Si lo pensaba bien, en realidad él sólo había querido acelerar un proceso que le resultaba pesado y acercar un futuro que le parecía lejano. Por eso había aprovechado la ocasión que le brindaba su jefa con aquella investigación sobre los quipus en quechua. De algún modo había descubierto el material de Marta Torrent sobre los tocapus y el aymara y se había dado cuenta de que podía obtener de manera más rápida lo que, igualmente, el destino le tenía reservado para unos cuantos años después. Él también era un triunfador, un tipo avispado que sabía aprovechar la suerte cuando ésta se le presentaba, como yo, el listillo que se había hecho rico sin un título universitario en el bolsillo. Casi podía imaginarlo hablando con nuestra madre, alimentando uno y otra esa leyenda por la cual yo no hacía nada que valiera realmente la pena, a pesar de lo cual, ya ves, tenía una buena estrella envidiable. ¿Cómo, si no, podía explicarse lo de la compra de Keralt.com por el Chase Manhattan Bank? ¿Qué era eso sino un azaroso golpe de suerte en el que nada tenía que ver el valor del negocio ideado, desarrollado y expandido por mí trabajando como un mulo y robándole horas al sueño durante años? Hasta ese momento no me había importado que mi familia lo viera de ese modo. Me fastidiaba un poco, claro, pero pensaba que todas las familias tenían sus manías y que no valía la pena molestarse ni luchar contra esa falsa imagen. Conque mi abuela supiera y reconociera la verdad tenía suficiente. Ahora ya no. Ahora la historia adquiría sus proporciones correctas, puesto que había generado un problema mucho mayor: la infelicidad de mi hermano. Era Daniel el que tendría que vérselas con una denuncia por robo en cuanto a Marta Torrent le diera la gana presentarla; era Daniel el que tendría que enfrentarse al final de su carrera como docente e investigador; era Daniel el que tendría que soportar la vergüenza delante de nuestra madre, nuestra abuela, Clifford, Ona y, en el futuro, si nadie lo remediaba, también delante de su hijo. Eso sin contar con que no tuviera que pasar una buena temporada en la cárcel, lo que terminaría de hundir su vida para siempre.
Miré el círculo de luz que proyectaba mi frontal sobre el suelo del corredor y la pared de enfrente y tomé conciencia de dónde estaba y por qué. Recuperé el contacto con la realidad después de la embestida del cabreo y, desde luego, mi primer pensamiento fue para preguntarme por qué demonios tenía yo que pasar por todo aquello para ayudar a un imbécil como Daniel, pero, por suerte, recapacité: ni siquiera él se merecía quedarse el resto de su vida convertido en vegetal. A pesar de todo, había que intentar salvarle. Ya llegaría el momento de clarificar las cosas y de negociar con Marta lo que hubiera que negociar. ¡Y yo que pensaba ponerle un pleito mayúsculo en cuanto volviéramos a casa! Iba a tener que tragarme mis palabras, mis intenciones y mis pensamientos. Ahora bien, en cuanto Daniel estuviera en condiciones, él y yo íbamos a tener una larga conversación que le dejaría marcas para el resto de su vida.
Con un suspiro me incorporé y cargué mi pesada bolsa al hombro. En ese momento, tres focos se encendieron a pocos metros de distancia.
– ¿Estás mejor? -preguntó la voz de Proxi.
– Pero, ¿no os habíais marchado? -inquirí.
– ¿Cómo nos íbamos a ir? ¡Tú estás tonto! -señaló Marc-. Hicimos como que nos íbamos, pero apagamos los frontales y nos sentamos a esperarte.
– Pues venga, vámonos -dije, acercándome a ellos.
Los negros nubarrones no se fueron del todo de mi cabeza ni tampoco mi humor mejoró, pero reanudamos la caminata, en silencio, y, de algún modo, supe que todavía era importante continuar con aquello.
Poco después encontramos la esquina que liquidaba el corredor y que nos llevaba hacia la izquierda por un nuevo pasillo. Cuando topamos con la primera y gigantesca cabeza de puma sobresaliendo del muro de la cámara, supimos que íbamos bien ya que, según el mapa del dios Thunupa, aquella parte de túnel tenía cuatro de aquellas cabezas, dos de las cuales (las centrales), flanqueaban el acceso a la cámara de la serpiente cornuda. De todos modos, nos quedamos un rato examinándola por si las moscas, pero no, allí no había tocapus, tan sólo un impresionante y aterrador relieve que, por las orejas y el morro, daba la impresión de ser un puma pero que, en realidad, parecía una extraña combinación de payaso de nariz redonda con una cabeza de serpiente por boca.
– Pues yo creo -observó Jabba-, que es un tipo con un antifaz de puma. ¿Sabéis lo que quiero decir?
Por supuesto, todos dijimos que no.
– Había un dios antiguo que se ponía una cabeza de león como si fuera un casco y la piel del lomo le colgaba por la espalda.
– Hércules -señalé-. Y no era un dios.
– Bueno, da igual. El caso es que la cabeza del animal le cubría sólo hasta la nariz y le dejaba la boca y las mandíbulas al aire. Pues eso es lo que parece este bicho: un tipo que lleva puesta una cabeza de fiera que le deja media cara al aire. Como un antifaz.
Y sí, tenía razón. Lo cierto es que todo aquel arte taipikalense, o como quiera que se llamase, era muy raro. Podías mirarlo desde varios puntos de vista y encontrar distintas interpretaciones, todas igualmente válidas. La pesada de Proxi disparaba su cámara una y otra vez como si tuviera una capacidad ilimitada para guardar imágenes. De hecho, debía de llevar la tarjeta de memoria más grande del mercado porque, si no, no se entendía que pudiera seguir disparando.
Al cabo de unos minutos reanudamos nuestro viaje magallánico en torno a la cámara del Viajero. A pesar de mi estado de ánimo, no me pasó desapercibido el detalle de que la doctora Torrent iba muy callada y abstraída. Se me ocurrió que, quizá, podía acercarme a ella para pedirle disculpas por todas las barbaridades que le había dicho desde el día que me presenté en su despacho de la Autónoma, pero me quité rápidamente la idea de la cabeza porque no era ni el momento ni el lugar y porque no tenía ganas. Bastante fastidiado estaba ya con lo mío como para cargarme con más historias.
Por fin, al cabo de unos doscientos metros vimos sobresalir del muro izquierdo la segunda cabezota de puma.
– ¡La entrada! -exclamó Proxi, radiante.
Cuando llegamos a la altura del bicho vimos que, a continuación, había una puerta gigantesca -o algo que se parecía a una puerta, porque era una inmensa y rectangular losa de piedra pulida que caía desde el techo hasta el suelo y que tendría unos cuatro metros de alto por dos de ancho.
– Y allá está la otra cabeza -señaló la doctora Torrent.
En efecto, el portalón de roca tenía una cabeza de puma a cada lado y éstas eran exactamente iguales a la primera que habíamos examinado.
– ¿Y el panel de tocapus? -preguntó mi amigo.
– A lo mejor está bajo las cabezas -comentó Proxi-, como en el primer cóndor. Echémonos al suelo.
– ¡Eh, tú, para! -la frenó Jabba sujetándola por el brazo precipitadamente para que no se le escapara-. Esta vez te vas a portar bien, ¿vale? Yo me tiraré al suelo.
– ¿Y eso, por qué?
– Porque me apetece. Estoy harto de tener que rescatarte de catástrofes varias. Ya llevamos dos y dicen que a la tercera va la vencida, así que déjame a mí y apártate.
Proxi se puso al lado de Marta mascullando disparates y vi que la catedrática sonreía. Debía de estar diciendo algo gracioso, pero no lo entendí. Sin embargo el gesto de su cara cambió a una velocidad vertiginosa y yo volví la cabeza hacia la puerta, siguiendo su mirada y la luz de su frontal. En el centro mismo de la puerta había un recuadro con algo dentro.
– Espera, Marc -exclamé, acercándome-. Aquí hay algo. Mira.
El recuadro quedaba unos diez centímetros por encima de mi cabeza, así que tuve que ponerme de puntillas con las botas para verlo bien. Mi amigo, apenas un poco más bajo que yo, también pudo apreciar los diminutos tocapus que mostraba aquella especie de grabado, pero Proxi y Marta Torrent (sobre todo esta última) no hubieran podido verlo ni saltando sobre una cama elástica. Se trataba del panel de tocapus más pequeño que habíamos encontrado hasta entonces y situado, además, a una altura realmente incómoda.