No había frutas en almíbar en el menú ese día. Era día de semana.
Convencida de la falsedad de las calumnias que circulaban en Occidente, la Sra. R. y su séquito salieron al corredor. Allí dijo: ¡Qué defectuosos son sus modales! ¡Y qué bajo es el nivel de desarrollo de estos desgraciados! Claro que uno debe abrigar la esperanza de que diez años aquí los hagan adaptarse a la civilización. Tienen una magnífica prisión.
"El sacerdote sé colocó de un brinco en medio del grupo saliente, temeroso de que cerraran la puerta antes de que él estuviera afuera. "Cuando las visitas hubieron abandonado el corredor, el consabido capitán de los guantes blancos entró corriendo a la celda. "¡Arriba!, vociferó. ¡Alinearse de a dos! ¡Al corredor! "Como notara que algunos tardaban en comprender el significado de sus palabras, les propinó una explicación suplementaria con la suela de sus zapatos.
"Sólo entonces se supo que un prisionero con pretensiones literarias se había tomado en serio el permiso de escribir sus memorias. Esa mañana, mientras todos dormían, se las había arreglado para redactar un par de capítulos que se llamaban: 'Cómo fui torturado' y 'Mis encuentros en Lefortovo', respectivamente”.
Las memorias le fueron confiscadas 'ipso facto' y una nueva causa se abrió en contra del ansioso escritor, por bajas calumnias contra los Órganos de Seguridad del Estado.
Y nuevamente, con el castañetear de los dedos (llevó al zek) y el golpearse de las llaves contra los cinturones, fueron llevados a través de puertas de acero hasta la habitación contigua a los baños, la cual todavía brillaba en su eterna gama de malaquita y rubí. Allí se les quitó todo, hasta la ropa interior de color azul cielo que llevaba y cada uno fue objeto de una cuidadosa revisación. En el trascurso de dicha operación, el Sermón de la Montaña, arrancado del evangelio de bolsillo que había circulado por la celda, fue descubierto en un costado de la boca de un preso. El autor de la hazaña y en concordancia con ella, fue golpeado, primero en la mejilla derecha y luego en la izquierda. También les sacaron las esponjas y el jabón 'El hada de las lilas', y los hicieron firmar nuevamente por ellos.
Dos guardias entraron en sus roñosas vestimentas. Con maquinillas desafiladas y sucias les raparon la zona puberal y luego con el mismo instrumento les cortaron el pelo de la cara y de la cabeza. Finalmente les echaron 20 gramos de jabón líquido y maloliente y los encerraron en el baño. No había nada más que hacer, así que los prisioneros se volvieron a lavar.
Después, con el rugido de un cañón, se abrió la puerta, y salieron al oscuro vestíbulo púrpura. Dos viejas mujeres sirvientas del infierno sacaron por medio del conocido aparejo los ganchos calientes de donde pendían los antiguos harapos de nuestros héroes.
Cabizbajos, volvieron a la Celda 72, donde sus cincuenta compañeros compartían nuevamente los tablones con las chinches —camas, ardientes de curiosidad por saber qué había sucedido. Una vez más, los bozales cubrían las ventanas y las palomas blancas habían desaparecido bajo una mano de pintura verde oliva. En el acostumbrado rincón había una letrina de cuatro baldes.
“Sólo en el nicho, olvidado, el pequeño Buda de bronce sonreía misteriosamente".
SÓLO TENÉIS UNA CONCIENCIA
En el mismo momento en que se estaba contando este cuento, en otra parte de Moscú, Shchagov les estaba sacando brillo a sus botas, algo viejas pero que todavía conservaban su forma. Luego se puso el uniforme de gala, recién planchado, sus condecoraciones, bien limpias atornilladas, y sus galones otorgados por sus heridas y partió rumbo al otro extremo de la ciudad. Se lo había invitado por medio de Alexei Lanski, con quien había trabado amistad en el frente, a una fiesta en lo del fiscal Makarygin, cerca de los portones de Kaluga. (Por desgracia para Shchagov, la indumentaria militar catastróficamente estaba pasando de moda en Moscú y pronto se vería en la obligación de tomar parte en la incesante puja por trajes y zapatos).
La fiesta era para la gente joven y para la familia Makarygin en general, celebrando la segunda Orden de Lenín que le había sido otorgada al fiscal. Para el caso, los jóvenes que asistirían no eran muy allegados a la familia y nada les importaban las distinciones, con que se honrara al fiscal. Pero papá había sido generoso en cuanto a gastos, y esa sola razón bastaba para asistir a una fiesta. También iba a estar allí Lisa, la chica con quien Shchagov le había dicho a Nadya que se había comprometido, aunque todavía nada estaba decidido y menos publicado oficialmente. Era por Lisa que Shchagov le había pedido a Lanski que le consiguiera una invitación.
Ahora, con unas cuantas frases de iniciación preparadas de antemano, subía la misma escalinata en la que Clara continuaba viendo cómo la mujer fregaba los escalones; subió al mismo departamento donde el hombre cuya mujer estuvo a punto de seducir hacía poco, se había arrastrado de rodillas para colocar las planchas del "parquet", cuatro años más tarde.
Los edificios también tienen su historia.
Shchagov tocó el timbre, y Clara le abrió la puerta. No se conocían, pero ambos adivinaron quién era el otro.
Clara tenía un vestido de crepé de lana, verde mate, recogido en la cintura, de donde arrancaba una pollera larga. Una franja de brillantes bordados verde claro rodeaba el escote, le cruzaba el pecho y terminaba en los paños a modo de pulseras.
Ya había un buen número de sacos de piel colgados en el vestíbulo pequeño y angosto. Antes de que Clara pudiera invitarlo a sacarse el saco, sonó el teléfono. Ella levantó el tubo y empezó a hablar, al tiempo que indicaba con gestos a Shchagov que se quitara el sobretodo.
—¿"Ink"? ¡Hola! ¿qué? ¿Todavía no has salido? ¡Ven inmediatamente! "Ink", ¿qué es eso de que no te sientes con ganas? ¡Papá se va a ofender! Sí, tu voz suena a cansado, pero haz un esfuerzo. Bueno, un momentito, entonces, voy a llamar a Nara. ¡Nara! — llamó, dirigiéndose al cuarto de al lado—. Tu esposo llama. ¡Ven! ¡Sáquese el sobretodo! — Shchagov ya se había despojado de su abrigo militar—. ¡Sáquese las galochas! — No llevaba galochas—. Oye, no quiere venir. ¿Cómo puede ser?
La hermana de Clara, Dotnara —la mujer del diplomático tal como Lansky se la describió a Shchagov— entró en el hall y tomó el teléfono. Ella se paró interceptando el paso de Shchagov hacia el otro cuarto y él, por otra parte, no tenía ningún apuro en apartarse de esta criatura perfumada con su traje de color cereza claro. Bajó un poco la vista y la observó. Algo en su vestido lo sorprendió: las mangas no formaban parte del mismo, sino de una torerita que usaba encima. (Shchagov no entendió que por la ausencia de hombreras sus hombros redondeados se unían con los brazos en una línea natural marcada por la naturaleza e inmejorable). Algo hacía que Dotnara pareciera tremendamente femenina, distinta de todas las demás.
Ninguno de los que se hallaban en la amable sala de recibo podía suponer que en esa inocente conversación telefónica que versaba sobre ir o no ir a una reunión, yacía latente la ruina que puede aguardar a uno hasta en el esqueleto de un caballo muerto, como dice Pushkin en su poema "El Canto del Sabio Oleg"