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Seguimos avanzando hacia la gran Puerta y, conforme los metros que nos separaban de ella fueron reduciéndose, los tres entramos en una especie de campo magnético que nos atraía con la misma fuerza con que la gravedad nos pegaba al suelo. A la vista de aquella silueta recortada contra el cielo, mi mente dio un salto hasta la noche anterior a nuestro viaje, poco después de pedirle a Núria que nos reservara los vuelos y el hotel. Como aún teníamos tiempo para trabajar un rato antes de la hora de la cena y de que Jabba y Proxi se marcharan a su casa para hacer los equipajes, reemprendimos la búsqueda de la información sobre la Puerta, que era lo único de Tiwanacu que nos faltaba por investigar. Marc se dedicó a buscar imágenes y a imprimirlas, Lola a investigar al misterioso Dios de los Báculos y yo a recopilar toda la información existente sobre el monumento.

La catedrática me había dicho que la Puerta pesaba más de trece toneladas y así parecían confirmarlo las páginas de internet que hablaban sobre el tema. Las dimensiones ya eran más variadas, aunque, por regla general, rondaban los tres metros de alto por cuatro de largo. Sobre la anchura no encontré discusión: medio metro de forma unánime.

La Puerta del Sol representaba el paso entre ninguna parte y la nada. Su ubicación era absolutamente ficticia y nadie parecía saber su procedencia real: unos decían, por su lejano parecido, que era la cuarta puerta de Puma Punku, la que faltaba, otros que venía de algún monumento desaparecido, otros que de la Pirámide de Akapana… Nadie estaba seguro, pero lo que resultaba un verdadero misterio era cómo una piedra de trece toneladas había podido ser movida de su sitio y dejada caer, boca abajo, en aquel recinto de Kalasasaya en el que hoy se encontraba. El monumento presentaba una grieta ancha y profunda desde la esquina superior derecha del vano hacia arriba, en diagonal, partiendo el friso en dos. La leyenda decía que un rayo era el causante de aquel destrozo pero, aunque las tormentas eléctricas eran frecuentes en el altiplano, difícilmente tal fenómeno hubiera podido ocasionar en un bloque de durísima traquita una resquebrajadura semejante. Lo más probable era que, al caer boca abajo, se hubiera partido, pero tampoco estaba claro.

En la parte posterior de la puerta había cornisas y hornacinas tan perfectamente trabajadas que era difícil comprender cómo podían haber sido hechas sin la ayuda de maquinaria moderna y lo mismo podía decirse del friso de la fachada principal, con su impresionante Dios de los Báculos en el centro. El dios era asunto de Proxi, pero, a la hora de leer las descripciones de la Puerta, costaba mucho separar lo que se decía del dios de todo lo demás. De ese modo descubrí que la práctica totalidad de los documentos afirmaba que la figurilla sin piernas representaba a Viracocha, el dios inca, lo que me llevó a plantearme de nuevo la absoluta desinformación que existía sobre la materia. La mayoría de expertos había desechado esta teoría desde hacía tiempo, según me había contado la catedrática, y, sin embargo, pocos eran los que se daban por enterados. El Dios de los Báculos seguiría siendo Viracocha durante mucho tiempo y las cuarenta y ocho figurillas que lo flanqueaban -veinticuatro a cada lado, en tres filas de ocho cada una- continuarían siendo cuarenta y ocho querubines por el mero hecho de tener alas y una rodilla doblada en actitud de carrera o de reverencia. Daba igual que algunas de ellas lucieran hermosas cabezas de cóndor sobre cuerpos humanos: mientras nadie demostrara lo contrario, muchos seguirían viendo en aquellos personajes zoomorfos unos geniecillos alados equiparables en todo a los ángeles.

Algunos de los más reconocidos arqueólogos exponían, sin el menor recato, la extraña teoría de que el friso era un calendario agrícola y de que los personajes del friso no simbolizaban otra cosa que los treinta días del mes, los doce meses del año, los dos solsticios y los dos equinoccios. Quizá fuera verdad, pero había que tener mucha imaginación -o, seguramente, mejores conocimientos que los míos- para aventurar semejante propuesta, sobre todo porque algunos de tales expertos aseguraban también que el calendario de la Puerta del Sol, además de agrícola, podía ser venusino, con doscientos noventa días distribuidos en diez meses.

No obstante, en el momento en que mi escepticismo y mi desconfianza rozaban los límites de lo soportable, me llevé una sorpresa mayúscula. Estaba yo leyendo tan tranquilo cuando tropecé con una afirmación que me chocó. Un investigador llamado Graham Hancock había descubierto que en la Puerta del Sol aparecían representados un par de animales supuestamente extinguidos muchos miles de años atrás, en una época en la que, según la ciencia oficial, Tiwanacu aún no existía. Por lo visto, en la parte inferior del friso, en una cuarta banda de adornos que no me había llamado la atención, podían distinguirse con toda claridad las cabezas de dos Cuvieronius, una en cada extremo de los cuatro metros del dintel y, en algún otro lado, una cabeza de toxodonte. Lo increíble de esto era que ambas especies habían desaparecido de la superficie del planeta -junto con otras muchas en todo el mundo- entre diez mil y doce mil años atrás, al final del período glacial, sin que nadie supiera explicar por qué.

Me levanté de mi asiento y cogí todas las ampliaciones fotográficas de la Puerta del Sol que Jabba estaba sacando por la impresora láser. A pesar de distinguir la cuarta banda, no pude ver sino ciertas formas imprecisas de relieves, así que, después de pensar un momento, me dirigí hacia la habitación de mi abuela con la esperanza de encontrar alguna de sus gafas para leer y tuve suerte porque, en la mesilla de noche, tenía dos dentro de sus fundas. De vuelta al estudio con las improvisadas lupas, le pasé una de ellas a Jabba, que ya me seguía la pista como un setter que ha olfateado la presa. Al toxodonte, un herbívoro muy parecido al rinoceronte aunque sin cuerno en la nariz, no lo encontramos por ningún lado, quizá porque no supimos verlo, pero a los Cuvieronius, que eran idénticos a los elefantes actuales, los localizamos en seguida, inconfundibles con sus grandes orejas, sus trompas y sus colmillos. Estaban, efectivamente, bajo las columnas tercera y cuarta de geniecillos alados, contado desde los márgenes. Resultaba asombroso contemplarlos, confirmando sin discusión que la Puerta del Sol tenía más de diez mil años de antigüedad ya que era imposible que los artistas tiwanacotas hubieran llegado a ver un elefante en toda su vida porque nunca habían existido en Sudamérica; sólo podía tratarse del Cuvieronius, un mastodonte antediluviano cuyos restos fósiles sí atestiguaban su presencia en el continente hasta su repentina e inexplicable desaparición diez mil o doce mil años atrás.

– Y, ¿cuándo dicen los arqueólogos que se construyó Tiwanacu? -preguntó confundido Jabba.

– Doscientos años antes de nuestra era -repuse.

– O sea, hace dos mil doscientos años, ¿no es así?

Asentí con un gruñido gutural.

– Pues no encaja… No encaja con estos animalitos, ni con el mapa de Piri Reis, ni con la supuesta antigüedad del lenguaje aymara, ni con la historia de los yatiris…

En aquel momento, Proxi dio un brinco de entusiasmo en su asiento y se giró velozmente para mirarnos. Tenía los ojos brillantes.

– Os ahorraré todo lo inútil e iré directamente a lo que nos interesa -exclamó-. Según los últimos estudios sobre el tema, el Dios de los Báculos podría ser, en realidad, Thunupa, ¿os acordáis?, el dios del diluvio, el de la lluvia y el rayo.

– ¡Caramba! Tiwanacu es un pañuelo, ¿eh? -dije con sorna.

– Parece que esas marcas que tiene en las mejillas son lágrimas -siguió explicando- y los bastones simbolizarían su poder sobre el rayo y el trueno. Nuestro amigo Ludovico Bertonio aporta un dato muy curioso en su famoso diccionario: Thunupa, después de la conquista, se transformó en Ekeko, un dios que, actualmente, sigue teniendo muchos adeptos entre los aymaras porque, según el arqueólogo Carlos Ponce Sanjinés (14), la lluvia, por escasa, ha pasado a ser sinónimo de abundancia y Ekeko es el dios de la abundancia y la felicidad.

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