—Creo que puedo conciliar sus posiciones —dijo Pótapov, sonriendo socarronamente—. En este siglo se dio el caso concreto de que cierto ingeniero en electricidad y cierto matemático, preocupados por el estancamiento de la literatura de su país, colaboraron en un cuento corto que ¡ay! quedó inédito porque ninguno de ellos tenía lápiz.
—¡Andreich! — exclamó Nerzhin—, ¿puede usted recrearlo?
—Bueno, trataré, con tu ayuda. Después de todo fue la única obra de mi vida. Debería poder recordarla.
—Muy divertido, muy divertido, caballeros —dijo Sologdin, animándose y poniéndose más cómodo. Le encantaban estas diversiones carcelarias.
—Pero, por supuesto, comprenderán, como nos enseña Lev Grigorich, que ninguna creación artística puede ser comprendida sin conocer la historia de cómo llegó a ser creada y cuál fue el encargo social.
—Está haciendo progresos, Andreich.
—Queridos invitados, terminen con la pastelería, que fue especialmente preparada para ustedes. La historia de este evento creativo es la siguiente: en el verano de 1946, en una celda atrozmente atiborrada en el sanatorio de BuTyur, así llamado a causa del monograma estampado en las tazas del Butyrshaya-Tyurma... Gleb Vickentich y yo fuimos primeros vecinos debajo de los tablones que nos servían de cama, y luego sobre ellos nos sofocábamos, siempre por falta de aire, gemíamos de hambre y no hacíamos otra cosa que charlas interminables y comentarios sobre las costumbres de los que nos rodeaban. Uno de nosotros dijo el primero: ¿Y qué si...?"
—Fue usted, Andreievich, quien dijo primero "¿Y qué si...?" La imagen fundamental, que también servía de título, era, en todo caso, suya.
—"¿Y qué si...?" —dijimos Gleb Vickentich y yo—. ¿Y qué si de repente en nuestra celda-?...
—¡Oh, no se hagan desear! ¿Cómo era el título?
—Muy bien, ¡saliendo a entretener a este orgulloso mundo!, vamos a tratar los dos de recordar ese cuento, ¿en? — y la voz cascada y monótona de Potapov estaba ronca cual la de un constante lector de libros polvorientos—. El titulo era: "La sonrisa del Buda."
LA SONRISA DEL BUDA
"La acción de nuestra extraordinaria historia tuvo lugar durante la achicharrante ola de calor del año 194..., cuando los prisioneros, cuyo número sobrepasaba en mucho al de los legendarios cuarenta ladrones, languidecían medio desnudos en el aire viciado, detrás de las ventanas cerradas por los bozales de una celda en la mundialmente célebre cárcel Butyrsky.
"¿Qué se puede decir de esta utilísima institución? Su origen se remonta hasta la época de Catalina la Grande, cuando no era más que una barraca para las tropas. En esa época de crueldad de la Emperatriz, no escatimaron ladrillos para construir las paredes de las fortificaciones y las bóvedas de los techos.
Construyose el venerable castillo como todo castillo ha de ser.
"Después de la muerte de la iluminada y epistolar amiga de Voltaire, las cámaras resonantes que el tosco paso de las botas de los carabineros había poblado de marciales ecos, quedaron abandonadas. Pero años después, a medida que el progreso tan deseado por todos nosotros avanzaba en nuestra patria, los coronados descendientes de la susodicha dama autoritaria creyeron conveniente alojar allí, en píe de igualdad, a herejes que hacían tambalear el trono ortodoxo y a oscurantistas refractarios al progreso.
"La cuchara del albañil y la espátula del revocador dividieron esas bóvedas en cientos de celdas espaciosas y acogedoras. La insuperable maestría de los herreros rusos forjó enrejados fortísimos para las ventanas, y estructuras tubulares para apoyar literas que se colocaban de noche y se retiraban de día. Los mejores artesanos de entre nuestros talentosos siervos contribuyeron enormemente a la gloria inmortal del castillo de Butyrsky: los tejedores tejieron lonetas para tender sobre los sostenes en vez de los duros camastros; les plomeros instalaron un eficiente sistema para la eliminación de aguas servidas; los caldereros hicieron letrinas en dos cómodas medidas, terminadas con manijas y hasta con tapas; los carpinteros practicaron los "agujeros en las puertas", por donde se pasaba la comida y los vidrieros instalaron mirillas; los cerrajeros colocaron cerraduras; y, últimamente, durante la moderna era del comisario del pueblo Yezhov, especialistas en la materia vertieron vidrio opaco derretido sobre las verjas de acero que se colocaron de refuerzo, creando así estos originales bozales para las ventanas, cuya misión consistía en cortar las sediciosas miradas que los aviesos prisioneros podían dirigir hacia el patio de la cárcel, hacia la capilla de los presos (que también solía servir de calabozo), o simplemente hacia un pedazo de cielo azul.
"Consideraciones de orden práctico indujeron a los encargados del sanatorio de Butyrsky a colocar veinticinco armazones para cuchetas en las paredes de cada celda, simplificando así el recuento de los prisioneros (dado que pocos eran los guardias que contaban con estudios superiores completos); cuatro celdas representaban cien cabezas; un pasillo de ocho celdas representaba doscientas cabezas.
Y así, por largas décadas, floreció esta saludable institución, sin despertar ni la censura de la sociedad, ni las quejas de los prisioneros. Podemos deducir que, prácticamente, no había ninguna objeción por parte de la sociedad, del hecho de que muy pocas aparecieron en las páginas del 'Boletín de la Bolsa', y absolutamente ninguna en el Izvestiya, el periódico de los diputados, de los trabajadores y los campesinos.
"Pero el paso del tiempo no favorecía al mayor general que regía la cárcel de Butyrsky. En los primeros días de la guerra, hubo que violar la norma establecida referente a los veinticinco habitantes por celda, para admitir nuevos pobladores, para quienes no había cuchetas. Cuando el excedente tomó proporciones alarmantes, las literas fueron definitivamente quitadas, así como las lonetas, y grandes tablones ocuparon su lugar. El triunfante mayor general y sus camaradas pudieron así hacinar hasta cincuenta personas en cada celda y después de la guerra, setenta y cinco. Todo esto, sin embargo, no afectaba en lo más mínimo la situación de los carceleros, que ahora sabían que había seiscientas cabezas en cada pasillo. Además, se les pagaba extra por cada supernumerario.
"En semejantes condiciones de densidad, no tenía sentido el repartir libros, juegos de ajedrez, o dominó, ya que de todas maneras, ni siquiera hubieran cabido en la celda. Con el tiempo, la ración de pan para estos enemigos del pueblo fue reducida; el pescado reemplazado por carne de anfibios e himenópteros; repollo y ortigas suplantados por forraje. La terrorífica torre Pugachev, donde la Emperatriz había mantenido en cadenas al héroe popular, cumplía ahora la pacífica misión de silo.
Más y más gente llegaba a la prisión. Con la gran mayoría de nuevos, las viejas leyendas perdían su forma. Ellos no sabían que sus antecesores se habían mecido sobre lonetas y leído libros prohibidos (que sólo podían encontrarse tras los muros de una prisión). El guiso de ictiosauro ó la sopa de forraje eran traídos en un humeante barril. A causa del amontonamiento, los prisioneros se echaban como perros en los tablones, con las piernas apretadas contra el pecho, usando las manos para las funciones de sostén y desplazamiento. En esta posición de perros mostrando los dientes, vigilaban la igualitaria distribución del potaje. Las escudillas eran sorteadas siguiendo los clásicos recorridos “de la letrina a la ventana” y “de la ventana al radiador”; entonces, los ocupantes de los tablones-camastros y los de las guaridas que estaban debajo de los tablones casi volcando con las colas y las patas las escudillas vecinas con setenta y cinco bocas, lamían rápidamente el brebaje portador de vida y sólo el ruido de su ansioso chasquear turbaba el silenció filosófico de que gozaba la celda.