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Desde el día en que Rubín había pedido un suplemento de cintas grabadas con la voz de cada sospechoso, el auricular del teléfono en el departamento de Volodín le fue por primera vez levantado por él mismo. En la central telefónica la cinta magnetofónica giraba registrando la voz de Innokenti Volodin.

La prudencia le aconsejaba a Volodin no usar el teléfono por estos días, pero su mujer había salido dejando una nota en la que le decía que fuera esa noche sin falta a lo de su padre.

Entonces él llamó, paira decir que no iría.

Sin duda, todo hubiera sido más fácil para Innokenti si aquel hubiera sido un día cualquiera, y no un domingo. Entonces él podría haber estimado, según varios detalles, si su partida para una misión en París había sido denegada o confirmada. Pero nada podía saberse en domingo, si la paz o el peligro acechaban en la calma del día.

En las últimas veinticuatro horas sintió que su llamada había sido una locura, suicida y, además, probablemente infructuosa. Tuvo un pensamiento sombrío para la estúpida mujer de Dobrovnov; aunque, en realidad, ella no era verdaderamente culpable y la desconfianza no empezaba ni terminaba con ella.

Nada indicaba que hubiera sido descubierto, pero un tipo de premonición interna le auguraba desgracia. Un presentimiento de inminente desastre surgió en él y no quería ir a esa fiesta.

Trataba de explicarle esto a su mujer, buscando las palabras, como hace todo el mundo cuando tiene algo desagradable que decir. Su esposa insistía —y los precisos "determinantes" de su "patrón individual de voz" se registraban en la sinuosa cinta marrón, para luego convertirse en diagramas de voz que se plegarían antes de las nueve de la mañana siguiente frente a Rubín.

Dotty no usaba el tono categórico de los últimos meses; conmovida por el cansancio que trasuntaba la voz de su marido, le pidió suavemente que fuera, por lo menos por una hora.

Innokenty sintió lástima por ella y quedó en ir. Pero cuando colgó, permaneció un momento inmóvil con la mano sobre, el tubo, como si no hubiera terminado con lo que tenía que decir.

Se sentía triste, pero no por la esposa con quien había vivido sin convivir estos últimos días, y a quien pronto debería abandonar, sino por la muchacha de bucles dorados cayendo sobre los hombros, la chica que había conocido en el décimo grado, cuando ambos empezaban a comprender lo que es la vida. La pasión que había surgido entre ellos en esos días superaba todo razonamiento; no querían saber nada de postergar su casamiento, ni siquiera por un año. Gracias al sexto sentido que nos hace ver por encima de las ilusiones superficiales y las impresiones falsas, eran conscientes el uno del otro, y no querían dejarse escapar. La madre de Innokenty, gravemente enferma, se oponía al casamiento. (Pero, ¿qué madre no se opone al casamiento de su hijo?) El fiscal tampoco quería dar su consentimiento. (¿Qué padre está dispuesto a ceder de buen grado su linda hija de dieciocho años?) Pero todos tuvieron que darse por vencidos. Los jóvenes se casaron y su felicidad era leyenda entre sus amigos.

Su vida matrimonial empezó bajo los mejores auspicios. Perteneció a ese círculo de gente que no sabe lo que quiere decir caminar o tomar un subterráneo, ese grupo social que, incluso antes de la guerra, usaba el avión en lugar del tren, que jamás se había preocupado de amueblar un departamento.

Donde quiera que fuesen —Moscú, Teherán, la Costa Siria, Suiza— una casa, villa o departamento, lujosamente amueblados, esperaba a la joven pareja. Además, sus filosofías eran coincidentes: "La vida es una sola". Así que tomemos todo lo que la vida nos puede dar, menos una cosa: el nacimiento de un hijo. Porque un niño es un ídolo que absorbe los jugos del ser y que no da por ese sacrificio siquiera su agradecimiento.

Con semejantes ideas, estaban muy acordes con las circunstancias en que vivían y las circunstancias estaban acordes con ellos. Probaron toda fruta nueva o rara. Aprendieron a diferenciar el gusto de todo cognac fino, el vino del Rhône, el vino de Córcega, conocieron los productos de todas las viñas de la tierra. Usaron ropas de todas clases. Bailaron todos los bailes posibles. Se bañaron en todos los balnearios de renombre. Jugaron al tenis y navegaron en lujosos yates. Presenciaron un par de actos de toda pieza de teatro que saliera de lo común. Hojearon todos los libros que causaron sensación.

Durante seis años, los mejores de su juventud, gozaron juntos de todo. Esos fueron los años durante los cuales la humanidad sollozaba separaciones, moría en los frentes o bajo las ruinas de las ciudades destrozadas, cuando adultos, enloquecidos arrebataban migajas de pan negro de manos de sus propios hijos. Pero ni la más leve nube formada con los hedores del dolor del mundo, vino a empañar el límpido cielo bajo el cual vivían Innokenty y Dotnara.

¡Después de todo, la vida es una sola!

Sin embargo, amaban decir los antiguos hombres rusos que los caminos del Señor son inescrutables. Al finalizar su sexto año de matrimonio, cuando los bombarderos se habían detenido y las armas se habían silenciado, cuando las verdes briznas, ahogadas y olvidadas en el humo de la guerra empezaron a dar señales de renovado crecimiento, cuando en todas partes la. gente empezaba a recordar que la vida era una sola —precisamente fue en esos meses, cuando Innokenty empezó a sentir el hastío insípido y asqueante hacia todos los frutos materiales de la tierra que era dable oler, olfatear, tomar, comer y palpar.

Esto lo asustó al principio. Se debatió en contra de su nuevo sentimiento, esperó que pasara como una enfermedad; pero no pasó. No podía comprenderlo. Tenía todo al alcance de la mano y, sin embargo, le faltaba algo.

Sus alegres amistades, junto a quienes hasta ese momento se había sentido tan cómodo, de repente comenzaron a gustarle cada vez menos. Uno parecía algo tonto; el otro, algo grosero; el tercero, demasiado pagado de sí mismo.

No sólo se había sentido apartado de sí mismo, sino también de su rubia Dotty, — como hacía tiempo llamaba a Dotnara, a la manera europea— su propia mujer con la que hasta entonces había sido tan unido y de la cual se sentía ahora distanciado y alejado.

A veces sus opiniones le parecían demasiado incisivas. O su voz sonaba demasiado segura. En más de una oportunidad, encontró fallas en su comportamiento, mientras que ella parecía convencerse más y más de que tenía razón en todo.

La vida elegante empezó a resultarle opresiva, pero Dotty no quería ni oír hablar de un cambio. Peor aún; ella, que solía abandonar cada cosa nueva por la próxima, de repente se sintió apegada a todas las cosas que tenían en sus departamentos para siempre. Llevaba ya dos años mandando a Moscú enormes bultos desde París; Innokenty lo encontraba espantoso. Y además, ¿es que siempre había comido de esa forma, masticando así, chasqueando, especialmente al comer fruta?

Pero, en la realidad, el problema era, no un cambio en sus amigos ni en su mujer, pero sí en el propio Innokenty: le faltaba algo y no sabía qué.

Innokenty hacía mucho tiempo que estaba conceptuado como un epicúreo. Así le habían dicho y había aceptado la denominación gustoso, aunque, en realidad, no sabía bien lo que quería decir. Hasta que un día, aburrido en su casa de Moscú, se le ocurrió echarle un vistazo al trabajo del maestro y descubrir que era exactamente lo que había enseñado. Empezó revisando los armarios donde su madre había guardado los libros. En uno de los tres esperaba encontrar un libro sobre Epicuro; tenía un vago recuerdo de haberlo visto allí, cuando era pequeño.

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