– Está bien, muchacho -admití finalmente-. Puedes ser mártir. En realidad es una idea excelente.
– ¿Sí…? -preguntó con desconfianza, mirándome de reojo.
– Sí. Yo te ayudaré.
– No sé, no sé… Me parece muy extraño vuestro súbito cambio de actitud, sire.
– No deberías recelar de quien sólo pretende auxiliarte para que alcances con éxito las puertas del cielo. Verás, desde hoy, y aprovechando tu debilidad, puesto que debes llevar varios días sin comer…
– Aguanto bien con pan y agua. Esto es todo lo que tomo -aclaró rápidamente.
– …desde hoy, digo, llevarás tú todas nuestras posesiones, las mías y las tuyas -le dije colgando de su hombro mi escarcela y mi lata-. Además, para completar tu suplicio, dejarás de ingerir cualquier tipo de líquidos y alimentos: el pan y el agua se han terminado.
– Creo que es mejor que lo haga a mi manera -musito.
– ¿Y eso por qué? En realidad lo que tú buscas a través del sacrificio es la muerte. ¿No has dicho que querías el martirio y la corona de espinas de los elegidos? Pues que yo sepa, el martirio es la muerte no natural por Jesucristo. ¿Qué diferencia hay entre morir hoy o morir mañana? No importa el tiempo, lo que cuenta es la cantidad de sufrimiento que puedas presentar ante el tribunal de Dios.
– Ya, pero creo que si lo hago a mi manera tendrá más valor. La agonía será más lenta. Me dieron ganas de propinarle un sonoro guantazo en esa cara de tonto que tenía, pero aparenté tomar en consideración sus palabras y sopesar los pros y los contras de cada opción.
– Está bien, hazlo a tu manera. Pero si tomas pan y agua, deberías al menos dejarte sangrar. Ya sabes que es un remedio infalible para evitar los pecados y para mantener la pureza del alma. En Ponç de Riba habrás visto, probablemente, cómo sangraban a los monjes díscolos.
– No, no quiero sangrías -puntualizó apresuradamente-. Creo que con cargar con todo este peso y con mantenerme hasta la muerte a base de pan y agua es suficiente.
– Conforme, como tú quieras. Sigamos andando pues.
Dejamos el valle atrás y ascendimos el camino hasta Fondería. A mediodía cruzamos la selva de Espelunguera y atravesamos el río, encaminándonos a las rampas de Peiranera. No podíamos haber elegido otra temporada mejor para atravesar las montañas y disfrutar del esplendor de la naturaleza; caminábamos rodeados de grandes pinos y abetos, hayas, álamos y rosales silvestres y llevábamos por compañía a bucardos, ardillas, corzos y jabalíes. Recorrer el mismo camino en invierno, entre ventiscas y tormentas de nieve, hubiera sido un suicidio. Aun así, muchos peregrinos lo preferían, pues el peligro de toparse con osos o con ladrones era mucho menor.
Toda la jornada caminamos teniendo como referencia, recortado contra el infinito, el espléndido pico de Aspe, esa peña de roca pura y forma puntiaguda que guía los pasos de los peregrinos hasta el punto más alto de la cumbre, el Portus Aspen o Summus Portus, a partir del cual da comienzo el verdadero Camino del Apóstol. En él, apenas hubimos puesto el pie en la cima, Jonás, agotado por el esfuerzo de la ascensión, el peso de nuestras parcas pertenencias y los días de ayuno, se desmayó.
Afortunadamente, a escasa distancia de la cumbre, monte abajo, se encontraba el hospital de Santa Cristina, uno de los tres hospitales de peregrinos más importantes del mundo -los otros dos eran el de Mons Iocci, en la ruta de Roma, y el de Jerusalén, a cargo de mi Orden-, y mientras Jonás se recuperaba en él de su martirio y de sus deseos de llevar «la corona de espinas de los elegidos», yo tuve que buscar acomodo en la hospedería de la cercana localidad de Camfrancus [15].
El físico de Santa Cristina que le examinó afirmó que al menos le harían falta dos días para recuperar las fuerzas y reemprender el Camino. En mi modesta opinión, un buen guisado de carne con verduras y media jornada de sueño le habrían bastado para reponerse por completo; pero como se suponía que yo sólo era un noble caballero que peregrinaba en pobreza a Compostela para hacerse perdonar viejas deudas galantes, quedaba fuera de mis facultades emitir juicios médicos.
Como no tenía otra cosa que hacer, al día siguiente, por la mañana temprano, continué desfiladero abajo hasta Jaca, con el sombrero de alas calado hasta los ojos: recuerdo que aquel día lucía un sol aún más brillante que el que nos había acompañado durante todo el viaje. Tenía la intención de examinar bien el terreno y de no dejar escapar ningún detalle que pudiera resultarme útil. Me decía que, lógicamente, sería por allí, al principio mismo del Camino, por donde debían empezar a aparecer las señales, o las claves necesarias para interpretar dichas señales. Hubiera sido absurdo por parte de los milites Templi Salomonís distribuir grandes riquezas a lo largo de una prolongada y concurrida ruta de peregrinación sin establecer en el origen mismo del trayecto el lenguaje necesario para poder recuperarlas.
Abandoné el cauce del río Aragón para adentrarme en la población de Villanúa. No sé muy bien qué me inspiró a detenerme allí, pero fue una suerte, porque en el interior de la pequeña iglesia encontré una imagen negra de Nuestra Señora. Una intensa alegría se apoderó de mí y me llenó el corazón de gozo. La Tierra, la Magna Mater, irradia sus propias fuerzas internas hacia el exterior a través de vetas que fluyen por debajo del suelo. Estas corrientes fueron llamadas «Serpientes de la Tierra» por las antiguas culturas ya desaparecidas, que utilizaron el color negro para representarlas. Las Vírgenes Negras son símbolos, signos que indican en estos tiempos cristianos -y sólo a quien los sepa interpretar-, los lugares donde esas potencias internas brotan con mayor pujanza. Lugares sagrados, arcanos, preciosos lugares de espiritualidad. Si algún día el hombre dejara de vivir en contacto directo con la tierra, y no pudiera, por tanto, absorber su energía, se perdería a sí mismo para siempre y dejaría de formar parte de la esencia pura de la Magna Mater.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, inmóvil, absorto en mis pensamientos, meditando. Por unas horas me recuperé a mí mismo, recuperé al Galcerán que había abandonado Rodas para encontrar a su hijo y aprender unas nuevas técnicas médicas, recuperé la paz interior y el silencio, mi propio e inspirador silencio, del cual brotó, como una oración, el hermoso verso del poeta Ibn Arabi [16]: «Mi corazón lo contiene todo…» Sí, me dije, mi corazón lo contiene todo.
No llegué a Jaca ese día, por supuesto, pero sí al día siguiente, en que crucé el río por un puente de piedra, dejando Villanúa a mí izquierda. Entré en la ciudad por la puerta de San Pedro siguiendo la vía peregrina, y me recibió una urbe limpia y acogedora, aunque excesivamente ruidosa. Aquel día se celebraba mercado, y las gentes se arremolinaban en la plaza y bajo las arcadas en medio de un ruido ensordecedor y de una gran algarabía, entre empujones, insultos y riñas. Sin embargo, toda percepción exterior quedó en suspenso cuando vi, de pronto, el tímpano de la puerta oeste de la catedral, la de acceso para los peregrinos que entraban allí para rezar ante la imagen del Apóstol y ante las reliquias de la mártir santa Orosia, patrona de la ciudad.
No fue el soberbio crismón [17] de ocho brazos lo que provocó mi estupor, sino los dos magníficos leones que lo flanqueaban, ya que, además de que su perfección era incomparable -pocas veces los había visto tan bellamente reproducidos-, ambos estaban gritando, para quien supiera oírles, que aquella edificación contenía «algo», «alguna cosa» tan principal y sagrada que era necesario entrar en el recinto con los cinco sentidos bien despiertos. El león es un animal de significación solar, estrechamente unido al concepto de luz. Leo es, además, el quinto signo del Zodíaco, lo que significa que el sol pasa por este signo entre el 23 de julio y el 22 de agosto, es decir, la época más caliente y luminosa del año. Para la tradición simbólica universal, el león es el centinela sagrado del Conocimiento mistérico, cuya representación críptica es la serpiente negra. Y precisamente era una serpiente lo que había bajo el león de la izquierda, o para mayor precisión, el león de la izquierda aparecía en actitud de proteger a una figura humana que sujetaba una serpiente. El león de la derecha, por su parte, aplastaba con su pata el lomo de un oso, símbolo, por su letargo, de la vejez y la muerte. Pero lo más interesante del conjunto era la cartela situada al pie del tímpano, que decía lo siguiente: Vivere si queris qui mortis lege teneris. Huc splicando veni renuensfomenta venení. Cor viciis munda, pereas ne morte secunda. [18] ¿A qué otra cosa podía estar refiriéndose aquella llamada -«Si deseas vivir, tú que estás sujeto a la ley de la muerte, ven suplicante…»-si no era al comienzo mismo del proceso iniciático? ¿Acaso no era Jaca la primera ciudad del Camino sagrado, marcado desde el cielo por la Vía Láctea y seguido por millones de personas desde que el mundo era mundo? Santiago no fue más que la explicación de la Iglesia a un fenómeno pagano de remotísimos orígenes. Mucho antes de que Jesús naciera en Palestina, la humanidad ya viajaba incansablemente hacia el Final del Mundo, hacia el punto conocido como Finisterrae, el «fin de la Tierra».