Matilde Asensi
Iacobus
A mi pequeño amigo Jacobo C. M.,
que esta convencido de que esta novela es suya
PRÓLOGO
Resulta inexplicable que a estas alturas, yo, Galcerán de Born, hasta hace poco caballero de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, segundo hijo del noble señor de Taradell, que fue cruzado en Tierra Santa y es vasallo de nuestro señor Jaime II de Aragón, pueda creer todavía en la existencia de un destino ineludible oculto tras los aparentes azares de la vida. Sin embargo, cuando pienso en lo sucedido durante los últimos cuatro años -y pienso en ello con harta frecuencia- no consigo librarme de la sospecha de que un misterioso fatum [1], quizá ese supremum fatum del que habla la Qabalah, teje los hilos de los acontecimientos con una lúcida visión de futuro sin contar en absoluto con nuestros deseos y proyectos. Así pues, con el propósito de intentar aclarar mis confusas ideas y con el deseo de dejar constancia de los extraños pormenores de esta historia para que puedan ser conocidos fielmente por las futuras generaciones, comienzo esta crónica en el año de Nuestro Señor de mil trescientos diecinueve, en la pequeña localidad portuguesa de Serra d‘El-Rei, donde, entre otras actividades, ejerzo como físico.
I
Nada más descender de la robusta nau siciliana en la que había hecho el largo viaje desde Rodas -con agotadoras escalas en Chipre, Atenas, Cerdeña y Mallorca-, y tras presentar mis cartas en la capitanía provincial de mi Orden en Barcelona, me apresuré a dejar la ciudad para dirigirme hacia Taradell y realizar una rápida visita a mis padres, a los que no veía desde hacía doce años. Aunque me hubiera gustado permanecer algunos días a su lado, apenas pude quedarme unas pocas horas, pues mi verdadero objetivo era llegar cuanto antes al lejano monasterio mauricense de Ponç de Riba, a doscientas millas al sur del reino, junto a tierras que, hasta no hacía mucho tiempo, estaban todavía en manos de moros. Tenía algo muy importante que hacer en aquel lugar tan importante como para abandonar súbitamente mi isla, mi casa y mi trabajo, aunque, oficialmente, sólo iba para dedicar unos años al concienzudo estudio de ciertos libros que obraban en poder del cenobio y que habían sido puestos a mi disposición gracias a las influencias y los requerimientos de mi Orden.
Mi caballo, un bello animal de poderosos cuartos, hacia verdaderos esfuerzos por correr al ritmo que mi prisa le imponía, mientras cruzábamos al galope los campos de trigo y cebada y atravesábamos velozmente numerosas aldeas y villorrios. No era un buen año para las cosechas aquel de mil trescientos quince, y el hambre se extendía como la peste por todos los reinos cristianos. Sin embargo, el largo tiempo pasado lejos de mi tierra me hacía verla con los ojos ciegos de un enamorado, hermosa y rica, como siempre fue.
Pronto avisté los vastos territorios mauricenses, cercanos a la localidad de Torá, y enseguida los altos muros de la abadía y las puntiagudas torres de su hermosa iglesia. Sin albergar ninguna duda, me atrevo a asegurar que Ponç de Riba, fundado ciento cincuenta años atrás por Ramón Berenguer IV, es uno de los monasterios más grandes y majestuosos que yo haya visto jamás, y su riquísima biblioteca es única a este lado del orbe, pues no sólo posee los códices sacros más extraordinarios de la cristiandad, sino la práctica totalidad de los textos científicos, árabes y judíos, condenados por la jerarquía eclesiástica, ya que, por fortuna, los monjes de San Mauricio se han caracterizado siempre por tener un espíritu muy abierto a todo tipo de riquezas. En los archivos de Ponç de Riba he llegado a ver cosas que nadie creería: cartularios hebreos, bulas papales y cartas de reyes musulmanes que hubieran impresionado al estudioso más imperturbable.
Es evidente que un caballero hospitalario como yo no tiene sitio, al menos en apariencia, en un recinto sagrado dedicado al estudio y la oración, pero mi caso era singular, ya que, además de la verdadera y secreta razón que me había llevado hasta Ponç de Riba, mi Orden estaba especialmente interesada, por el bien general de nuestros hospitales, en el conocimiento de las terribles fiebres eruptivas, las viruelas, que tan magníficamente han sido descritas por los físicos árabes, así como en la preparación de jarabes, alcoholes, pomadas y ungüentos de los que habíamos tenido alguna noticia durante los años que duró nuestra presencia en el reino de Jerusalén.
En concreto, yo sentía un particularisimo afán por estudiar el Atarrif de Albucasis el Cordobés, obra conocida también como Metodus medendi después de su traducción al latín por Gerardo de Cremona. En realidad, a mí tanto me daba la lengua en la que estuviera escrita la copia del cenobio, pues domino varias de ellas con soltura, al igual que todos los caballeros que han tenido que luchar en Siria o Palestina. Esperaba encontrar en este libro los secretos de las incisiones sin dolor en cuerpos vivos y de los cauterios, tan necesarios en tiempos de guerra, y aprenderlo todo acerca del maravilloso instrumental médico de los físicos persas, minuciosamente descrito por el gran Albucasis, para poder mandarlo fabricar con precisión en cuanto volviera a Rodas. Así pues, ese mismo día abandonaría el jubón, la cota y el manto negro con la cruz latina blanca, y sustituiría el yelmo, la espada y el escudo por el cálamo, la tinta y el scrinium.
No dejaba de ser un proyecto apasionante, desde luego, pero, como he dicho, no era el verdadero motivo por el cual estaba entrando en las tierras del cenobio; la auténtica razón que me había llevado hasta allí -una razón exclusivamente personal, que había sido amparada desde el primer momento por el gran senescal de Rodas- era que, en aquel lugar, debía encontrar a alguien muy importante de quien no sabía absolutamente nada: ni cuál era su nombre, ni quién era, ni cómo era…, ni siquiera si seguía allí en aquel momento. Sin embargo, confiaba en mí mismo y en la Providencia para lograr el triunfo en tan espinosa misión. No por nada me apodan el Perquisitore.
Atravesé al paso el portalón de la muralla y desmonté sosegadamente de mi caballo para no dar impresión de violencia en un recinto de paz. Me recibió el hermano cellerer, prevenido de mi llegada -luego supe que un novicius vigila siempre las inmediaciones desde la linterna de la iglesia, costumbre que guardan de los tiempos no tan lejanos de las aceifas moras-, y con mí caballo sujeto por las riendas, y acompañado por el diminuto cellerer, me dirigí al interior del recinto, observando la perfecta distribución del monasterio, cuyas dependencias y edificios estaban muy bien organizados alrededor del claustro mayor. Había otro claustro, el menor, más antiguo, situado a la izquierda de una pequeña construcción que me pareció el hospital.
Nos detuvimos, por fin, frente a la puerta principal de la abadía, donde me recibió cortésmente el subprior, un monje joven y serio, de noble aspecto y, sin duda, de encumbrada cuna, por lo que pude deducir de sus maneras y andares, el cual me introdujo con presteza en la muy bella casa del abad. También éste y el prior me recibieron de manera muy correcta, se notaba que eran personas principales acostumbradas a recibir visitantes ilustres, pero aún se mostraron mucho más acogedores y amables cuando me vieron salir de mí nueva celda ataviado con lo más parecido al hábito mauricense que pudieron encontrar sin contravenir el respeto debido a su Regla: túnica talar blanca con esclavina, sin escapulario ni cinturón, y para los pies, unas sandalias de cuero sin tintar, muy diferentes de las suyas, cerradas y negras. Paseando por el claustro comprobé que aquellas vestiduras resultaban muy apropiadas para el frío, mucho más calientes que mi jubón de mangas anchas y mi gramalla, de manera que mí encallecido cuerpo, acostumbrado a grandes rigores, se acomodó rápidamente a aquel atuendo que, en adelante, sería el mío.