¿Qué era aquello tan importante que la catedral de Jaca guardaba en su interior? No tenía más remedio que entrar y buscarlo, porque estaba claro que los leones podían avisar, pero jamás desvelarían un secreto. Recorrí el templo de punta a punta, husmeé cada rincón, cada pilar, cada columna y cada sillar, y por fin lo encontré junto al claustro, en la capilla de Santa Orosia. Emplazada en un recoveco oculto por las sombras, la diminuta imagen de una Nuestra Señora sedente portaba una cruz ¡en forma de Tau! Digo que era una imagen de Nuestra Señora porque como tal se exponía, aunque jamás vi figura menos sagrada y menos ornada de los símbolos de su grandeza. Se trataba de una mujer joven, ataviada con ropajes de corte, con la cabeza ceñida por una vulgarísima corona ducal y con una socarrona sonrisa en los labios. Toda su actitud corporal, con el torso incorporado, las piernas haciendo fuerza contra el suelo para sostener el peso de la cruz y esa forma de sentarse en el borde mismo del banco, toda su actitud, digo, estaba encaminada a exhibir la Tau, echándola hacia adelante como diciendo: «Mirad bien los que veáis, mirad esta cruz que no es tal cruz sino una señal, contempladla, os la pongo delante mismo de la cara.» Tomé buena nota de todo lo visto y emprendí alegremente el camino de regreso hacia mi hospedería.
Cuando, recién amanecido el día siguiente, entré en el hospital de Santa Cristina para recoger a Jonás, éste todavía dormía en su jergón bocabajo, como si una saeta le hubiera alcanzado en mitad de la espalda y hubiera caído de bruces con el cuerpo descoyuntado. Me aproximé despacio para no despertar a los otros enfermos de la sala y respiré con placer el olor a recinto limpio y saludable. No pude dejar de evocar mi hospital de Rodas, tan ventilado y pulcro como éste. ¡Cómo añoraba mi casa! Sin embargo, los recuerdos comenzaban a ser ya vagos e imprecisos y, por primera vez, tuve la ligera e inexplicable intuición de que nunca regresaría.
Desde el camastro vecino al de Jonás, un anciano de aspecto extraño me miraba fijamente con dos ojuelos negros y brillantes como dos azabaches. Se estaba secando los labios después de haber dado un gran trago de una calabaza que dejó en el suelo, junto al camastro. Era de constitución enteca y sarmentosa, de enormes orejas colgantes con lóbulos anormalmente abultados y casi calvo, con unos restos de cabello fino y gris a modo de corona de laurel. Su mirada era dura y ardiente, con reflejos minerales, y sus movimientos tenían un no sé qué de felino, una rápida suavidad muy a tono con aquella sonrisilla taimada con la que me obsequiaba.
– Vos sois don Galcerán de Born, el padre de García -dijo con una seguridad tal que me sorprendió. No recordaba haberle visto el día que dejé allí a Jonás.
– Cierto. ¿Y vos quién sois? -susurré mientras tomaba asiento con cuidado en el borde de la yacija del muchacho.
– ¡Oh, yo no soy nadie, caballero, no soy nadie!
Sonreí. No era más que un pobre viejo medio chiflado.
– Me recordáis a Ulises, el de Troya -comenté de buen humor-, cuando dijo llamarse Nadie para engañar al cíclope Polifemo. [19]
– Pues llamadme Nadie, si os place. ¿Qué importa tener hoy un nombre y mañana otro? Todo es igual y diferente a la vez. Yo soy el mismo con cualquier nombre.
– Veo que sois un hombre sabio -dije por halagarle, aunque en realidad me daba un poco de lástima escucharle proferir tal sarta de tonterías.
– Mis palabras no son tonterías, don Galcerán, y si las pensáis un poco os daréis cuenta.
Hice un gesto de extrañeza y le miré inquisitivamente.
– ¿De qué os sorprendéis? -me preguntó.
– Habéis respondido a lo que estaba pensando y no a lo que he dicho.
– ¿Qué diferencia hay entre lo que se dice y lo que se piensa? Observando a la gente con atención comprobaréis que, estén diciendo lo que estén diciendo, su cara y su cuerpo expresan lo que en verdad cavilan.
Sonreí de nuevo, divertido. Aquel desvencijado saco de huesos sólo era un hombre perspicaz y marrullero. Nada más.
– Me ha dicho vuestro hijo que os encamináis a Compostela -añadió, arrebujándose con la frazada, dejando sólo la cabeza al descubierto-, a rendir homenaje al Santo Cuerpo del apóstol Santiago, hermano del Señor.
– En efecto, hacia allí vamos, si Dios lo quiere.
– Hacéis bien llevando al muchacho con vos -declaró firmemente-. Aprenderá muchas cosas buenas durante el viaje y nunca las olvidará. Tenéis un hijo excelente, sire Galcerán. García es un muchacho extraordinariamente despierto. Debéis estar muy orgulloso de él.
– Lo estoy.
– Y se os parece mucho. Nadie puede negar que es hijo vuestro, aunque su cara difiera un poco en los rasgos principales.
– Eso es lo que dice todo el mundo.
Ya me estaba cansando de aquella conversación, pero como el tono adusto de mis respuestas parecía no incomodar al viejo, fruncí el ceño y me giré hacia Jonás.
– Veo que queréis despertar al chico.
No contesté. No deseaba ofenderle, pero tenía otras cosas que hacer.
– ¡Veo que queréis despertar al chico! -repitió apremiante.
Seguí sin contestar.
– Y veo también que no queréis continuar hablando.
Revolví con la mano la melena enmarañada de Jonás, para despertarle. Ya no quedaba en aquella cabeza la menor seña de la pasada tonsura monacal.
– Por mí, de acuerdo -murmuró el viejo con indiferencia, dándose la vuelta-. Pero recordadlo, don Galcerán: me llamo Nadie. Vos me habéis puesto ese nombre.
Y se durmió como un bendito mientras el sol comenzaba a entrar a raudales por los vanos del muro.
– ¿De qué hablabais con el abuelo? -preguntó la voz somnolienta de Jonás, que volvía a la vida poco a poco mientras se giraba hasta quedar panza arriba.
– De nada importante -respondí-. ¿Estás listo para continuar caminando?
– Naturalmente.
– ¿Continúas con tu aspiración de ser mártir?
– ¡Ah, no, ya no! -afirmó muy convencido, abriendo los ojos e incorporándose hasta quedar sentado frente a mí-. Ahora quiero ser caballero del Santo Grial.
– ¿Caballero de qué? -inquirí sobresaltado.
Realmente la mocedad es una época terrible de la vida, pero no para quien la atraviesa, como dicen, sino para quien tiene que soportarla cerca.
– Caballero del Santo Grial -repitió mientras se levantaba y buscaba sus ropas.
– Está bien -admití con resignación, y le alcancé con la mano los calzones y el jubón. Aunque parezca increíble, Jonás había crecido todavía más durante aquellos dos días de convalecencia. Su cuerpo larguirucho había dado otro estirón y los calzones le quedaban ridículamente cortos. Si seguía así, dentro de poco sería más alto que yo. Él se miró las piernas descubiertas y sonrió satisfecho. Era casi imposible negar la evidencia de su origen, sobre todo porque yendo siempre el uno al lado del otro, las semejanzas saltaban a la vista mucho más que las diferencias aportadas por su madre.
Para mi desgracia, durante las siguientes jornadas tuve que escuchar interminables relatos sobre la fascinante leyenda del Grial. Según Jonás, instruido en estos temas por el anciano Na-die -a quien él llamaba «el abuelo»-, el Santo Vaso permanecía oculto en un templo misterioso situado en una montaña llamada Montsalvat, celosamente custodiado por un singular personaje, el Rey Anfortas, que llevaba a cabo su misión con la ayuda de los perfectos y puros Caballeros del Santo Grial, similares en todo a los ángeles. Al parecer, los mejores entre estos caballeros eran Parsifal, Galaaz y Lancelot, flamantes héroes del muchacho, que unían a su ardor religioso inimaginables hazañas caballerescas, cada una de las cuales me fue narrada con todo detalle a lo largo de los cinco días que tardamos en llegar hasta Eunate, en las inmediaciones de Pons Regine [20], localidad en la que se unían las dos rutas de entrada en España del Camino de Santiago, la de Summus Portus y la de Roncesvalles.