de las facetas y los bordes del cristal trabajado. Había tonalidades de rubí (de un rojo oscuro), de cobre (un rojo achocolatado) de silenio (rojo con un sopló amarillento). Los había de verde oscuro, de verde cadmio, con una reminiscencia de dorado y azul cobalto; también había blanco lechoso, cristal iridiscente con tonos de óxido, cristal opaco, que parecía marfil. Había botellones de dos cuellos, con tapas redondas de cristal labrado, recipientes de cristal común adornados con la triple tiara, rebosantes de frutas, nueces y dulces; humildes vasitos, vasos y copas de vidrio color plomo. Todo con una gran variedad; ni un color, ni un monograma se repetía seis ni doce veces.

En medio de todo este fasto, en la mesa de los mayores, se encontraba el objeto responsable de todos los festejos: la flamante Orden de Lenín del fiscal, sobrepasando en brillo a sus otras condecoraciones, que se veían viejas y deslustradas.

La mesa de los jóvenes estaba puesta a lo largo de la habitación. Las dos mesas estaban unidas, pero formando ángulos rectos, de manera que algunos convidados no podían ver a otros y nadie podía oír mucho de lo que se estaba diciendo; la conversación era llevada adelante por pequeños grupos independientes. La charla se elevaba en un murmullo alegre y vivaz, entre las risas de los jóvenes y el entrechocar de las copas.

Hacía ya mucho que habían terminado con los brindis reglamentarios; a la salud del Camarada Stalin, a la de los miembros del Poder Judicial, y a la del anfitrión, para que esta distinción no fuera la última que recibiera. Cuando se hicieron las diez y media, unos cuantos se habían servido platos salados, salados y dulces, picantes, ácidos, ahumados, desgrasados, grasos, helados, todos llenos de vitaminas. Varios habían sido realmente estupendos, pero nadie comía con la atención concentrada y con placer genuino, como habrían hecho si estuvieran solos. La comida estaba condenada de antemano, como siempre lo está en las reuniones formales; los platos más raros y exquisitos se habían cocinado y distribuido en grandes cantidades. Pero los invitados estaban demasiado cerca uno del otro y molestándose, no se dedicaban a la comida sino a sus obligaciones sociales como charlar, bromear, y demostrar un afectado desinterés por esta comida.

Pero Schagov, que había languidecido en un comedor estudiantil durante años y las dos compañeras de Clara en el instituto, atacaban cada plato con real ansiedad, aunque trataban de parecer elegantemente indiferentes. Otra invitada que comía ávidamente era una protegida de la dueña de casa, que se hallaba instalada a su lado. Era una amiga de la infancia, una chica de pueblo casada con un instructor del Partido en el remoto Distrito de Zarechensky. No era feliz; nunca podría alternar con la alta sociedad con ese negado de su marido. Estaba de compras en Moscú. En cierta forma, la dueña de casa estaba contenta de que su amiga comiera todo, lo elogiara, pidiera la receta y se mostrara tan abiertamente fascinada con la decoración de la casa y con el ambiente en que vivía la familia del fiscal. Pero también estaba un poco avergonzada de esta mujer, a quien apenas podía llamar amiga, sobre todo frente a su inesperado huésped, el mayor general Slovuta:. También se avergonzaba de Dushan Radovich, un viejo amigo del fiscal; él, también, ya casi no era un amigo. Habían invitado a ambos porque en un principio se pensó en hacer una reunión de familia. Ahora Slovuta podía llevarse la impresión de que los Makarygin alternaban con cualquiera (la palabra cualquiera, en el léxico de Alevtina Nikanorovna, designaba a todo aquel incapaz de "acomodarse" y ganar un alto sueldo). Esto fue suficiente como para amargarle la fiesta. Así que había alejado a su amiga de Slovuta lo más posible y trataba de silenciarla cuanto podía.

Dótty se desplazó hacia el otro extremo de la mesa, porque había oído algo que parecía ser una entretenida historia sobre el servicio doméstico. (Todos habían sido liberados de su condición de siervos y educados tan rápidamente, que ahora nadie quería ser pinche de cocina, lavaplatos o lavar la ropa) Parecía que en Zarechensky la gente ayudaba a una muchacha a salir de una granja colectiva a cambio de dos años de servicio, al cabo de los cuales se le proporcionaba un pasaporte que le permitía irse a la ciudad. En el dispensario local había dos ordenanzas ficticias que figuraban en el presupuesto; esos sueldos servían en realidad para pagar a dos muchachas que trabajaban de sirvientes en casa del director de la institución y en lo del Jefe de la Administración Sanitaria del Distrito. Dotty frunció su frente de raso; en los distritos todo era más sencillo. Pero, ¿aquí en Moscú?

Dinera, una vivaz mujer de pelo oscuro, que muy rara vez redondeaba un pensamiento por sí misma y que jamás dejaba que alguien lo hiciera, se aburrió de la "mesa de honor" y se pasó al grupo de los jóvenes. Vestía toda de negro. Un satén importado la cubría toda como una suave y tersa piel, menos los brazos, que eran blancos como el alabastro.

Saludó con un gesto a Lansky, que se encontraba en el otro extremo de la habitación.

—¡Alosha, vengo a unirme a ustedes! ¿Has asistido al "Inolvidable 1919"?

Con la misma estereotipada sonrisa con que saludaba a todo el mundo, Lansky contestó: "Ayer".

—¿Por qué no a la premiere? ¡Lo estuve buscando por todas partes con mis anteojos; quería seguir su reluciente estela!

Lansky, que estaba sentado cerca de Clara en la espera de una importante contestación por parte de esta última, se preparó, sin mucho entusiasmó, a sostener un debate con Dinera, con quien era imposible no discrepar. Siempre que se encontraban en reuniones literarias, en editoriales, en el restaurante del Club Central de Escritores, surgían discusiones entre ellos. Como ella no estaba ligada a ninguna tendencia partidaria ni en el plano político ni en el literario, atacaba siempre con agudeza, pero sin rebasar nunca los límites. Dramaturgos, libretistas, directores, ninguno se libraba de caer bajo su picota, ni siquiera su propio marido, Nikolai Galakhov. Lo atrevido de sus juicios le sentaba a la perfección, como lo atrevido de su vestimenta y de su vida, que era bien conocida por todos; sus juicios eran un soplo de aire nuevo en la insípida atmósfera de la crítica literaria, hecha no por hombres cabales, sino por las posiciones oficiales que ocupaban. Ella cargaba sobre la crítica en general y sobre los ensayos de Alexei Lansky en particular. Mesurado y sonriente, Lansky nunca se cansaba de explicarle a Dinera sus errores anárquicos, sus desvaríos de pequeña burguesa.

Sin embargo, estaba dispuesta a llevar adelante este diálogo, un poco en broma y un poco en serio, donde la intimidad y el enojo se alternaban sin discriminación, porque su suerte en el mundo de las letras dependía en mucho de Galakhov.

"El Inolvidable 1919", era una pieza de Vichnevsky que se suponía la historia de Petrogrado y los marineros del Báltico durante la revolución, pero, de hecho, sólo hablaba de Stalin: cómo Stalin había salvado a Petrogrado, salvando así a la Revolución y a toda Rusia: La obra, escrita para el septuagésimo cumpleaños del Padre y Maestro, mostraba cómo, gracias a la conducción de Stalin, de alguna manera Lenin había podido hacer frente a la situación.

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