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– Lo que Su Santidad y yo, como portavoz de vuestra Orden, queremos decir -continuó frey Robert-, es que resultaría imposible encontrar esas riquezas utilizando los medios habituales. Ya habéis visto que, ni bajo tortura, los templarios han consentido revelar sus verdaderos secretos. Sin embargo, si vos hacéis el camino como… ¿cómo los llaman?, como un concheiro, como un penitente que acude a la tumba del Apóstol para obtener la indulgencia compostelana, vuestros ojos serán capaces de ver mucho más que una veintena de hombres armados, ¿no os parece?

Lo cierto es que yo seguía estando mudo de asombro.

– Partiréis inmediatamente -ordenó el Santo Padre-. Tomaos unos días de descanso para preparar vuestro largo viaje hasta Compostela. Aunque, eso sí, procurad que nadie os vea fuera de vuestra capitanía; recordad que estamos rodeados de espías que podrían poner un desgraciado fin a vuestra misión. Después, cuando estéis listo, partid.

– Pero… -balbucí-. ¿Cómo…? ¡Es imposible, Santidad!

– ¿Imposible? -preguntó éste volviéndose hacia el comendador-. ¿He oído imposible?

– No tenéis opción, Galcerán -exclamó mi superior con un tono que no admitía réplica; podía ser duramente sancionado por desobedecer órdenes, llegando incluso a perder la casa [7]-. Debéis cumplir lo que se os ha encomendado. Permaneceréis en la capitanía de Aviñón hasta que os sintáis preparado para partir, tal y como ha dicho el Santo Padre, y después emprenderéis el camino hacia Compostela. Algunos hombres del Papa os seguirán a distancia durante la peregrinación, de manera que podáis comunicarles vuestros descubrimientos mediante canales que ya estableceremos. Adoptaréis la personalidad de un pobre peregrino y haréis uso de vuestros conocimientos y habilidades para encontrar esas «Tau-aureus» que tan espléndidamente habéis desvelado.

– Dejadme, al menos, unos segundos para pensar… -supliqué atribulado-. Dejadme, al menos, que lleve conmigo a mí escudero, el novicius que saqué del monasterio de Ponç de Riba para enseñarle los rudimentos de la medicina. Ha resultado ser un buen muchacho y un excelente compañero para mis investigaciones.

– ¿Qué sabe ese novicius de todo este asunto? -preguntó enfurecido el papa Juan.

– El fue, Santidad, quien resolvió el enigma del mensaje.

– Debemos suponer, por tanto, que está informado de todo.

– Así es, Santo Padre -repuse, firmemente decidido a que Jonás me acompañara a costa de lo que fuera, incluso de una dura sanción. Aquel viaje, bien mirado, podía suponer, tanto para él como para mí, el reencuentro con la tercera persona implicada en nuestra común historia: su madre, Isabel de Mendoza-. Y, por cierto, Santo Padre -añadí, dando por zanjada la cuestión de Jonás-, voy a necesitar una autorización muy especial que sólo vos podéis proporcionarme…

IV

Durante los primeros días de aquel mes de agosto de 1317, ayudados por la lectura de una bellísima copia hecha por los monjes de Ripoll del Liberperegrinationis del Codex Calixtinus , preparamos meticulosamente cada detalle de nuestro próximo viaje a la tumba del Apóstol Santiago en tierras de Galicia. Recibimos, asimismo, abundante y muy provechosa información de varios clérigos que habían realizado la peregrinación en años recientes, y que nos contaron que el infinito número de caminos jacobeos que recorre Europa se reduce drásticamente en Francia a cuatro vías principales: la «tolosana» por Toulouse, la «podense» por Le Puy, la «lemovicense» por Limoges, y la «turonense» por Tours. Era evidente que si Evrard debía alcanzar los Pirineos desde París, la ruta más directa para él hubiera sido la «turonense», que pasaba por Orleans, Tours, Poitiers, Burdeos y Ostabat para penetrar en España por Valcarlos y Roncesvalles. Sin embargo, nosotros, por la situación más meridional de Aviñón, bajaríamos hasta Arlés para tomar la ruta conocida como «tolosana», que partiendo de Saint-Gilles, pasaba por Montpellier y Tolosa, para cruzar los Pirineos por el Summus Portus .

Por más vueltas que le daba, no tenía ni idea de cómo iniciar la búsqueda de un oro que, sin duda, estaría escondido de manera insuperable. Me decía, para tranquilizarme, que, si verdaderamente esas riquezas se hallaban ocultas a lo largo del Camino, quienes prepararon los escondrijos tuvieron que dejar rastros que permitieran su recuperación. Por desgracia, era seguro que esas señales obedecerían a códigos secretos que dificultarían mucho, por no decir que imposibilitarían, su localización a cualquiera que no estuviera en posesión de las claves, pero confiaba en que los templarios, como iniciados que eran, hubieran recurrido a signos crípticos universales conocidos también por mí. Me decía, además, que aquel oro no había sido puesto en el Camino con la única finalidad de que Evrard lo encontrase durante su huida, así que, probablemente, empezar el Camino en Aragón en vez de hacerlo desde Navarra, iba a ser un beneficio más que una pérdida, ya que lo recorreríamos en su versión más larga.

Debería fijarme especialmente en las antiguas propiedades de la Orden del Temple, lugares más que probables para encontrar respuestas a mis preguntas, pero me preocupaba el gran número de granjas, encomiendas, castillos, molinos, palacios, herrerías e iglesias que habían formado parte de estas propiedades. La Orden se había establecido durante el primer tercio del siglo XII por todo Aragón, Cataluña y Navarra, extendiéndose después por Castilla y León. Habían luchado bravamente defendiendo las fronteras con los musulmanes y habían participado en todas las batallas importantes -como las ocupaciones de Valencia y Mallorca junto a Jaime I de Aragón, la conquista de Cuenca, la batalla de las Navas de Tolosa y la toma de Sevilla-. Su antiguo patrimonio, pues, era inconmensurable y estaba repartido por todas las tierras cristianas de España. Una ruta como el largo Camino de Santiago planteaba un serio problema a quien, como yo, tuviera que visitar todas y cada una de las edificaciones levantadas o adquiridas por los freires del Temple durante dos siglos y eso sin contar que, como no sabía qué método habían utilizado para señalizar sus ocultas riquezas, debía examinar cualquier elemento que llamara mi atención.

Para comenzar nuestra falsa peregrinación, tanto Jonás como yo necesitábamos asumir nuevas personalidades que nos protegieran de los peligros con los que, evidentemente, íbamos a encontrarnos. Tras mucho pensar, y para no retorcer en exceso la cuerda de la mentira -ya llegaría la hora de hacerlo a conciencia-, yo me convertí en aquello que hubiera llegado a ser de forma natural de no haber seguido los dictados del espíritu y el conocimiento, es decir, me convertí en el caballero Galcerán de Born, segundo hijo del noble señor de TaradelL, viudo reciente de una prima lejana, que peregrinaba hasta el solar del Apóstol en compañía de su primogénito, García Galceráñez, para pedir perdón por antiguas faltas cometidas contra su joven y fallecida esposa. La trama se completaba con la penitencia impuesta por mi confesor de recorrer el Camino en la pobreza más absoluta, haciendo uso, por toda riqueza, de la generosidad de las gentes. Por fortuna, según el propio Codex Calixtinus:

Peregrini sive pauperes sive divites a liminibus Sancti Jacobi redientes, veL advenientes, omnibus gentibus caritative sunt recipiendi et venerandi. Nam quicum que illos recepent et diligenter hospicio procuraverit, non solum beatum Jacobum, verum etiam ipsum Dominum hospitem habebit. Ipso Domino in evangelio dicente: Qui vos recipit me recipit .

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[7] Ser expulsado de la Orden

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[8] Libro de las Peregrinaciones del Códice Calixtino. El códice es una compilación de documentos jacobeos realizada por el monje Aymeric Picaud en el s. XII, que, por prestigio del Apóstol, atribuye al papa Calixto II, en el que se describe la ruta hasta Santiago.

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[10] Los peregrinos, pobres o ricos, que vuelven de Santiago o se dirigen allí, deben ser recibidos con caridad y respeto por todos, pues quien les reciba y hospede con esmero tendrá por huésped no solamente a Santiago sino también a Nuestro Señor, el cual dijo en el Evangelio: el que a vosotros os reciba a mí me recibe. Codex Calixtinus, cap. XI.

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