Ahora Kagan estaba fastidiando a Rubin, pero a suficiente distancia como para que éste, desde su litera, no pudiera patearlo.
—Lev Grigorich —dijo en su tono lento y meloso—, está usted perdiendo evidentemente su sentido de responsabilidad social. Las masas esperan entretenimiento. Sólo usted puede proporcionárselo y está sumergido en un libro.
—Isaac, váyase al diablo —dijo Rubin—. Estaba recostado boca abajo, leyendo, con su chaqueta acolchada sobre los hombros, encima de su mameluco. La ventana entre él y Sologdin estaba abierta por el grosor de "Maikovsky" y había una agradable corriente de aire fresco.
—¡No, es en serio, Lev Grigorich! — protestó Kagan insistentemente—. Todos estamos deseando oír otra vez su admirable "El cuervo y la zorra”
—¿Y quién me denunció al "policía"? Fue usted, ¿no es cierto?, gruñó Rubin.
El domingo anterior, para divertir al público, Rubin había improvisado una parodia de la fábula de Krylov "El cuervo y la zorra", llena de jerga carcelaria y de insinuaciones inconvenientes para señoras. Había tenido que conceder cinco repeticiones y fue llevado en hombros por los prisioneros. El lunes, el mayor Myshin lo había llamado y le había iniciado un sumario por corromper la moral de los enemigos del pueblo. Se recogieron declaraciones de testigos y Rubín debió presentar el original de la fábula, junto con una nota aclaratoria.
Hoy, después del almuerzo, Rubin había trabajado dos horas en el nuevo cuarto que le había destinado. Había seleccionado muestras de las palabras y fórmulas típicas del criminal no identificado, las había introducido en el aparato que hacía visibles los sonidos y había colgado las cintas húmedas para que se secaran. Había llegado a algunas presunciones y sospechas, pero no se sentía inspirado en su nuevo trabajo y observaba cómo Smolosidov sellaba la puerta con lacre. Después de esto, había vuelto al cuarto semicircular en medio de una corriente de "zeks", como un rebaño regresando a su querencia.
Como siempre, bajo su almohada, bajo su colchón, bajo su litera, y con la comida en su estante nocturno, yacían media docena de los libros más interesantes que había recibido en paquetes —interesantes sólo para él, razón por la cual no habían desaparecido: diccionarios Chino-Francés, Lituano-Húngaro, Ruso-Sánscrito; la "Guerra con los lagartos" de Capek, una colección de cuentos de escritores japoneses de vanguardia, "Por quién doblan las campanas", de Hemingway —que habían dejado de traducir en Rusia porque ya no era progresista— dos monografías sobre los enciclopedistas, "Joseph Fouché", por Stephan Zweig en alemán y una novela de Upton Sinclair que nunca fue traducida al ruso. (Los diversos diccionarios de lenguas extranjeras demostraban el hecho de que, por dos años, Rubin había estado trabajando en un proyecto grandioso, en el espíritu de Engels y Marr, de derivar todas las palabras de todos los idiomas de los conceptos de "mano" y "trabajo manual" —sin saber que en la noche anterior los corifeos de la filología habían levantado la guillotina ideológica sobre la cabeza de Marr).
Hay una cantidad increíble de libros en el mundo, libros esenciales e importantes, y la sed de leerlos nunca le dejó tiempo a Rubin para escribir uno propio. Ahora mismo estaba listo para leer y leer hasta medianoche, sin pensar en el trabajo de mañana. Pero en las tardes sus ansias de discusión y su ingenio y elocuencia eran especialmente intensos, y hacía falta poco para llamarlo al servicio de la sociedad. Algunos prisioneros en la sharashkano confiaban en Rubin, considerándolo como delator por sus puntos de vista ortodoxos, que no disimulaba, pero no había ninguno que no se deleitara con sus entretenimientos.
La versión de "El cuervo y la zorra", sazonada con la bien imitada jerga del sub-mundo, había sido tan viva, que ahora, siguiendo el ejemplo de Kagan, muchos en el cuarto empezaron a pedir a voces una nueva parodia de Rubin. Y cuando éste se sentó, sombrío y barbudo, y salió del refugio de la litera superior, casi todos los "zeks" dejaron lo que estaban haciendo y se prepararon a escuchar. Sólo Dvoyetyosov, en su litera alta, seguía cortándose las uñas de los pies, de tal manera, que volaban lejos y Adamson, bajo su manta, continuaba leyendo sin darse vuelta. Los "zeks" de los otros cuartos se agolpaban en las puertas, entre ellos el tártaro Bulatov, con anteojos de carey, gritando ásperamente "¡sí, por favor, por favor!"
Rubín no tenía ganas de divertir a una multitud que incluía hombres que despreciaban todo lo que le era querido. Sabía también que otra actuación de su parte significaría, inevitablemente, nuevos inconvenientes el lunes: interrogatorios por "Shishkin-Myshkin", intimidación. Pero siendo ese héroe proverbial que por un rasgo de ingenio sacrificaría a su propio padre, Rubín fingió enfurruñarse, miró a su alrededor solemnemente y, en medio del silencio, dijo lo siguiente:
—¡Camaradas! Estoy asombrado por vuestra frivolidad. ¿Cómo puede hablarse de una obra teatral cuando entre nosotros todavía andan sueltos feroces criminales? Ninguna sociedad puede florecer sin un buen sistema de justicia. Considero necesario empezar nuestra velada con un pequeño juicio. Como un sondeo.
—¡Bien!
—¿A quién vamos a juzgar?
—¡No importa —tiene razón de todas maneras!— resonaron las voces.
—¡Divertido, muy divertido!, Sologdin se acomodó, buscando una mejor posición. Hoy, como nunca, había ganado su descanso, y quería que fuera entretenido.
El cauteloso Kagan, sintiendo que la diversión que había iniciado amenazaba cruzar los límites de lo razonable, retrocedió despacio hacia la pared y se sentó en su litera.
—Descubrirán a quién vamos a juzgar en el curso de las deliberaciones judiciales —explicó Rubín, que en realidad no lo había pensado todavía—. Yo, si no tienen inconveniente, seré el acusador, ya que esa función siempre me ha despertado especiales sentimientos. (Todos sabían, en la sharashka, que Rubin había tenido fiscales que lo odiaban personalmente y que durante cinco años había peleado, solo, contra el Procurador General y el Procurador Militar) ¡Gleb! Tú serás el Presidente del Tribunal. Elige un "trío" de jueces objetivos, sin conexiones personales —en una palabra, completamente sometidos a tu voluntad.
Nerzhin, dejando caer los zapatos, se sentó en su litera alta. A medida que pasaban las horas se sentía cada vez más alejado de su encuentro matinal y más integrado al mundo de los otros prisioneros. El reto de Rubin encontró su apoyo. Se acercó a la baranda de la cama, metió las piernas entre los barrotes de madera y quedó así como en una tribuna alzada sobre el cuarto.
—Bueno, ¿quiénes serán mis asesores?, ¿Suban aquí!
Había muchos prisioneros en el cuarto todos querían oír el juicio, pero ninguno se animaba a ofrecerse como asesor, ya fuera por cautela o por temor al ridículo. En la litera vecina a la de Nerzhin estaba acostado Zemelya, el especialista en vacío, leyendo el diario de la mañana. Nerzhin le manoteó el periódico.