Bañado por la permanente luz eléctrica de la MGB, el arco de la ex iglesia de la propiedad, con sus paredes de cuatro ladrillos y medio de espesor, flotaba indiferente y sin objeto, brillando suavemente, a través de ese negro mar de destinos humanos y confusión.
Si el domingo por la noche la luna se partiera en dos, nuevos Alpes surgieran en Ucrania, el océano se tragara el Japón, o comenzara el diluvio universal, los prisioneros, encerrados tras su arco, no se enterarían de nada hasta la revista de la mañana. No podían llegarles telegramas de parientes ni molestas llamadas telefónicas, ni noticias de la difteria de su hijo, ni un arresto nocturno.
Aquellos que flotaban en el arca eran ingrávidos y tenían pensamientos ingrávidos. No estaban hambrientos ni saciados. No tenían felicidad ni miedo de perderla. Sus mentes no estaban llenas de mezquinos cálculos oficiales, de intrigas, de promociones, y sus hombros no soportaban el peso de preocupaciones sobre vivienda, combustible, pan y ropa para sus hijos. El amor, que desde tiempo inmemorial ha sido la delicia y el tormento de la humanidad, era impotente para comunicarles su vibración o su agonía. Sus condenas eran tan largas que ninguno pensaba siquiera en el día en que saldría en libertad. Hombres con intelecto superior, educación y experiencia, pero demasiado consagrados a sus familias para que les quedara algo que dedicar a los amigos, aquí pertenecían sólo a los amigos.
La luz de las brillantes lamparillas reflejada por los techos blancos, por las paredes lavadas, inundaba con miles de rayos sus lúcidas inteligencias.
Desde aquí, desde el arco, abriéndose paso a través de la oscuridad, podía ser vigilado todo el tortuoso curso de la maldita historia, como desde una altura enorme, pero a la vez uno podía ver cada detalle, cada guijarro en el lecho del río, como si uno estuviese sumergido en la corriente.
En esas horas del atardecer del domingo, la materia y la carne ya no recordaban a la gente su existencia terrenal. El espíritu de la amistad masculina y su filosofía henchían los arcos en forma de velamen.
Tal vez ésta fuera la gloria que todos los filósofos antiguos trataron en vano de definir y de enseñar.
LA PARODIA
En el cuarto semicircular del segundo piso, bajo los altos arcos del techo sobre el altar, la atmósfera era particularmente vital y propicia al pensamiento.
Alrededor de las seis de la tarde, los veinticinco hombres que vivían en el cuarto se habían reunido con espíritu amistoso. Algunos se pusieron en ropa interior tan pronto como pudieron, quitándose "el pellejo" carcelario que ya los tenía hartos, se tiraron en sus literas o treparon como monos a las de arriba. Otros cayeron sobre ellas sin sacarse los mamelucos. Uno estaba parado en la litera de arriba, agitando los brazos y gritándole a un amigo a través del cuarto. Otros sencillamente se sentaban o golpeaban los pies mirando a su alrededor y anticipándose al placer de las próximas horas libres, sin saber qué hacer para pasarlas lo mejor posible.
Entre los últimos estaba Isaac Moiseyevich Kagan, bajo, moreno y velludo, el "director del cuarto de la batería", como se lo llamaba. Estaba particularmente contento desde que había entrado a esta habitación alumbrada y espaciosa, dado que el cuarto de la batería, en el cual permanecía encuevado como un topo durante catorce horas diarias, estaba en un sótano oscuro con escasa ventilación. Aún así, estaba satisfecho con su trabajo en el sótano, pensando que en un campo de concentración se habría muerto hace tiempo. No era de aquellos que se jactaban de que en un campo vivían mejor que en libertad.
En libertad, Isaac Kagan, que nunca completó sus cursos de ingeniería, había sido jefe de un depósito de materiales y repuestos. Había tratado de vivir una existencia oscura y pasar por el costado del camino de la Era de las Grandes Realizaciones. Sabía que era más pacífico y provechoso quedarse tranquilamente a cargo de un depósito. En su fuero interno ocultaba una pasión casi ardiente por el lucro y esto era lo que lo ocupaba. Con todo, al mismo tiempo, dentro de lo posible, aun en el depósito, observaba las leyes del Sabbath. No se sentía atraído hacia ninguna clase de actividad política, pero por algún motivo la Seguridad del Estado lo había elegido precisamente a él para uncirlo a su carro, y lo habían arrastrado a cuartos cerrados y citas conspiratorias, insistiéndole en que se convirtiera en agente secreto. Esa propuesta repugnaba a Kagan. No tenía ni el candor ni la audacia —¿quién los tendría?— para decirles en la cara que lo que le estaban sugiriendo era vil, pero con paciencia inagotable, callaba, gruñía, llevaba las cosas a la larga, vacilaba, se resolvía en la silla y nunca firmó un acuerdo para trabajar para ellos. No era que fuera incapaz de informar. Sin dudarlo se atrevía a denunciar a cualquiera que lo hubiera herido o humillado, pero le hubiera dado náuseas hacerlo con gente que hubiera sido buena o aun indiferente hacia él.
Pero por causa de su terquedad figuraba en los malos registros de la Seguridad Social. Uno no puede protegerse contra todo en este mundo. Existían habladurías entre la gente en su propio depósito. Alguien renegaba contra una herramienta. Alguno protestaba acerca de los materiales y otro respecto de los planos. Isaac callaba y seguía extendiendo facturas con su lápiz indeleble. Pero algo se supo —por cierto que es muy probable que todo estuviera previamente arreglado— y todos hablaron sobre los demás, y cada uno fue condenado a diez años, en virtud del artículo 10. Kagan sufrió cinco careos, pero nadie pudo probar que hubiera dicho una palabra. Si el artículo 58 hubiera aparecido más tarde, hubieran tenido que dejarlo libre, pero el Juez de Instrucción sabía que tenía como último resorte el inciso 12 del mismo artículo: omisión en informar. Así fue cómo, por omisión en informar, lo condenaron a Kagan a los mismos diez astronómicos años que a los demás.
Kagan entró a la sharashkadesde el campo de concentración gracias a su notable ingenio. En un momento difícil de su vida, cuando lo acababan de expulsar del puesto de "delegado principal de las barracas", empezaron a mandarlo al trabajo de desmonte; escribió una carta dirigida al Presidente del Consejo de Ministros, Camarada Stalin, a efectos de que el Gobierno le diera la oportunidad de desarrollar un invento de un sistema para barcos torpederos radio-controlados.
Su previsión fue correcta. Nadie en el Gobierno se hubiera inquietado si humanamente Kagan hubiera escrito que las cosas se le presentaban muy mal y que acudía a ellos para que lo salvaran. Pero la perspectiva de un importante invento militar trajo inmediatamente al inventor a Moscú. Kagan fue llevado a Mavrino y varios jerarcas con insignias celestes y azules se le acercaron y lo apuraron para que pusiera su audaz idea técnica bajo la forma de un diseño de trabajo. De cualquier manera, ahora que había empezado a recibir pan blanco y manteca, Kagan no se precipitó. Con gran frescura contestó que no era experto en torpedos, de modo que, naturalmente, necesitaba uno. En dos meses le consiguieron un especialista en torpedos, un "zek". Pero a esta altura Kagan objetó, muy razonablemente, que él no era un mecánico naval y que, por consiguiente, necesitaría también un especialista de esa rama. En otros dos meses le trajeron un técnico marino, también un "zek". Entonces Kagan suspiró y dijo que la radio tampoco era su fuerte. Había muchos ingenieros de radio en Mavrino, y uno de ellos fue inmediatamente asignado a Kagan. Este último los congregó a todos, e imperturbable, de tal manera que nadie podría sospechar la burla, declaró: "Bueno, mis amigos, ya que están ustedes reunidos, bien pueden, por su propio esfuerzo; inventar un sistema para dirigir por radio barcos torpederos. No me corresponde meter las narices ni aconsejarlos, puesto que ustedes, como especialistas, saben mejor lo que se puede hacer". Y efectivamente, los tres fueron remitidos a una sharashkanaval, mientras Kagan conseguía un puesto en la sección baterías, y todo el mundo ya se había acostumbrado a verlo por allí.