También esta vez el oído les resolvió la incógnita. Una puerta de acero chirrió del lado de la celda 75 y un crecido número de personas invadió el corredor. Se podía oír una discreta conversación, luego el ruido de pasos ahogados por las alfombras, luego se destacaron voces femeninas, el fru-fru de las polleras, y ya en la puerta de la celda 72, la voz del jefe de la Prisión de Butyrsky; decía en un tono cordial: "Y ahora a la señora, quizás le resultaría interesante visitar una de nuestras celdas. ¿Pero cuál? Digamos que la primera que se nos presente. ¿La 72, por ejemplo? ¡Ábrala, Sargento!
"Y la señora R. hizo su entrada en la celda, acompañada de un secretario, un intérprete, dos venerables quákeras, el director de la Cárcel, varios personajes de civil y otros con el uniforme de la M.V.D. El capitán de guantes blancos se apartó. La viuda del afamado estadista, una mujer eficaz, que se había destacado en el servicio de varias buenas causas, que había hecho mucho en la defensa de los derechos del hombre, la Sra. R., había tomado a su cargo la misión de visitar al flamante aliado de su país, y de ver con sus propios ojos cómo se empleaba la ayuda de la UNRRA. (Se rumoreaba en América que la comida proporcionada por la UNRRA no se distribuía entre el pueblo). También quería cerciorarse de que la libertad de conciencia no se violaba en la Unión Soviética. Ya le habían mostrado a sencillos ciudadanos soviéticos —oficiales de la N.K.V.D. disfrazados para el caso— que vestidos con su tosca ropa de trabajo, habían agradecido a la O.N.U. su ayuda desinteresada. Ahora la Sra. R. había rogado que se le mostrara una cárcel. Su deseo había sido satisfecho. Ahora se sentó en uno de los sillones rodeada de su séquito y dio comienzo a una conversación a través del intérprete.
"Los rayos del sol reflejados por el espejo, inundaban la celda, acariciaban plácidamente la habitación y el amable soplo de Eolo movía con suavidad los cortinados”.
"La Sra. R. estaba muy satisfecha de que la celda donde había entrado al azar, y donde nadie esperaba, estuviera tan asombrosamente limpia y sin moscas y que el candil del icono estuviera ardiendo, aunque fuese un día de semana”.
"Al principio los prisioneros estaban duros y parecían tímidos, pero cuando la distinguida huésped preguntó por intermedio del intérprete si los presos no fumaban para no contaminar el aire, uno de ellos se levantó y, como al descuido, abrió el paquete de Kazbeks que había sobre la mesa, sacó un cigarrillo, lo encendió y ofreció otro a un compañero”.
La expresión del mayor general se oscureció por un momento.
Lucharemos contra este vicio, dijo con energía, porque el tabaco es un veneno.
Otro recluso se sentó a la mesa y empezó a hojear la revista Amerika, muy rápidamente por las dudas.
¿Por qué se ha castigado a estos hombres? 'Por ejemplo, ¿a ese caballero que está leyendo la revista?', preguntó la encumbrada visitante.
(A 'ese caballero' le habían dado diez años por una casual relación con un turista americano).
"El mayor general se apresuró a responder: 'Ese hombre era un activo nazi. Trabajaba para la Gestapo. Personalmente incendió un pueblo ruso y, si me disculpa por tocar estos temas, violó a tres jóvenes campesinas rusas. El número de niños que asesinó probablemente nunca se podrá saber con certeza.
¿Se lo ha condenado a muerte?, preguntó horrorizada la Sra. R.
No, esperamos que se reforme. Se lo ha sentenciado a diez años de trabajo honesto.
La cara del prisionero, denotaba sufrimiento, pero no se interrumpió y siguió leyendo la revista con temblorosa prisa.
En ese momento, un sacerdote de la Iglesia Ortodoxa Rusa, entró, como por accidente, a la celda. Ostentaba una gran cruz de madre perlas sobre el pecho. Era obvio que estaba en una de sus rondas habituales; se sentía muy incómodo por la presencia de las autoridades y sus desconocidos acompañantes en la celda.
Quería irse, pero a la Sra. R. le cayó en gracia su modestia y le encareció que prosiguiera con sus tareas. Inmediatamente el sacerdote le endilgó un evangelio de bolsillo a uno de los alarmados prisioneros. Luego se sentó en un catre al lado de otro, a quien la sorpresa lo había tornado de piedra, y le dijo: “Hijo mío, la última vez me pediste que te hablara de los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo".
Luego la Sra. R. le pidió al mayor general que ahora, en su presencia, les preguntara a los prisioneros si alguno deseaba quejarse a las Naciones Unidas. El mayor general, dijo en un tono amenazador: ¡Atención! ¿Qué dije de los Kazbeks? ¿Quieren que los confine?;
Los prisioneros, mudos hasta entonces, contestaron con indignación, hablando todos al mismo tiempo:
Ciudadano mayor general, no hay otra cosa que fumar".
"Dejé mi tabaco en los otros pantalones"
"No sabíamos"
La ilustre dama percibió la genuina indignación de los prisioneros y oyendo sus alaridos, prestó mucha atención a la traducción:
Que, unánimemente, protestan ante la situación de los negros en América y solicitan que el problema negro sea sometido a la O.N.U.
Pasaron así quince minutos de agradable plática. Fue entonces que el oficial de guardia informó en el corredor al director del establecimiento que el almuerzo de los presos estaba listo. Los invitados les pidieron que no hicieran cumplidos y comieran en su presencia. Abriose la puerta de par en par y lindas jóvenes (las encargadas del vestuario en el papel de camareras) trajeron una sopa de pollo con fideos de tipo corriente y comenzaron a servirla en cuencos. De golpe, una pasión primitiva se apoderó de los otrora dóciles prisioneros. Saltaron sobre sus literas con los zapatos puestos, agazapándose allí con las piernas contra el pecho y las manos cerca de los pies y, en esta postura casi canina, vigilaron en actitud amenazadora la distribución de la sopa. Las visitantes se sobresaltaron pero el intérprete les explicó que se trataba de una típica costumbre rusa.
No era posible persuadir a los prisioneros de que usaran las cucharas de plata que procedían de Alemania. Ya habían sacado sus veteranas cucharas de madera; y apenas el sacerdote bendijo la comida y las camareras distribuyeron las porciones entre los catres, indicándoles que en la mesa había un plato para los huesos, un impresionante conjunto de ruidos producidos por una desenfrenada, absorción se dejó oír, seguido de un crujir de huesos de pollo y todo lo que se les había puesto en los cuencos había desaparecido. El plato de huesos había resultado totalmente inútil.
“Tal vez tienen hambre, dijo la sorprendida visitante como quien deja sentada una inverosímil posibilidad. Puede que quieran más”. '¿Nadie quiere más?', preguntó el mayor general con una voz ronca. "Nadie contestó. Pero nadie quiso más, porque se acordaban de la sabia expresión del campo: "el fiscal dará más".
Con la misma increíble velocidad devoraron unas albóndigas con arroz.