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Pero la fiesta continuaba, Shchagov tomó, no tanto como para emborracharse, apenas lo suficiente para que sus pies, dentro de las botas, no sintieran todo el peso del cuerpo. Y, al tiempo que sentía el piso más blando bajo sus pies, empezó a abrirse al calor y al brillo que tenía en torno suyo. Ya no le repugnaba; ahora Shchagov podía tomar parte en la fiesta, a pesar de sus dolorosas heridas y la ígnea sequedad de su estómago.

¿No era un poco anticuada esa distinción, que él continuaba haciendo entre quienes habían combatido y quienes no? Hoy en día, la mayoría de la gente sentía un cierto pudor en lucir las condecoraciones ganadas en el frente, que les habían costado tanto y que tanto habían brillado en su oportunidad. No se podía, en estos tiempos, andar sacudiéndole los hombros a la gente, preguntándole: —¿Dónde estabais? ¿Quién combatió, quién se escondió?— No se podía saber; ahora todos estaban mezclados. Existe la fatal consecuencia del paso del tiempo: el olvido. La gloria para los muertos, la vida para los vivos.

Sólo él, de todos los allí reunidos, conocía el precio del bienestar, y sólo él era realmente digno de disfrutarlo. Esta era su primera entrada en ese mundo, pero tenía la sensación de haber llegado, de una vez por todas y para siempre. Recorría el cuarto con la vista y pensaba:

—¡Así será mi futuro! ¡Así será futuro!

Su joven vecino, el de la cinta de condecoración, miraba a su alrededor con los ojos entrecerrados. Tenía una corbata azul claro, y su cabello aplastado y descolorido, recién estaba comenzando a ponerse ralo. Tenía veinticuatro años de edad y quería aparentar por lo menos treinta, moviendo sus manos con mucha afectación y llevando su labio inferior en una posición de extremada dignidad. A pesar de su juventud, ya era uno de los asesores informantes más apreciados de la Oficina de Recepción del Soviet Supremo. Este asesor informante sabía que la mujer del fiscal tenía intenciones de casarlo con Clara, pero ella ya era una presa muy pequeña para él. Tenía mucha razón en no apresurar su matrimonio. Ahora bien Dinera era un asunto muy diferente; exhalaba algo que lo hacía sentirse bien por el sólo hecho de estar a su lado. Aparte de todo lo demás, aumentaba su autoestima el estar flirteando, aunque sólo fuera muy superficialmente, con la mujer de un escritor tan famoso. La cortejaba en este momento tratando de tocarla de vez en cuando y gustosamente se hubiera puesto de su lado en la discusión; pero resultó que era imposible no indicarle sus errores.

—Pero, entonces, ¡discrepas con Gorky! ¡Pones al propio Gorky en tela de juicio!, — protestaba Lansky en ese momento.

—¡Gorky fue el fundador del Realismo Socialista! — le recordó el asesor informante—. Poner en duda a Gorky, después de todo, es casi tan grave como dudar de... (Titubeaba frente a la comparación). Como dudar ¿de...?

Lansky asintió con gravedad, Dinera sonrió. — ¡Mamá! — gritó Clara, con evidentes muestras de impaciencia,—. ¿Puede nuestra mesa hacer un intervalo hasta que venga el té?

La esposa del fiscal había estado en la cocina dando órdenes; al volver encontró que su tediosa amiga se había pegado a Dotty y le estaba contando con lujo de detalles, cómo en Zarenchensky los hijos de los miembros efectivos del Partido eran anotados en una lista especial, de modo que siempre tenían la leche necesaria y todas las inyecciones de penicilina que hicieran falta. Esto llevó la conversación a la medicina. Dotty, joven como era, ya era aquejada por varias dolencias y hablar sobre enfermedades le resultaba fascinante.

Alevtina Nikanorovna lo veía así: Quienquiera tenga una buena posición, tiene asegurada la salud. Lo único que tenía que hacer era telefonear a un profesor famoso, mejor si era un Laureado con el Premio "Stalin"; él le confeccionaría una receta y cualquier infarto, desaparecería al instante. Siempre podía pagarse el mejor sanatorio. Ni ella ni su marido le tenían miedo a las enfermedades.

Contestó al clamor de Clara en un tono de reproche: —¡A ver esa anfitriona! ¡Sirva a sus invitados, no los eche de la mesa!

—¡No; queremos bailar! ¡Queremos bailar!, — vociferó el guardia fronterizo.

Zhevka rápidamente se sirvió otro vaso de vino y se lo tomó.

—¡A bailar! ¡A bailar!, — gritaron los demás. Y los jóvenes se disgregaron.

Una música bastante fuerte entró desde el cuarto contiguo. Estaban tocando un tango llamado "Hojas Otoñales".

LOS DOS YERNOS

Dotty también se fue a bailar y la dueña de casa consiguió que su amiga la ayudara a levantar la mesa, dejando así a cinco hombres solos en la mesa de los mayores: el propio Makarygin, un viejo y querido amigo de la época de la Guerra Civil; el Servio Dushan Radovich, que había sido profesor en el Instituto del Profesorado Rojo, abolido hacía mucho tiempo; una amistad más reciente, Slovuta, también fiscal, también general, que había completado sus estudios de Alta Jurisprudencia junto con Makarygin y sus dos yernos: Innokenty Volodin, que se había puesto, a instancias de su suegro, su uniforme gris ratón con las ramas de laurel doradas, y el famoso escritor Nikolai Galakhov, laureado con el Premio "Stalin".

Makarygin ya había ofrecido un banquete a sus colegas para festejar su nueva orden, y esta fiesta era para los jóvenes, en un ambiente más familiar. Pero Slovuta, un colega importante, se había perdido la primera fiesta, pues estaba en el Lejano Oriente, (donde había tomado parte importante en un resonante juicio entablado contra militares japoneses que estaban trabajando con armamento bacteriológico). Como había vuelto el día anterior, Makarygin lo tuvo que invitar esta noche, pero, por otra parte, ya había invitado a Radovich, que era una persona casi "non grata" en círculos oficiales. Resultaba embarazoso para el fiscal tener a su actual colega y a su viejo camarada sentados a su mesa mismo tiempo: había invitado a éste último a la fiesta familiar para deleitarse recordando los viejos tiempos. Podía haberle dicho a Radovich a último momento que no viniera, pero le repugnaba tener que actuar con tanta cobardía. De modo que decidió contrapesar la presencia sospechosa de Radovich con sus dos yernos: el diplomático con sus "galones de oro y el escritor con su medalla de laureado.

Ahora que habían quedado los cinco solos en la mesa, Makarygin tenía miedo que Radovich saliera con algo inconveniente. Era un hombre inteligente, pero dado a decir insensateces cuando perdía los estribos. Así que Makarygin quería llevar la conversación a un plano seguro, sin implicancias políticas. Bajando el tono vigoroso de su voz, sé dedicó a regañar amistosamente a Innokenty por no haber alegrado su vejez con nietos.

—Después de todo, ¿qué son estos dos?, — protestaba—. He aquí a una pareja —un carnero y una oveja sin corderitos. Viven para sí mismos, crían grasa y no tienen preocupaciones. Todo se les da hecho. ¡Despilfarrando su vida! Pueden preguntarle a él, parece que el tipo es un epicúreo. ¿Y qué dices, Innokenty? Debes admitirlo, eres un seguidor de Epicuro.

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