Comenzó la búsqueda con movimientos toscos y difíciles, como si estuviera trasladando pesados objetos de un lado a otro. El aire estaba lleno de polvo. Él no estaba acostumbrado a este tipo de trabajo, y pronto se encontró muy cansado. Sin embargo, proseguía y parecía que una brisa renovadora saliera de las profundidades de los viejos estantes, con su típico olor a moho. Efectivamente, encontró el libro sobre Epicuro, entre otras cosas, y más tarde se puso a leerlo. Pero su gran descubrimiento fueron las cartas de su madre. Nunca la había comprendido y sólo había sido apegado a ella en su niñez. Había aceptado su muerte con indiferencia, y no había vuelto de Beirut para su funeral.
Desde su temprana niñez la imagen de su padre había estado mezclada con largas trompetas de plata que apuntaban al esculpido cielorraso, y el grito de "¡Alzaos en llamas, oh, noches azules!" Innokenty no se acordaba de la persona de su padre. Había muerto en 1921, en el distrito de Tambov. Pero a todo el mundo le encantaba hablarle de su padre, el célebre héroe de la Guerra Civil, líder de los marineros. A fuerza de escuchar esos cánticos de alabanza en todas partes, Innokenty se había acostumbrado a sentirse orgulloso de su padre y de su lucha a favor del pueblo, contra quienes vivían rodeados de lujo. Al mismo tiempo, era casi condescendiente con su madre, siempre enferma, siempre sufriendo por algo, siempre lamentándose por algo, siempre rodeada de sus libros y sus botellas de agua caliente. Como la mayoría de sus hijos, no podía concebir a su madre como un ente aparte, independiente de él, de su niñez, de sus necesidades; o que su enfermedad era real, o que había muerto a los cuarenta y siete años de edad.
Sus padres rara vez habían vivido juntos. Pero a Innokenty esto nunca le había preocupado y nunca pensó en preguntárselo a su madre.
Y ahora todo estaba abierto delante de él, en las cartas y el diario de su madre. Su matrimonio se había parecido mucho al paso de un huracán, como todo en aquellos días. Circunstancias repentinas los habían unido, y otras circunstancias les habían impedido verse seguido y fueron las circunstancias las que finalmente los habían separado. A través de ese diario, su madre resultó ser más que un mero complemento de su padre, sino todo un mundo aparte. Innokenty supo que su madre había amado siempre a otro hombre, pero nunca había podido unirse a él.
Encontró, además, paquetes de cartas, atados con moños de distintos colores, de amigos y amigas, incluso de conocidos; actores y actrices, artistas y poetas, cuyos nombres nadie recordaba ya, o lo hacían despectivamente. Su diario, con anotaciones cotidianas en ruso y francés, sé componía de varias libretas encuadernadas en tafilete de color azul marino: páginas y páginas cubiertas con su extraña escritura, que más bien parecían las huellas retorcidas de un pájaro herido que hubiera andado sobre el papel. Un gran número de páginas estaban dedicadas a reuniones literarias y obras de teatro. El corazón del hijo se estremeció con la descripción de cómo una noche blanca de junio, ella, acompañada de otros jóvenes, todos llorando de alegría, habían ido a esperar a la troupe del Teatro de Arte de Moscú a la estación de Petersburgo. Un amor desinteresado al arte resplandecía con gozo a través de esas páginas y su frescura llegó a Innokenty. No podía representarse una troupe parecida hoy en día, y no podía imaginar que nadie fuera a pasar la noche en vela para ir a recibirla, a no ser que lo hubiera enviado la Sección Cultural, con ramos pagados por contaduría. Y, por cierto, a nadie se le ocurriría ponerse a llorar.
Siguió avanzando en la lectura del diario, hasta que encontró unas páginas intituladas: "Máximas".
"La misericordia es el primer movimiento de un alma buena".
Innokenty frunció el ceño. ¿Misericordia? Una emoción vergonzosa y, sobre todo, humillante, tanto como para quien la da como para quien la recibe, al menos eso era lo que había aprendido en el colegio.
"Nunca te consideres más en lo cierto que los demás. Respeta las opiniones del prójimo, aunque contradigan las tuyas".
Había que reconocer que eso estaba algo pasado de moda. Si mi punto de vista es correcto, ¿cómo voy a respetar a quien no está de acuerdo conmigo?
Pero el hijo sentía como si no estuviera leyendo, sino escuchando la voz cascada de su madre.
¿Qué es lo más alto que hay en el mundo? No participar en injusticias, son más fuertes que tú. Han existido y existirán. Pero que no sobrevengan por tuintermedio".
Sin embargo, su madre había sido un ser más bien débil. Era imposible imaginarse a mamá luchando, debatiéndose; imposible conciliar la idea de mamá y la idea del combate.
Si Innokenty hubiera abierto el diario seis años antes, ni siquiera se hubiera percatado de estos pasajes. Ahora los leía despacio y estaba estupefacto. Nada había de raro en ellos; simplemente eran conceptos equivocados, pero sorprendentes. Hasta las palabras que su madre y sus amigas empleaban estaban fuera de uso. Escribían, con perimida seriedad y con mayúsculas: "Verdad, Belleza, Bien, Mal: imperativos éticos". En el lenguaje que Innokenty y sus amigos usaban, las palabras eran más concretas y, por lo tanto, más comprensibles: inteligencia moral, humanidad, lealtad, orientación definida.
Pero aunque no había dudas de que Innokenty era moralmente inteligente, humano, leal y definido —era la orientación definida lo que los de su generación más apreciaban en sí mismos y lo que trataban de poseer en mayor grado—. Sin embargo, ahí sentado en un banquillo frente a esos armarios, sintió que había encontrado algo que le faltaba.
Había también allí unos álbumes, con la clara precisión de las fotos antiguas y varios paquetes de programas teatrales de Moscú y Petersburgo. Y el diario teatral "The Spectator". Y el "Noticioso Cinematográfico". ¿Existía cine en esa época? ¿Pertenecían todos al mismo período? Pilas y pilas de distintas revistas, cuyos nombres nada significaban para él: Apolo, El Vellocino de Oro, Las Escalas, El Mundo Artístico, El Sol de Rusia, El Despertar, Pegaso. Reproducciones de pinturas, esculturas y decorados teatrales que le resultaban desconocidos, de los cuales no quedaban ni rastros en la Galería Tretyakov, versos de poetas desconocidos. Innumerables ediciones de suplementos de revistas llenos de nombres de escritores europeos que jamás habían llegado a los oídos de Innokenty. Y docenas de editores que habían desaparecido de la faz de la tierra: Griffon, Rosa de Zarza, Escorpio, Musaget, Halycon, Logos, Prometeo, Bien Social.
Durante varios días permanecía horas sentado en el taburete frente a los armarios abiertos, absorbiéndolo todo, envenenándose con la atmósfera del mundo de su madre, al cual hacía ya mucho tiempo había entrado su padre con un impermeable negro y granadas colgándole del cinturón, con una orden de allanamiento en la mano.
Mientras estaba allí, Dotty entró a invitarlo a una fiesta. Innokenty la miró como a través de un siglo y luego frunció el ceño, imaginándose la presumida reunión donde todos estarían completamente de acuerdo con los demás, donde todos se pondrían prestamente de pie para el brindis inicial en honor del Camarada Stalin, donde luego sé dedicarían a comer y beber en abundancia, olvidados por completo del Camarada Stalin, y, donde finalmente, acabarían jugando a las cartas en la forma más estúpida que pueda darse.