– ¡Vais a una fortaleza templaria y no me lleváis con vos! No puedo creerlo. ¡Os he acompañado a todas vuestras entrevistas y ahora me dejáis en la casa de una hechicera con la única compañía de un grajo loco! -Empezó a dar sonoras patadas en el suelo-. ¡No, no y no! ¡Yo también voy, digáis lo que digáis!
– Esta vez no voy a cambiar de opinión, Jonás. Así que siéntate cómodamente y espera nuestro regreso. Aprovecha para repasar tus conocimientos de hebreo y de la Qabalah, aquí tienes muchas cosas que te pueden ayudar.
– ¡Está bien, sire -vociferó encolerizado-, vos lo habéis querido! Pero mejor así, porque ya estoy harto. Me vuelvo al monasterio.
– ¿De veras…? -pregunté saliendo del cuarto en pos de Sara, que me esperaba en la puerta de la calle-. ¿Y cómo piensas llegar hasta allí?
– ¡No lo sé, pero seguro que los monjes parisinos del convento de San Mauricio estarán encantados de acogerme y de ayudarme a regresar a Ponç de Riba! Mañana mismo me voy con ellos. Ya me he cansado de viajar con vos.
Sus palabras detuvieron mis pasos durante un instante, pero, con el corazón oprimido, continué avanzando sin volverme más. Si quería marcharse, yo no le retendría. Desde luego no iba a ponerle en peligro dejándole venir con nosotros a los calabozos del rey en la antigua encomienda templaria. Su presencia no sólo no era necesaria, sino que podía resultar una carga si los guardias nos pillaban dentro de la prisión. Catorce años son muy pocos años para afrontar una condena de por vida o incluso la hoguera, a la que los francos son tan aficionados. Debo confesar, sin embargo, que también pesaba en mi ánimo el hecho de que Evrard pudiera reconocer a Jonás como hijo de Isabel, dado el gran parecido entre el muchacho y su madre, y estaba pensando en esto cuando Sara me susurró desde la oscuridad:
– Quería comentaros, sire Galcerán, que vuestro hijo guarda un parecido asombroso con Manrique de Mendoza. La única diferencia que puedo observar entre ellos es la gran estatura de Jonás, idéntica a la vuestra.
Mi cansado espíritu no encontró las fuerzas necesarias para seguir negando lo que era evidente para aquella bruja:
– Escuchad, Sara, él todavía no sabe la verdad. Os ruego que no le digáis nada.
– No os preocupéis -me tranquilizó-. Pero decidme si es cierto lo que sospecho.
Sentí en el alma un infinito cansancio.
– Su madre es, en efecto, Isabel de Mendoza, la única hermana de vuestro amigo.
– Pero, si no recuerdo mal, la única hermana de Manrique profesó en un monasterio tras la muerte de su padre.
– No quiero hablar más sobre ello. Por favor.
– ¿Sabéis cuál es vuestro problema? -dijo ella zanjando bruscamente el asunto-. Que no sabéis expresar vuestros afectos.
Caminamos en silencio por las estrechas callejuelas del barrio judío hasta llegar frente a una pequeña casa abandonada cuyas paredes parecían a punto de desmoronarse y cuya techumbre hacía tiempo que, por su apariencia, debía haberse venido abajo. La puerta, desvencijada y sin goznes, estaba medio apoyada sobre su primitivo hueco, y el interior aparecía oscuro y lúgubre. Sin embargo, a pesar de tal aspecto, Sara penetró en ella con la confianza de quien recorre un camino seguro y familiar, así que la seguí sin temor. Al fondo, en el centro de un patio lleno de maleza, un pozo seco resultó ser la entrada a las viejas canteras. Descendimos a tientas los peldaños de una disimulada escalera y sólo cuando hubimos pisado tierra firme y avanzado unos cincuenta pasos por una estrecha y húmeda galería llena de moho y escorias, la hechicera de pelo blanco se decidió por fin a encender las antorchas.
– Ahora estamos seguros -comentó en voz alta rompiendo el pesado silencio; el eco devolvió sus palabras desde mil profundidades.
A la luz de las llamas pude ver las paredes de piedra viva que conformaban aquellos antiguos túneles horadados en tiempos olvidados. Sara me llevó a través de ramales que se bifurcaban una y otra vez hasta la desesperación y me dije, preocupado, que si aquella mujer me abandonaba allí, seria incapaz de encontrar la salida. Ella conocía el camino de memoria y avanzaba con presteza, pero, quizá por seguridad, realizaba ciertas variaciones de vez en cuando, porque en alguna ocasión la vi inclinarse hacia el suelo y luego cambiar de rumbo. Caminamos sin detenernos durante una media hora larga; nos movíamos por galerías secundarias que terminaban en amplias explanadas que, a su vez, daban paso a otras galerías y a otras explanadas. Conforme más nos íbamos acercando a la fortaleza, más señales encontrábamos de la pasada utilización de aquellos subterráneos por los monjes templarios: una efigie mutilada del arcángel san Miguel abandonada en un rincón, un cofre de tres sellos abierto y vacío en medio del camino, hornacinas en las paredes con extraños dibujos en sus intersecciones (signos solares, barcas lunares de tres mástiles, águilas de doble cabeza…). Aquí y allá tropezábamos, además, con cúmulos de rocas producidos por antiguos derrumbes de las bóvedas. Sara me contó que, años atrás, cuando ella visitaba a escondidas aquel laberinto, los cofres llenos de oro, de joyas y de piedras preciosas se acumulaban a cientos contra las paredes, incluso apilados unos sobre otros, formando columnas hasta el techo. En los que estaban abiertos, mostrando su contenido, ella había visto monedas relucientes, anillos, collares preciosos, diademas, coronas tachonadas de rubíes, perlas y esmeraldas, relicarios de ébano y marfil, vasos, cálices, guardajoyas de madreperla, cruces con bellos esmaltes e incrustaciones de gemas, telas bordadas con preciosos hilos de oro y plata, candelabros tan altos como una persona y tan brillantes como el sol, y muchas más cosas igualmente maravillosas. Un tesoro difícil de imaginar sí no se ha visto, me dijo. ¿Cómo era posible que toda esa riqueza hubiera desaparecido en el aire, me pregunté sorprendido, esfumándose ante los ojos de los guardias, del rey y de los propios parisinos como si fuera humo? ¿Cuándo y, sobre todo, cómo habían sacado de aquellas galerías, sin despertar sospechas ni curiosidad, los cofres que Sara decía haber visto por centenares? Me resultaba inexplicable.
Por fin, nos detuvimos en una intersección de caminos.
– Hemos llegado. Ahora silencio absoluto, o los guardias nos oirán.
La judía se encaminó hacia una de las paredes que, a simple vista, no se diferenciaba en nada de cualquier otra, y comenzó a ascender como un gato utilizando unas estratégicas hendiduras talladas en la roca. Entramos en lo que parecía la boca de otro túnel y que resultó ser la entrada a las alcantarillas de la fortaleza templaria; nos embistió de repente una penetrante vaharada a excrementos en descomposición. Sobre nuestras cabezas se escuchaba el eco apagado de voces lejanas y un interminable redoble de pasos avanzando en todas direcciones. Seguimos nuestro camino por aquellos apestosos canales hasta enfrentarnos a una enorme reja de hierro que, a pesar de su temible apariencia, se plegó dócilmente bajo la presión de la mano de la hechicera. Minutos después, el techo comenzó a declinar y, cuando mis cabellos comenzaron a rozar las piedras, Sara se detuvo, me entregó su antorcha, y con ambas manos hizo fuerza para impulsar hacia arriba uno de aquellos enormes sillares. La piedra, misteriosamente, cedió y, aparentando no pesar mucho más que un poco de aire, se apartó para dejarnos el paso libre.
– Ahora, apagad las antorchas. Pero cuidado, no las mojéis. Luego no nos servirían para regresar.
Después que hube cumplido la orden, ascendí tras ella y entré así en la oscura mazmorra de Evrard.
– ¿Habéis tenido algún problema? -preguntó una voz de anciano desde un rincón. Las tinieblas eran tan profundas que no hubiera podido distinguir ni mi propia mano delante de la nariz.