Shchagov había entrado en la guerra ansioso y aterrado. Fue llamado en el primer mes y no lo licenciaron hasta 1946. Durante los cuatro años, dudaba cada mañana si viviría hasta la noche. No sirvió en equipos importantes, y sólo dejó el frente para entrar en el hospital. Estuvo en la retirada de Kiev en 1941 y, a lo largo del Don, en la de 1942. Aun cuando la guerra mejoró en 1943 y 1944, estuvo también esos años en retirada —en 1944 bajo Kovel. En zanjas a los costados de los caminos, en trincheras lavadas, entre las ruinas de las casas incendiadas, conoció el valor de una marmita de sopa, el de una hora de reposo, el sentido de la amistad y el de la vida misma.
Los sufrimientos del Capitán de Ingenieros Combatientes Shchagov no podían ser aliviados ahora ni en décadas enteras. Sólo podía pensar en la gente de una manera: si eran o no soldados. Aún en las calles de Moscú, que parecían haber olvidado todo, mantenía esta distinción: de todos los seres humanos, sólo los soldados podían ser sinceros y amistosos. La experiencia le había enseñado a no confiar en nadie que no hubiera probado el fuego de la batalla.
Después de la guerra, Shchagov había quedado sin familia; la casa en que vivía había sido bombardeada. Sus bienes de este mundo se reducían al fardo que llevaba en la espalda y a una valija llena del botín tomado a los alemanes, si bien es cierto que, para suavizar su reingreso a la vida civil, todos los oficiales desmovilizados reciban doce meses de paga según su rango —salarios por no hacer nada.
Cuando volvió del frente, Shchagov, como muchos combatientes, quedó aturdido. Regresaban momentáneamente mejorados como personas, purificados por el contacto con la muerte y, precisamente por eso, era más duro el choque con la trasformación ocurrida en su país, lejos de las líneas de fuego. Notaban una especie de amargura y endurecimiento de los corazones, a veces una falta total de conciencia, un abismo entre la pobreza hambrienta y la riqueza gorda e insolente.
¡Al diablo con todo! Ciertamente estos ex-soldados seguían existiendo, caminaban por las calles y andaban en subterráneo, pero estaban vestidos de diferentes maneras y ya no se reconocían entre sí. De alguna forma empezaron a dejar las leyes del frente y adoptaron las reglas comunes.
Era algo como para pensarlo.
Shchagoy no hacía preguntas. No era uno de esos infatigables defensores de la justicia universal. Consideraba que las cosas suceden como quieren suceder y que nadie puede detenerlas. Uno sólo puede elegir entre embarcarse o no en ellas. Ahora era evidente que la hija de un General, por la sola virtud de su nacimiento, está predestinada a no ensuciarse jamás las manos; nunca se la encontraría trabajando en una fábrica. Aun si el secretario de una delegación local del Partido quedara cesante, era imposible imaginárselo manejando un torno. Las normas para el trabajo a destajo en las fábricas no eran cumplidas por aquellos que las creaban, así como los hombres que iban a la batalla no eran los mismos que escribían las órdenes para la batalla.
Todo esto, en realidad, no era cosa nueva en este planeta, pero hería a ciertas personas individualmente. Hería al Capitán Shchagov no tener derecho, después de sus leales servicios, a participar en esa manera de vivir por la cual había luchado. Ahora tenía que luchar otra vez, en una batalla no sangrienta, sin fusil, sin granadas de mano; tenía que elaborar el derecho de vivir aquí a través del despacho del contador, y oficializarlo con un sello.
Y hacerlo alegremente.
Shchagov. había partido a la guerra antes de terminar su quinto año y obtener su diploma, de modo que ahora tenía que retomar y abrirse camino graduándose como Candidato de Ciencias. Su especialidad era la mecánica teórica, y había planeado, antes de la guerra, encararla como materia científica. Las cosas eran más fáciles en esa época. Ahora se encontraba en el medio de una explosión universal de amor por la ciencia —cualquier ciencia, toda ciencia— por la razón de que los salarios habían sido aumentados.
¡Muy bien! Juntó fuerzas para este largo ataque. Poco a poco vendió en el bazar su botín de Alemania.
No tenía ropa de última moda; seguía usando en cambio exactamente aquella con la cual había sido desmovilizado: botines militares, pantalones militares, una camisa de campaña hecha de lana inglesa y decorada con cuatro cintas y dos bandas para heridas. Ellas le hacían recordar a Nadya otro Capitán combatiente de primera línea: Nerzhin.
Sensible al fracaso y a la crítica, Nadya se sintió como una niña ante el férreo sentido común de Shchagov. Había pedido su consejo, pero le había mentido con terquedad infantil, diciendo que Gleb había desaparecido en el frente.
Nadya misma no sabía cuándo ni cómo se había empezado a dejar llevar por esto —la entrada "extra" para el cine, el abrazo en broma por el regalo de cumpleaños, pero desde el momento en que Shchagov había entrado esa noche, aun mientras discutía con Dasha, sabía que había venido a verla a ella y que lo inevitable tenía que ocurrir.
Un minuto antes había estado llorando inconsolablemente por su vida arruinada, pero después de romper el billete de diez rublos se había sentido renovada, madura, lista para una nueva vida.
No sentía que hubiera nada contradictorio en esto.
Shchagov había recuperado su equilibrio usual y deliberado. Le había informado claramente a la muchacha que no podía tener esperanzas de casarse con él.
Después de enterarse de su noviazgo, Nadya caminó inquieta un momento por el cuarto, después vino y se paró también ante la ventana, dibujando silenciosamente con un dedo sobre el vidrio.
Él le tuvo lástima. Quería romper el silencio y explicar las cosas con simplicidad, con una franqueza que había abandonado hace tiempo: una pobre estudiante graduada, sin relaciones, sin futuro —¿Qué podía aportarle? Él tenía derecho a un buen pedazo del pastel. Quería explicarle que aunque su novia vivía cómodamente, no era especialmente malcriada. Tenía un espléndido departamento en un edificio selecto, donde sólo vivía gente de lo mejor. Había portero, alfombras— ¿dónde podía verse esto hoy en día? Todo el problema se solucionaría de un golpe. Sería preferible.
Pero sólo pensaba tales cosas, no las decía.
Nadya, apoyando la frente contra el vidrio y mirando hacia la noche, finalmente le contestó sin alegría. — ¡Espléndido! Usted tiene novia y yo tengo marido.
Shchagov se volvió, sorprendido. — ¡Marido! ¿No desapareció?
—No, no desapareció, — dijo Nadya casi murmurando. (¡Con qué temeridad se estaba entregando!)
—¿Cree que todavía vive?
—Lo he visto hoy.
Se había entregado, pero no se arrojaría a su cuello como una colegiala.
Shchagov no necesitó mucho tiempo para comprender lo que había oído. No pensó, como las mujeres, que Nadya había sido abandonada. Sabía que "desaparecido en acción" significaba siempre una persona desplazada, y si esa persona era desplazada nuevamente, esta vez en dirección al este, quería decir generalmente que estaba entre rejas.