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– ¿Qué es eso del bucle infinito? -quiso saber la catedrática.

– Un grupo de instrucciones en código que remiten unas a otras eternamente -le explicó-. Algo parecido a «Si Marc es pelirrojo entonces saltar a Arnau y si Arnau tiene el pelo largo, entonces volver a Marc». Nunca termina porque es un planteamiento absoluto.

– Salvo que yo me cortase el pelo y Marc se tíñese de rubio. Entonces dejaría de ser absoluto.

Era un buen chiste, pero a ellas no pareció hacerles la menor gracia, así que nosotros dos, que nos habíamos echado a reír, nos callamos.

– De todas formas -propuse reprimiendo la última y desgraciada sonrisa y hablando lo más juiciosamente que pude para recuperar la dignidad perdida-, tres de nosotros deberíamos retroceder hasta la zona del corredor en la que el suelo permanece entero y uno, asegurado con la cuerda, se quedaría aquí para pulsar la combinación. En caso de que el suelo terminara de hundirse, los otros tres lo sujetaríamos.

– ¿Qué es eso de «lo sujetaríamos»? ¿Ya te estás escaqueando? -insinuó discretamente Jabba.

– Ni tú ni yo podemos ser esa persona porque pesamos demasiado. ¿Lo entiendes? Debe ser una de ellas dos. No es una cuestión de valor sino de sobrecarga.

– Ha quedado muy claro, señor Queralt -convino la catedrática, sin inmutarse-. Yo pulsaré los tocapus. -Y ante el inicio de un gesto de protesta por parte de Proxi, levantó la mano en el aire, deteniéndola-. No es por ofenderla, Lola, pero yo estoy más delgada y, por lo tanto, peso menos. Se acabó la discusión. Denme esa cuerda y aléjense.

– ¿Está segura, Marta? -inquirió Proxi, no muy convencida-. Yo practico la escalada y podría defenderme mejor.

– Eso está por ver. Llevo toda mi vida trabajando en excavaciones y sé ascender y descender por una soga, así que márchense. Venga. No perdamos más tiempo.

En un abrir y cerrar de ojos, le fabricamos a la catedrática un arnés con la cuerda y nos retiramos hacia el fondo del túnel saltando de losa en losa hasta alcanzar territorio seguro, entonces nos sujetamos nosotros también de manera que pudiéramos ejercer la máxima tensión si ocurría el accidente. Desde la distancia a la que nos encontrábamos, nuestras luces apenas iluminaban la pared del fondo, de manera que no vimos lo que hacía la catedrática y yo estaba aún esperando a que todo saltara por los aires, con los músculos rígidos, cuando un ruido como de trueno que empieza en la lejanía se desató sobre nuestras cabezas. Al levantar la mirada, los frontales enfocaron una estrecha franja del techo, el centro mismo, que, como una cinta adhesiva que se despega, comenzaba a descender justo encima de nosotros.

– ¡Doctora Torrent! -grité a pleno pulmón-. ¿Se encuentra bien?

– Perfectamente.

– ¡Pues venga hacia aquí para que podamos soltar la cuerda y alejarnos de la que se nos viene encima!

– ¿Qué ocurre? -preguntó; su voz sonaba más cercana.

– ¡Mire, señora! -bramó Jabba-. ¡No es momento para explicaciones! ¡Corra!

La cuerda se aflojó en nuestras manos y la fuimos recuperando hasta que vimos a la doctora Torrent dar el último salto hacia nosotros. Para entonces, la pétrea banda de cielo raso estaba a punto de aplastarnos, de modo que nos dispersamos hacia los muros laterales y nos pegamos a ellos como si fuéramos sellos y, aun así, la cosa aquella estuvo a punto de rasurar, por muy poco, la barriga del más gordo de nosotros. Sólo entonces caímos en la cuenta de que el descenso había sido en diagonal, es decir, que se trataba en realidad de una escalera de increíble longitud que partía justo desde encima de la pequeña cabeza de cóndor y que terminaba a nuestros pies invitándonos a subir por ella. Pero no por el hecho de ver con claridad la situación nos decidíamos a despegarnos de las paredes. Allí nos quedamos, con los ojos vidriosos por el pánico y las aletas de la nariz batiendo enloquecidas el polvo que se había desprendido del techo.

La primera de nosotros cuatro en reaccionar fue Proxi.

– Señoras, señores… -musitó aprensiva-, el cuello del cóndor.

– ¿Del primero o del segundo? -inquirió Jabba con una voz que no le salía del cuerpo. Permanecía adherido al muro encogiendo la barriga.

– Del primero -afirmé sin moverme-. Recuerda el dibujo del mapa de Thunupa.

La catedrática nos examinó a los tres con un gesto oscuro en el rostro.

– ¿Son ustedes tan listos como parecen -preguntó- o todo esto lo han sacado de los supuestos papeles de su hermano, señor Queralt?

Pero, antes de que pudiera responderle, Proxi se me adelantó:

– Suponemos que Daniel lo había descubierto porque su documentación nos dio las pistas necesarias para averiguarlo. Pero no estaba todo en los papeles.

– Jamás escribo todo lo que sé -murmuró ella, pasándose las manos por el pelo para quitarse la tierra que le había caído encima.

– Probablemente porque no lo sabe todo -concluí, dirigiéndome hacia el primer peldaño de la escalera, del que partían dos gruesas cadenas que ascendían hacia lo alto-, o porque no sabe nada.

– Será eso -repuso con fría ironía.

Empecé a subir con cuidado por aquellos dientes de sierra sin pasamanos que habían caído del cielo.

– ¿Esto es oro? -oí que preguntaba Proxi, mosqueada. Me giré y la vi examinando una de las cadenas.

– ¿Es oro? -repetí, asombrado.

La catedrática pasó una mano por los eslabones para quitar la pátina de suciedad y la luz de su linterna frontal, mucho más grande y antigua que las nuestras, iluminó un dorado brillante. Proxi, para variar, empezó a disparar fotografías. Si salíamos de allí, íbamos a tener un álbum fantástico de nuestra odisea.

– Sí, lo es -afirmó Marta Torrent, tajante-. Pero no debe sorprendernos: el oro abundaba por estas tierras hasta que llegamos los españoles y, además, los tiwanacotas lo consideraban sagrado por sus asombrosas propiedades. ¿Sabían que el oro es el metal precioso más extraordinario de todos? Es inalterable e inoxidable, tan dúctil y fácilmente maleable que puede transformarse en hilos tan finos como capilares o en gruesos y resistentes eslabones como éstos. El tiempo no le afecta, ni tampoco ninguna sustancia presente en la naturaleza. Es un conductor eléctrico inmejorable y no provoca alergias ni es reactivo, sin olvidar que tiene uno de los índices de reflexión de la luz más altos del mundo, ya que devuelve hasta los rayos infrarrojos. Es tan fuerte que los motores de las naves espaciales están cubiertos de oro porque es el único metal capaz de aguantar las altísimas temperaturas generadas en su interior sin derretirse como el chocolate en la mano.

En la crónica de los yatiris que mi hermano había elaborado con textos dispersos ya se mencionaba que éstos habían dejado escrito su legado en oro porque era el metal sagrado que duraba eternamente. Pero, ¿por qué una antropóloga especialista en etnolingüística había realizado semejante investigación sobre dicho metal? Ella nos miró a los tres y debió de leer la pregunta en nuestras caras.

– Me llamó mucho la atención descubrir que los yatiris redactaban sus textos sobre planchas de oro, como ya sabrán. No podía comprender la razón. Pensaba que si querían dejar mensajes en un soporte realmente resistente hubieran podido utilizar la piedra, por ejemplo. Sin embargo, mostraban un exagerado interés por escribir sobre oro y eso me intrigó. Pero, sin duda, es infinitamente preferible a la piedra. Mucho más seguro, inalterable y resistente.

– Por eso escribieron en planchas de oro -comentó Proxi- y las guardaron en la cámara del Viajero antes de abandonar Taipikala.

La doctora Torrent volvió a sonreír.

– Taipikala, en efecto. Y el Viajero… Vaya, ¡pero si lo saben todo!

– ¿Nos vamos a quedar aquí para siempre? -aduje, reiniciando mi lento y cauteloso ascenso por la escalera.

Nadie me respondió, pero todos se pusieron en camino, siguiéndome. ¿Por qué la catedrática nos había proporcionado aquella abundante información sobre el oro? No podía preguntar lo que sabíamos de forma directa; eso hubiera sido un error, claro, así que nos había tendido una trampa. Había reaccionado de forma ostensible cuando habíamos mencionado a Thunupa, reconociendo el apelativo menos divulgado del Dios de los Báculos, haciéndonos saber que sus conocimientos estaban al nivel de los nuestros (cuando hablé con ella en su despacho no lo citó). Luego, había hecho lo mismo con el nombre secreto de Tiwanacu, Taipikala, y con el Viajero. De alguna manera, estaba intentando transmitirnos que ella conocía perfectamente la historia. Pero no podía olvidar su frase: «Me llamó mucho la atención descubrir que los yatiris redactaban sus textos sobre planchas de oro, como ya sabrán.» Ese «como ya sabrán» no había sido una pregunta, sino una afirmación. Todo lo que nos había contado sobre el metal precioso eran datos accesibles para cualquiera, información intrascendente. Menos esa frase. Estaba claro que esperaba una reacción por nuestra parte. ¿Quería confirmar que sabíamos lo de las planchas de oro? Lo más gracioso era que, de algún modo, había obtenido lo que andaba buscando: Proxi le había respondido con dos datos importantes, Taipikala y el Viajero. Ahora intuía perfectamente hasta dónde llegaban nuestros conocimientos y, por si nos interesaba, nos había dicho también, a su manera, lo que sabía ella, de forma que quedara claro que era mucho más de lo que sabíamos nosotros porque había investigado en profundidad detalles tan nimios como el del oro. Estaba exhibiendo sus fronteras y tanteando las nuestras. Era lista como el demonio.

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