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"Todos estaban satisfechos. No había ninguna queja en el diario comercial Trud, ni en el Vocero del Patriarcado, de Moscú”.

Entre las celdas se encontraba la Nc 72, en nada diferente de las demás. Ya había sido señalada y le cabía un destino especial, pero los prisioneros que dormitaban pacíficamente bajo los camastros o juraban desaforadamente sobre ellos, nada sabían de los horrores que los esperaban. En el día señalado, yacían, como de costumbre, cerca del barril que hacía de letrina, sobre el piso de cemento, cubiertos con taparrabos, tirados sobre los tablones, abanicándose a causa del hediondo calor que debían soportar (la celda no había sido ventilada en años). Mataban moscas o se contaban unos a otros anécdotas sobre lo bien que lo habían pasado durante la guerra, en Noruega, Islandia, o Groenlandia. Su íntimo sentido del tiempo les decía que faltaban menos de cinco minutos para que el carcelero de turno bramara a través de la abertura por la cual pasaba la comida:¡Vamos, acuéstense!, ¡Apagar las luces!

"Pero, de repente, los corazones de los presos se encogieron al escuchar el sonido de las cerraduras; la puerta se abrió y en el marco apareció la estilizada figura de un nervioso capitán de guantes blancos. Estaba de lo más agitado. Detrás suyo se escuchaba el murmullo de un nutrido lote de tenientes y sargentos. En medio de un silencio sepulcral, hicieron salir a los prisioneros al corredor con todas sus pertenencias (En seguida corrió por lo bajo el rumor de que los llevaban a ser fusilados). Ya en el pasillo, cincuenta fueron separados del resto en grupos de diez, y repartidos entre las celdas cercanas donde cada uno, como pudo, se las arregló para encontrar un lugar donde dormir.

"Estos afortunadas individuos se libraron del aterrador destino que esperaba a los demás veinticinco. Lo último que alcanzaron a ver de su querida celda 72, fue que un tipo de máquina infernal provista de un atomizador, entraba por la puerta de la que hasta entonces había sido su morada. Se les ordenó dar media vuelta a la derecha, y, al son producido por las llaves de los carceleros contra las hebillas de sus cinturones y del castañetear de sus dedos (lo que en Butirsky quería decir estoy llevando un zek), fueron conducidos a través de varias puertas de acero, y se los hizo bajar un buen número de escaleras, hasta llegar a un cuarto que no era ni el sótano de ejecuciones ni la cámara de torturas, sino la archiconocida antecámara de los famosos baños de Butirsky. Esta habitación tenía un aire de decepcionante e inofensiva cotidianidad: las paredes, los bancos y el piso estaban embaldosados en color chocolate, colorado y verde; había poleas que rodaban estrepitosamente mientras accionaban cables que iban y volvían del 'asador' —la sala de esterilización— con ganchos de apariencia infernal para que los prisioneros colgaran de ellos sus piojosas vestiduras. Atropellándose unos a otros, ya que el tercer mandamiento de los zek reza 'si te lo dan, arrebátalo', los reclusos desengancharon las perchas calientes, colocando en ellas sus ropas harapientas, chamuscadas y en ciertos lugares agujereadas por las esterilizaciones a que las sometían cada diez días. Y dos viejas, arrugadas y enrojecidas por el calor, Siervas del Averno, mirando con desprecio la desnudez de los prisioneros, que no les inspiraban más que repulsión, movían las poleas chirriantes, que conducían los trapos sucios hacia los abismos infernales, al tiempo que cerraban con estrépito tras ellos las puertas de acero.

"Los veinticinco prisioneros estaban encerrados por todas partes. Sólo habían conservado sus pañuelos o los pedazos de camisas rotas que los sustituían. Aquellos que, a pesar de la consunción, poseían una delgada capa de carne en esa modesta parte del organismo sobre la cual la naturaleza nos concede la feliz facultad de sentarnos, estos afortunados sujetos se sentaron en los cálidos bancos, recubiertos de azulejos color esmeralda, frambuesa y marrón. (En el lujo de sus instalaciones los baños de Butyrsky superan en mucho a los de Sandukovsky y algunos sostienen que se ha dado el caso de extranjeros que, movidos por la curiosidad, se entregaron a propósito en manos de la Cheka (policía secreta), sólo para tener el privilegio de bañarse allí”.

Los prisioneros que habían enflaquecido a tal punto que les resultaba imposible sentarse sobre algo duro, recorrían lentamente la habitación, sin preocuparse por tapar sus partes íntimas. Trataban, en calurosa discusión, de penetrar el misterio de lo que sucedía. Mucho hacía que su imaginación anhelaba él alimento del saber.

"De todas maneras, se los mantuvo allí tantas horas que las discusiones desembocaron en el silencio. Los cuerpos se habían cubierto de piel de gallina, y los estómagos, acostumbrados a callarse después de las diez de la noche, hacía tiempo que pedían infructuosamente ser llenados. Entre los que habían discutido, la victoria se la habían llevado los pesimistas que sostenían que el gas venenoso ya se estaba colando por las parrillas que había sobre las paredes y en el suelo y que todos morirían inmediatamente. Unos cuantos ya se habían descompuesto a causa del evidente olor a gas.

"Pero la puerta se abrió con estrépito y todo se trasformó de repente: no había ni rastros de los dos guardias con uniformes sucios que generalmente aparecían con sus roñosas maquinillas para esquilar ovejas; nadie les tiró las tijeras más desafiladas del mundo para romperse las uñas. ¡No! Cuatro oficiales peluqueros entraron arrastrando cuatro equipos rodantes con grandes espejos, agua de colonia, fijador para cabello, barniz de uñas, etc... hasta pelucas teatrales. Y cuatro importantes y venerables maestros peluqueros, dos de ellos armenios, seguían el increíble cortejo. En la peluquería de campaña instalada detrás de la puerta, los prisioneros no sólo tuvieron el privilegio de que les cortaran el pelo puberal con la parte lisa de la maquinilla apretada contra las partes más tiernas, sino que incluso se las empolvaron con talco rosa. Las navajas pasaban suavemente por sobre sus macerados pómulos y sus oídos fueron gratamente sorprendidos por la frase '¿Acaso le molesta?'. No sólo no les esquilaron las cabezas al ras, sino que les ofrecían pelucas. No sólo no les desollaban los mentones, sino que a pedido de los clientes, les dejaban barbas y patillas incipientes. Al mismo tiempo, los oficiales barberos, echados en el suelo, les recortaban cuidadosamente las uñas de los pies. Por último (último en orden cronológico pero no en orden de importancia) nadie estaba parado en la entrada del baño para echar 20 gramos de hediondo y líquido jabón sobre las palmas del solicitante. En su lugar se encontraba un sargento que, contra entrega de un recibo, les daba a cada uno una esponja traída de las islas de Coral y un abundante trozo de un jabón de tocador que hasta se llamaba 'El hada de las lilas'.

"Entonces, como siempre, los encerraban en el baño y los dejaron bañarse a su gusto y paladar. Pero el baño había dejado de ofrecer interés alguno para los prisioneros. Su discusión era más calurosa que la humeante agua de Butyrsky. Ahora era el partido de los optimistas el que prevalecía. Declaraban que Stalin y Beria habían huido a China, que Molotov y Kaganovich se habían convertido al catolicismo, que había un gobierno socio-democrático en Rusia, con carácter provisional y que ya se estaba llamando a elecciones para la Asamblea Constituyente.

"Justo en ese momento la puerta del baño se abrió con un ruido parecido al de un cañón, y en el salón violeta de al lado las cosas más inverosímiles les estaban reservadas. A cada uno se le dio una afelpada toalla rosada y un cuenco lleno de avena cocida, equivalente a seis días de ración para un prisionero en los campos de trabajo. Los prisioneros tiraron las toallas al suelo y devoraron la sopa de avena a una velocidad sorprendente, sin ni siquiera esperar la llegada de cucharas u otros implementos. Hasta el viejo mayor carcelero que asistía al espectáculo se sorprendió y ordenó una segunda vuelta para todos. También devoraron eso sin chistar. Lo que sucedió después, nadie de ustedes va a adivinarlo. Trajeron papas normales —ni heladas, ni podridas, ni negras—, sino que simplemente comestibles.

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