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– No, ninguno. ¿Cómo te encuentras esta noche?

– Mejor, mejor… Pero ¿dónde está Galcerán? ¿Galcerán?

– Aquí estoy, mi señor Evrard, feliz de reencontraros después de tantos años.

– Ven aquí, muchacho -me pidió con un hilo de voz-. Acércate para que pueda observarte. No, no te sorprendas -dijo soltando una risita-; mis ojos están tan acostumbrados a la oscuridad que lo que para ti son sombras para mí es luz. Ven… ¡ Oh, Jesús! Pero si te has convertido en un hombre.

– Así es, mi señor Evrard -sonreí.

– Manrique supo por alguien que te conocía que estabas viviendo en Rodas. Creo que dijo que habías hecho los votos hospitalarios.

– Así es, freire. Soy hospitalario de San Juan. Trabajo habitualmente como médico en la enfermería de la Orden en Rodas.

– Conque hospitalario, ¿eh? -repitió con sarcasmo-. Siempre han dicho que nuestras Órdenes eran enemigas encarnizadas, aunque ni Manrique ni yo tuvimos nunca problemas con los hospitalarios que conocimos a lo largo de nuestras vidas. ¿No crees tú que a veces los freires nos vemos envueltos en falsos mitos y leyendas sin fundamento?

– Opino como vos, mi señor Evrard. Pero no quiero que habléis ahora. He venido a reconoceros y no quiero que gastéis vuestras fuerzas hasta más tarde, respondiendo a mis preguntas.

Escuché una risa apagada que salía de su cuerpo. Poco a poco me iba acostumbrando a la oscuridad y aunque, desde luego, seguía sin ver demasiado, pude vislumbrar su cara y su figura. El caballero Evrard -nunca llegué a conocer su apellido-, aquel que en mis sueños tenía, como Manrique, las dimensiones de un gigante y la fuerza de mil titanes, se había convertido, para mí

sorpresa, en poco más que un montón de piel y huesos sosteniendo una cabeza que ya no era más que una calavera. Sus ojos hundidos, sus pómulos salientes en una cara devastada, aquella raleante y sucia barba grisácea, no eran, por mucho que hubiera tenido conocimiento previo de su mal estado, los del invencible guerrero cruzado de mi mocedad que, estúpidamente, había esperado volver a encontrar. El olor de la celda, por desgracia, sí resultaba inconfundible: cada enfermedad despide una emanacion característica, del mismo modo que la vejez huele diferente de la juventud. Son muchos los motivos que influyen en los olores corporales: las comidas y sus ingredientes, las telas con las que se fabrican los vestidos, la propia textura de la piel, los materiales con los que se trabaja o los lugares donde uno vive e, incluso, las gentes con las que se convive. La enfermedad de Evrard olía a tumor, a esos tumores que devoran el cuerpo y licuan las vísceras haciéndolas salir del organismo con los vómitos y los excrementos. Por su aspecto, no le quedaba más de uno o dos días de vida.

Evrard, sin ningún género de dudas, padecía la peste.

Me acerqué a él y, retirándole la harapienta camisa hacia arriba, le palpé cautelosamente el vientre hinchado y rígido, llevando buen cuidado de no rozar los dolorosos bubones, inflamados hasta casi lo inverosímil, que le ascendían desde las ingles hasta el abdomen y desde el tórax hasta el cuello, pasando por las axilas. Los dedos de sus manos y sus pies estaban negros, los brazos y piernas cubiertos de cardenales y tenía la lengua hinchada y blanca. A pesar de la delicadeza con que realicé la exploración, sus gemidos de dolor me indicaron el terrible extremo al que había llegado la destrucción de su organismo. Sufría una fiebre altísima que llegaba hasta mis manos a través del contacto, su pulso era veloz (¡mucho más que veloz!) e irregular y unos rápidos escalofríos le sacudían de vez en cuando como si le hubieran golpeado con un mazo.

– Debió picarme una pulga -murmuró agotado.

Bajé de nuevo sus ropas y me quedé pensativo. Lo único que podía hacer por él era lo mismo que había hecho por el agonizante abad de Ponç de Riba: darle opio en grandes cantidades para que su muerte fuera menos dolorosa. Pero si le aplicaba el opio -y lo traía en mi bolsa-, no podría aprovechar sus últimas horas de vida para hablar con él, no podría preguntarle nada de lo que quería saber, no conseguiría culminar satisfactoriamente mí investigación. Creo que aquélla fue una de las peores decisiones que he tenido que tomar entre las muchas que se me han planteado a lo largo de mi vida.

En el silencio de la mazmorra (¿dónde estaba Sara?), los tristes gemidos del moribundo resonaban como los gritos desgarrados de un torturado. Estaba sufriendo, y no hay nada más absurdo que el sufrimiento físico que ya no sirve ni de aviso ni de medida para conocer la inminencia de la enfermedad. Aquel dolor no era más que dolor -absurdo, cruel-, y yo tenía el remedio en el interior de mi bolsa.

– Sara -llamé.

– ¿Si…?

– Se hallaba justo detrás de mí.

– ¡Adelante, caballeros, defendamos Jerusalén! -aulló en aquel momento, a pleno pulmón, el anciano templario; estaba delirando-. ¡Jesús nos protege, la Virgen Maria nos observa des-de los cielos, la Ciudad Santa nos espera, nuestro Templo nos es-pera! ¡Ay, me muero…! ¡Un alfanje sarraceno ha seccionado mis brazos y desgarra mis entrañas!

– Sara, preparad un poco de agua para el opio.

– ¡Sacad los libros de los sótanos! ¡No dejéis nada en el Templo! ¡Poned los cofres en la explanada y reuníos todos en la puerta de Al-Aqsa en cuanto caiga el sol!

– Es el delirio de la muerte -dijo la judía entregándome un cuenco con el agua. Sus manos temblaban.

– Es el delirio de la peste. ¿Cómo es que vos no os habéis contagiado?

Su voz sonó cortante al responder:

– No es la peste negra, sire, es sólo la peste bubónica. ¿Tan ignorante me creéis que me tendéis semejante trampa? Hasta una judía como yo sabe que los bubones no deben ser tocados y que hay que lavarse a fondo para no caer enfermo.

– ¡El Bafometo!… ¡Ocultad el Bafometo! -gritaba Evrard, tenso como la cuerda de un arco-. ¡No deben encontrar nada, nada! ¡El Arca de la Alianza! ¡Los libros! ¡El oro!

– ¡El Arca de la Alianza! -exclamé impresionado-. Así que era cierto, tenían el Arca de la Alianza.

– Oh, vamos, frey hospitalario de San Juan, ¿también vos vais a creer en esas patrañas? -me reprochó Sara, pronunciando con sarcasmo mi recién descubierta identidad sanjuanista. Era evidente que había escuchado con atención mi conversación con Evrard.

Un rato después, los gritos de Evrard habían cesado y su respiración sonaba compasada. De vez en cuando emitía algún gimoteo, como si fuera un niño, o un lamento, pero su propia locura colaboraba con la pócima para apartarle poco a poco del sufrimiento y, por desgracia, también de la vida.

– No pasará de esta noche; como mucho de mañana, pero no más.

– Lo sé -repuso ella, adelantándose y tomando asiento en una de las esquinas de la piedra cubierta de paja sucia que servía de lecho a Evrard.

Permanecimos hasta la alborada velando al enfermo en silencio. Mi misión había terminado. En cuanto el viejo templario hubiese muerto, regresaría a Aviñón, a informar a Su Santidad de que no había podido encontrar las pruebas necesarias para confirmar sus sospechas, y, poco después, volvería a Rodas, a continuar con mi trabajo en el hospital. En cuanto a Jonás, le facilitaría el regreso a Ponç de Riba, tal como él deseaba, y dejaría que el destino se ocupara del secreto de su vida. Si su madre había renunciado a él para siempre, ¿por qué yo, su padre, no podía hacer lo mismo? A fin de cuentas, ¿qué importancia puede tener un bastardo más en esta vida? En cualquier caso, me dolía separarme de mi hijo. Supongo que la ausencia total de sentimientos en mí interior durante tanto tiempo me dejaba indefenso ante la idea de perderle.

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