El arte, para Kondrashev-Ivanov, no era una ocupación, ni una rama del saber. Para él, era la única forma posible de vida. Todo a su alrededor —un paisaje, un objeto, una persona o una mancha de color— tenía la resonancia de una de las veinticuatro tonalidades, y sin vacilar Kondrashev podía identificar el tono en cuestión. Llamaba, por ejemplo, a Rubin “do menor". Cada tonalidad tenía su correspondiente color — una voz humana, un estado de ánimo, una novela de la misma tonalidad tenía el mismo color, y Kondrashev-Ivanov podía nombrarlo. (Por ejemplo, fa sostenido mayor era azul oscuro y oro).
El único estado que Kondrashev-Ivanov nunca había experimentado era la indiferencia. Era conocido por sus exageradas atracciones y repulsiones, por sus juicios absolutos. Era admirador de Rembrandt y detractor de Rafael, fanático de Valentine Serov y violento enemigo de los Peredvizhniki, artistas populares rusos que precedieron a los realistas soviéticos. No podía aceptar nada a medias, sino que las cosas lo deleitaban o lo repugnaban. No quería oír ni el nombre de Chekhov y rechazaba a Tchaikovsky (declarando "¡me sofoca!, me quita la vida y la esperanza"). En cambio, se sentía tan compenetrado con los corales de Bach y con los conciertos de Beethoven, como si él mismo los hubiera compuesto.
Ahora Kondrashev-Ivanov estaba envuelto en una discusión acerca de si el arte debía o no imitar a la naturaleza.
Por ejemplo, uno quiere pintar una ventana que se abre sobre un jardín en una mañana de verano —decía. Su voz era juvenil y llena de entusiasmo, y si uno cerraba los ojos, podía creer que hablaba un jovencito—. Si una siguiera honestamente a la naturaleza y representara todo tal cual lo ve, ¿sería realmente todo? ¿Qué habría sido del canto de los pájaros? ¿Y de la frescura de la mañana? ¿Y esa claridad y limpieza invisible que a uno lo traspasa? Después de todo, mientras uno pinta, percibe estas cosas; son parte de la percepción de la mañana de verano. ¿Cómo pueden ser captadas en la pintura? ¿Cómo conservarlas para el espectador? Evidentemente, deberían ser incluidas, por composición, por color... no existen otros medios.
En otras palabras, el pintor no se limita a copiar.
—¡Por supuesto que no! De hecho, con cada paisaje —siguió Kondrashev-Ivanov excitado—, con cada paisaje y con cada retrato también, uno empieza por recrear sus ojos en la naturaleza, pensando: "¡Qué maravilla! ¡Qué perfección! ¡Si sólo pudiera captarla como es! Pero al entrar más profundamente en el trabajo, uno nota repentinamente en la naturaleza, una especie de falta de gracia, una tontería, una incongruencia. ¡Allí, y allá también! ¡Debería ser de tal otra manera! ¡Y así hay que pintarla!" Kondrashev-Ivanov miró triunfante a los demás. — Pero, querido amigo —objetó Rubin—, "debería ser", es una pauta muy peligrosa, que puede conducirte a convertir a los seres humanos en ángeles y demonios, haciéndolos usar los coturnos de la tragedia clásica. Después de todo, si pintas un retrato de Andrei Andreich Potapov, debe mostrar a Pótapov como es.
—¿Y qué quiere decir, mostrarlo como es? — preguntó rebelándose el artista—. Externamente sí. Debe haber cierto parecido en las proporciones de la cara, la forma de los ojos, el color del pelo. ¿Pero no es imprudente creer que uno puede ver y conocer la realidad precisamente como es? Particularmente, la realidad espiritual. ¿Quién la ve y la conoce? Si, mirando el modelo, veo algo más noble que lo que ha demostrado en toda su vida, ¿por qué no debo retratarlo? ¿Por qué no puedo ayudar a un hombre a encontrarse y tratar de mejorar?
—Bueno, entonces es usted cien por cien realista socialista —dijo Nerzhin golpeando las manos—. Foma no sabe a quién tiene aquí.
—¿Por, qué debo subestimar su alma? — Kondrashev-Ivanov miró amenazadoramente a través de sus anteojos, que nunca se le movían de la nariz—. Les diré algo más: es una gran responsabilidad, no sólo de los retratistas sino de todo tipo de comunicación humana, ayudar al prójimo a descubrir lo mejor de sí mismo.
—Lo que quieres decir es que no puede existir objetividad en el arte.
—¡Sí, soy no-objetivo y me enorgullezco de ello! — rugió Kondrashev-Ivanov.
—¡Qué! ¿Cómo es eso? — preguntó Rubín asombrado.
—Eso mismo, eso mismo. Estoy orgulloso de mi no-objetividad —declaró Kondrashev-Ivanov, descargando sus palabras como golpes, sólo que la litera de arriba no le daba espacio suficiente—. ¿Y usted Lev Grigorich? Y usted tampoco es objetivo, pero cree que lo es, lo cual es mucho peor. Yo, por lo menos, soy no-objetivo y lo sé. Lo cito como un mérito. ¡Es mi "yo"!
—¿Yo soy no-objetivo? — preguntó Rubín—. ¿Yo? ¿Entonces quién es objetivo?
—¡Nadie, por supuesto! — exultó el artista—. ¡Nadie lo ha sido y nadie lo será jamás! Cada acto de percepción tiene un colorido emocional ¿No es así? Se supone que la verdad es el resultado final de una larga investigación, pero ¿no percibimos una especie de verdad crepuscular antes de comenzar la investigación? Tomamos un libro y en seguida el autor resulta desagradable. Y antes de leer, desde la primera página sabemos que no nos gustará y, por supuesto, no nos gusta. Usted empieza a establecer la comparación de cien idiomas mundiales, usted recién se rodeó de diccionarios, usted tiene cuarenta años de labor, por delante, pero desde ya está convencido de que probará exitosamente que todas las palabras derivan de "mano". ¿Es eso objetividad?
Nerzhin, encantado, se reía a gritos de Rubín, y éste reía también. ¿Podría alguien enojarse ante este hombre tan puro?
—¿No pasa lo mismo en las ciencias sociales —agregó Nerzhin.
—Hijo mío —razonó Rubín—, sí fuera imposible predecir los resultados, no podría existir el "progreso", ¿no es cierto?
—¡Progreso! — gruñó Nerzhin—. ¡Al diablo con él! Me gusta el arte porque no lo admite.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente eso. En el siglo XVII existió Rembrandt, y todavía estamos en Rembrandt. Trata de superarlo y, sin embargo, la tecnología del siglo XVII ahora nos parece primitiva. Toma los progresos técnicos de 1870. Son juego de niños para nosotros. Pero "Anna Karenina" fue escrito en esa época y ¿puedes mencionarme algo mejor?
—Su argumento, Gleb Vikentich —interrumpió Adamson apartándose de Pryanchikov—, puede tener otra interpretación. Puede significar que los científicos e ingenieros han estado creando grandes obras en estos últimos siglos y han hecho progresos reales, en tanto que los "snobs" del arte evidentemente han andado haciendo payasadas. Los parásitos...
—¡Se vendían! — exclamó Sologdin con indescriptible satisfacción. Seres tan opuestos como él y Adamson estaban unidos en la misma idea.
—¡Bravo!, ¡bravo! — se unió Pryanchikov—. Amigos, esto es formidable. Es exactamente lo mismo que les dije anoche en el Laboratorio de Acústica.
(En esa ocasión había estado sosteniendo la superioridad del jazz, pero ahora parecía que Adamson expresaba precisamente su idea).