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BARONESA. - Pero si su existencia para alguien tiene más valor que para usted... y está vinculada con su vida... ¿Pero y si lo mataran? Si lo matan... ¡Oh, Dios, yo seré culpable de todo!

PRÍNCIPE. - ¿Usted?

BARONESA. - Tenga piedad...

PRÍNCIPE. - (Pensativo) Yo debo ir al duelo: yo soy culpable ante él, he herido su honor aunque no lo sabía, pero no puedo justificarme.

BARONESA. - Hay un medio.

PRÍNCIPE. - Acaso sea mentir. Encuéntreme otra solución. Yo no mentiré para conservar la vida. ¡Voy en seguida!

BARONESA. - Un momento... no vaya... escúcheme. (Tomándolo del brazo) Todos estáis engañados... Aquella mascarita... (Inclinándose casi sobre la mesa) fui yo.

PRÍNCIPE. - ¿Cómo? ¿Usted?... ¡Oh, qué ilusión!.

(Pausa). ¿Pero Shprij? Él me dijo... ¡Él es el culpable de todo!

BARONESA. - (Volviéndose y apartándose algo) Fueron momentos de olvido, una locura terrible de la que me arrepiento ahora. Ya ha pasado y olvídese de todo. Devuélvale la pulsera, que fue encontrada por casualidad por este destino extraño y prométame que este secreto quedará entre nosotros... A mí me juzgará Dios y a usted lo perdonará... Yo me retiro... y pienso que ya no nos veremos más. (Acercándose a la puerta, ve que él quiere seguirla) No me siga. (Sale).

PRÍNCIPE. - (Solo. Después de larga reflexión) Realmente no sé qué pensar. De todo esto sólo comprendo que he perdido una ocasión feliz como un simple escolar. Dejándola ir sin hacer nada.

(Acercándose a la mesa) Pero... ¿y esta carta? ¿De quién es? ¿De Arbenin?... ¿Qué dice?... «Estimado príncipe.: Te espero hoy en lo de M. a la noche; habrá de todo y pasaremos un rato alegre. No te quise despertar, para que siguieras durmiendo toda la tarde. Adiós. Te espero sin falta. Tuyo sinceramente. Eugenio Arbenin». Hace falta realmente un ojo muy especial para ver en esto una amenaza. ¿Dónde se ha visto que se invite a una cena antes de convocar a un duelo?

ESCENA IV

LA HABITACIÓN DE M.

(Kazarin, el dueño y Arbenin se sientan y juegan a los naipes).

KAZARIN. - ¿Con que has dejado todas tus rarezas con las que honras la sociedad y vuelves tus pasos al pasado?... La idea es estupenda. Tú deberías ser poeta y más aún, por todos los rasgos, un genio; te sofoca el círculo doméstico. Dame la mano, querido amigo. ¿Eres nuestro?

ARBENIN. - Soy vuestro. Del pasado no ha quedado ni la sombra.

KAZARIN. - Es agradable ver, ya lo creo, cómo la gente inteligente mira ahora las cosas. La decencia para ellos es más terrible que las cadenas... ¿Verdad?

¿Jugaremos la partida a medias?

DUEÑO. - ¡Pero al príncipe hay que pellizcarlo un poco!

KAZARIN. - Sí... sí. (Aparte) El encuentro va a ser interesante.

DUEÑO. - Veremos. Llega un coche... (Se oyen ruidos).

ARBENIN. - Es él.

KAZARIN. - ¿Te tiembla la mano?...

ARBENIN. - ¡Oh, no es nada! Es la falta de costumbre. (Entra el príncipe).

DUEÑO. - ¡Oh, príncipe, qué alegría para mí! Le ruego que se siente; quítese el sable. Jugamos una terrible partida.

PRÍNCIPE. - ¡Oh, yo estoy dispuesto a observar!

ARBENIN. - ¿Desde aquel día usted tiene miedo aun?

PRÍNCIPE. - No, con usted, desde luego, no tengo miedo. (Aparte) Siguiendo las reglas de la sociedad, al marido le concedo y a la mujer le arrastro el ala... Con tal de ganar allí, aquí puedo perder. (Se sienta).

ARBENIN. - Hoy estuve en su casa.

PRÍNCIPE. - He leído su cartita y, como ve, soy obediente.

ARBENIN. - En la entrada encontré a alguien un poco confundida y alarmada.

PRÍNCIPE. - ¿Y la reconoció?

ARBENIN. - (Riendo) Creo que la reconocí.

Príncipe, usted es un conquistador peligroso. He comprendido todo. He adivinado todo.

PRÍNCIPE. - (Aparte) Por lo visto, no ha comprendido nada. (Se aparta y deja el sable).

ARBENIN. - No hubiera querido que mi mujer le gustase a usted.

PRÍNCIPE. - (En tono distraído) ¿Por qué?

ARBENIN. - ¡Así no más! Yo no soy de esos maridos benefactores que buscan los amantes. (Aparte) No se turba por nada... ¡Oh, yo voy a destrozar tu mundo dulce, imbécil, y te agregaré veneno!... Si tú pudieras arrojar sobre la mesa tu alma como arrojas un naipe, yo arrojaría la mía y me la jugaría toda entera.

(Juegan. Arbenin reparte las cartas).

KAZARIN. - Yo pongo cincuenta rublos.

PRÍNCIPE. - Yo también.

ARBENIN. - Les contaré una anécdota que oí cuando era joven; hoy, durante todo el día, no he hecho más que recordarla; pues vean ustedes, cierta vez, cierto señor, hombre casado... -te toca a ti, Kazarin-; este hombre casado, seguro de la fidelidad de su esposa, se abandonaba dulcemente a esa vida... -me parece, príncipe, que usted está escuchando con demasiada atención y puede perder-. El buen marido era querido. Pasaban los días tranquilamente y para colmo de felicidad el marido tenía un amigo... a quien le había hecho un gran servicio en cierto momento; éste parecía tener honor y buena conciencia. Pues bien, no sé por qué caminos, el marido supo que el agradecido amigo y muy honrado deudor le ofrecía a su esposa sus servicios.

PRÍNCIPE. - ¿Y qué hizo el marido?

ARBENIN. - (Aparentando no escuchar la pregunta) Príncipe, usted se ha olvidado del juego; está doblando demasiado. (Mirándolo fijamente) ¿Le interesa a usted saber lo que hizo el marido?... Utilizando un pretexto, le dio una bofetada... ¿Y usted cómo procedería, príncipe?

PRÍNCIPE. - Yo hubiera hecho lo mismo. ¿Y aquella vez qué pasó? ¿Fueron a duelo?

ARBENIN. - ¡No!

KAZARIN. - ¿Se mataron?

ARBENIN. - ¡No!

KAZARIN. - ¿Entonces se amigaron?

ARBENIN. - (Sonriendo amargamente) ¡Oh, no!

PRÍNCIPE. - ¿Entonces qué es lo que hizo?

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