Tomó el codo de Nadya. — ¿Gleb?
—Sí, — contestó apagadamente, casi sin emitir sonido.
—¿Qué pasa? ¿Está preso?
—Sí.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Shchagov muy aliviado. Pensó un minuto y luego salió rápidamente del cuarto.
Nadya estaba tan abrumada de vergüenza y desesperación que no advirtió el cambio en su voz.
Se ha ido. Bien. Estaba contenta de haberle contado todo. Ahora estaba sola otra vez, con la carga de su honestidad.
El filamento de la lámpara apenas brillaba.
Caminó pesadamente a través del cuarto y encontró el segundo cigarrillo en el bolsillo de su tapado. Tomó un fósforo y lo encendió, sentía una extraña satisfacción en su sabor amargo, aun cuando el humo lo hiciera toser.
El capote de Shchagov estaba sobre una de las sillas. ¡Qué apuro había tenido! Se había asustado tanto que había olvidado su capote.
Había una gran calma; alguien en el cuarto de al lado tocaba el Estudio en fa menor de Liszt.
Ella lo había tocado cuando era joven, pero ¿lo habría entendido? Sus dedos habían pulsado las notas, pero nada sabía entonces de la palabra "disperato". Desesperado.
Apoyando la frente contra el vidrio del medio, se estiró y tocó los Otros, fríos, con las palmas de las manos.
Quedó como crucificada en la cruz negra de la ventana.
Había existido solamente un minúsculo punto tibio en su vida y acababa de irse. En sólo uno o dos minutos se había resignado a esa pérdida. Era otra vez la mujer de su marido.
Miró la oscuridad, tratando de reconocer la chimenea de la prisión. Descanso para Marineros. "Disperato". ¡Desesperado! Esa impotente desesperación. Tratando de levantarse, cayendo otra vez. Ese insistente y agudo re bemol —una voz de mujer, angustiada, sin encontrar respuesta.
Las hileras de luces en la calle conducían a alguna parte en la oscuridad, algo así como al futuro, un futuro que debía ser vivido sin deseos de vivir.
El estudio finalizó. Una voz anunció la hora: seis de la tarde.
Nadya se había olvidado de Shchagov, y él volvió sin llamar.
Traía una botella y dos vasos.
—Bueno, esposa de soldado, — dijo con una rudeza alentadora— —¡no pierda el ánimo! Tome un vaso. Si tiene una buena cabeza sobre los hombros, habrá felicidad todavía. ¡Brindemos por la resurrección del muerto!
EL ARCA
Los domingos, aun en la sharashka, había descanso general después de las seis de la tarde. Era absolutamente imposible evitar esta lamentable interrupción del trabajo de los prisioneros, porque los domingos los empleados libres tenían sólo un turno. Era ésta una reprobable tradición, contra la cual eran impotentes de luchar los mayores y tenientes coroneles, porque ellos mismos no tenían interés en trabajar los domingos por la noche. Sólo Mamurin, Máscara de Hierro, se horrorizaba por estas noches vacías cuando se retiraban los empleados libres y cuando encerraban a todos los zeks, quienes en cierto sentido de la palabra, también eran hombres, y le tocaba caminar solo por los corredores vacíos, frente a las puertas selladas y lacradas o bien languidecer en su celda, entre el lavabo, el armario y el catre. Mamurin trataba de conseguir que el GRUPO SIETE trabajara también los domingos por la noche, pero no pudo superar el espíritu conservador de las autoridades de la prisión especial, que no querían doblar el número de guardias dentro de la zona.
Así ocurría que veintiocho decenas de determinados prisioneros —contra todas las normas razonables y códigos de trabajo carcelario— descansaban descaradamente en las tardes de los domingos.
Dicho período de reposo era tal, que una persona no iniciada en esa vida podía pensar que era una tortura inventada por el demonio. La oscuridad exterior y la vigilancia especial necesaria para los domingos impedían autorizar paseos en el patio o cinematógrafo en el galpón. Después de un año de correspondencia con todas las jurisdicciones superiores, se había resuelto que aun los instrumentos musicales tales como el acordeón, la guitarra, la "balalaika" y la armónica, para no hablar de instrumentos mayores, no podían ser permitidos en la sharashka, "dado que su sonido al unísono podía cubrir los ruidos de la excavación de un túnel a través de los cimientos". Los oficiales de seguridad, a través de sus confidentes, estaban tratando incesantemente de descubrir si los reclusos tenían flautas caseras o silbatos musicales, y, por tocar música con un peine, los "zeks" fueron citados a la oficina y se prepararon informes especiales. Menos aún, por supuesto, podía siquiera hablarse de permitir receptores de radio, o el fonógrafo más primitivo, en el dormitorio de la prisión.
Es verdad que los reclusos estaban autorizados para usar la biblioteca de la cárcel, pero la prisión especial no tenía fondos para comprar libros ni estanterías. Sencillamente designaron bibliotecario a Rubín —(un puesto que él había solicitado pensando conseguir buenos libros)— y le entregaron, sólo una vez, un centenar de volúmenes usados, tales como "Mumu" de Turgenev, "Cartas" de Stasov y la "Historia de Roma" de Mommsen, con instrucciones de distribuirlos entre los prisioneros. Estos últimos o bien los habían leído hacía mucho tiempo o bien no querían leerlos, y les rogaban otros materiales a los empleados libres, abriendo así, a los oficiales de seguridad, un amplio terreno para la investigación.
Para su descanso, los prisioneros tenían asignadas diez habitaciones en dos pisos, dos corredores, uno superior y otro inferior, una angosta escalera de madera que unía los pisos y un baño bajo la escalera. El recreo consistía en que les era permitido, sin restricción, recostarse en las literas y aun dormir, si eran capaces de dormirse en medio del ruido. También podían sentarse en las literas, puesto que no había sillas, caminar dentro de la habitación y de un cuarto al otro, incluso en paños menores, fumar en los corredores tanto como quisieran, discutir sobre política en presencia de los delatores y hacer uso del baño sin interferencias ni limitación. Incidentalmente, aquellos que estaban recluidos por períodos prolongados y que tenían el permiso de evacuar dos veces al día, dada la orden, apreciaban este último aspecto de la inmortal libertad. La sensación de plenitud de los domingos por la noche provenía del hecho de que el tiempo les pertenecía a ellos, y no al gobierno. Por eso los períodos de descanso eran apreciados como algo real.
Durante los referidos períodos los prisioneros eran encerrados desde afuera con pesadas puertas de hierro, que nadie abría. Nadie entraba, nadie los citaba ni los buscaba. En esas pocas horas el mundo exterior no podía penetrar o molestarlos ni con un sonido, ni con una palabra, ni con una imagen. Este era el sentido del descanso: que todo el mundo exterior —el universo con sus estrellas, el planeta con sus continentes, la capital con su brillo, sus banquetes y el estímulo a la producción— caían en la inexistencia y se convertían en un océano negro, casi indistinguible a través de las ventanas enrejadas, bajo la iluminación pálida y amarillenta de la zona.