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– ¡Eh! -grité, levantándome-. ¡Se me acaba de ocurrir una idea!

Aquellos dos, con más cara de muertos que de vivos, me miraron a su vez.

– Daniel estaba trabajando exclusivamente sobre material relacionado con Tiwanacu, ¿no es cierto?

Ambos asintieron.

– ¡La maldición procede de Tiwanacu! Mi hermano sabía lo de la cámara. Él mismo nos dejó un dibujo del pedestal del Dios de los Báculos señalando muy claramente dónde se encontraba escondido el oro de los yatiris con todos sus conocimientos. Y sabe, porque no deja de repetirlo en sus delirios, que en esa cámara se guarda el secreto del poder de las palabras. Había descubierto la existencia real de la Pirámide del Viajero: la cámara está en una pirámide, dice, y la pirámide tiene una puerta encima. ¡Lakaqullu, colegas, Lakaqullu! Él sabía cómo llegar y, cuando lo descubrió, tropezó con la dichosa maldición, la maldición que protege la cámara.

Proxi parpadeó, intentando asimilar mis palabras.

– Pero… -vaciló-, ¿por qué no nos afecta a nosotros?

– ¡Porque no sabemos aymara! Si desconocemos el código, no puede afectarnos.

– Pero tenemos la transcripción del texto en aymara -insistió- y la hemos leído.

– ¡Sí, pero sigo diciendo que no nos perjudica porque no sabemos aymara! El código funciona con sonidos, con esos dichosos sonidos naturales. Nosotros podemos leer el texto en aymara, pero jamás conseguiríamos pronunciarlo de la manera correcta. Daniel sí, y lo hizo. Por eso le afectó.

– O sea -balbuceó Jabba haciendo un gran esfuerzo-, que el código, en realidad, contiene una especie de virus.

– ¡Exacto! Un virus dormido que sólo se activa en determinadas condiciones, como esos virus informáticos que empiezan a borrar el disco duro en el aniversario de un acto terrorista o los viernes que son día trece del mes. En este caso, la condición que ejecuta lo programado es el sonido, algún tipo de sonido que nosotros no somos capaces de reproducir.

– Entonces, a los aymarahablantes, o a cualquiera que sepa aymara, sí les afectaría -aventuró Proxi-. A Marta Torrent, sin ir más lejos, ¿no?

Me quedé en suspenso unos segundos, inseguro de mi respuesta.

– No sé… -dije-. Imagino que, si lo oyera o lo leyera en voz alta, sí.

– Es cuestión de probarlo -propuso Jabba-. Vamos a llamarla.

Proxi y yo sonreímos.

– En cualquier caso -dije-. Se impone ir a Tiwanacu y entrar en la cámara.

– ¡Pero…! ¡Tú estás loco! -exclamó Marc, saltando de su asiento y encarándoseme-. ¿Te has parado a pensar la majadería que acabas de decir?

Le miré con toda la sangre fría del mundo antes de responder.

– Mi hermano no va a curarse si no entramos en esa cámara y buscamos una solución; lo sabes igual que yo.

– ¿Y qué haremos una vez que estemos allí? -replicó-. ¿Coger una pala y empezar a cavar? ¡Oh, lo siento, señor policía boliviano, no sabía que esto era un área arqueológica protegida!

– ¿Acaso no te acuerdas de lo que decía la crónica de los yatiris? -le preguntó Proxi.

Jabba estaba tan nervioso que la miró sin comprender.

– Después de terminar la montaña que hoy es Lakaqullu, esos tipos se vieron en la necesidad de regresar a la cámara, y lo hicieron, cito de memoria, por uno de los dos corredores que llegaban hasta la pirámide desde lugares que sólo ellos conocían, añadiendo, al salir, más defensas y blindajes.

– La palabra no era exactamente blindajes -la corregí.

– Bueno, pues la que fuera -gruñó-. Creía que hablaba con personas inteligentes.

– ¿Y quieres que nosotros encontremos esos corredores? -le preguntó Jabba, incrédulo-. Te recuerdo que ha llovido mucho desde entonces, y no lo digo sólo en sentido figurado.

Proxi, que hasta entonces había permanecido sentada, se irguió y avanzó hasta los mapas de Tiwanacu suspendidos de la pared.

– ¿Sabéis…? -dijo sin mirarnos-. Mi trabajo consiste en encontrar fallos en los sistemas informáticos, agujeros de seguridad en los programas más potentes que existen en el mercado, incluidos los nuestros. No estoy diciendo que sea la mejor, pero soy muy buena y sé que en Taipikala hay una brecha que puedo encontrar. Los yatiris fueron magníficos programadores, pero no escondieron su código para que permaneciera oculto eternamente. ¿Qué sentido tendría haber escrito todas aquellas planchas de oro destinadas a una supuesta humanidad superviviente de un segundo diluvio universal? -Puso los brazos en jarras y meneó la cabeza con decisión-. No, la entrada hasta la cámara existe, estoy segura, sólo está disimulada, enmascarada para que no sea descubierta antes de que su contenido resulte necesario. Ellos la dejaron protegida contra los ladrones pero no contra la necesidad humana. Es más, no tengo la menor duda de que el acceso a la cámara está abierto y disponible, incluso diría que lo tenemos delante de nuestras narices. El problema es que no lo vemos.

– Quizá porque no hemos analizado todavía la Puerta del Sol -insinuó Jabba.

– Quizá porque sólo podremos encontrarlo buscándolo allí mismo, en Tiwanacu -contrarresté.

Un destello de brillante lucidez atravesó los ojos negros de Proxi cuando se volvió hacia nosotros.

– ¡Venga, manos a la obra! -exclamó-. Tú, Marc, busca todas las fotografías de la Puerta del Sol que puedas encontrar e imprímelas en alta calidad; tú, Root, busca toda la información sobre la Puerta y apréndetela de memoria. Yo me encargaré del Dios de los Báculos.

Sin disimular su satisfacción, Jabba me miró triunfante.

Su opción había resultado la ganadora… por el momento, pensé.

Segundos después, mi abuela se asomó discretamente para decirnos adiós pero, esta vez, fuimos un poco más educados y respondimos con sonrisas amables aunque distraídas. Si en aquel momento hubiera sabido que iba a tardar tanto tiempo en volver a verla, con toda seguridad me hubiera levantado para darle un beso y decirle adiós, pero no lo sabía, de modo que se fue y yo no le dije nada. Eran poco más de las siete de la tarde y mi cuerpo empezaba a crujir como una silla vieja.

– ¿Por qué no buscamos algún documento que comente, aunque sea de pasada, si la Puerta del Sol pudo haber estado alguna vez en Lakaqullu? -preguntó Jabba de repente.

Proxi le miró con una sonrisa:

– Es una buena idea. Yo lo hago.

– Utiliza filtros para limitar la búsqueda -le sugirió Jabba, acercándose a ella y doblándose por la mitad para apoyarse de codos sobre la mesa.

– ¿«Tiwanacu», «Lakaqullu» y «Puerta»?

– ¡Y algo más, mujer! Añade también «Puerta del Sol» y «mover», por ejemplo, ya que los yatiris la cambiaron de sitio.

– Vale. Allá va.

Yo seguía trabajando en lo mío, buscando todo lo relativo a la Puerta, que era mucho.

– ¿Sólo cinco documentos? -oí decir a Jabba-. Qué pocos, ¿no?

Pero Proxi no le contestó. Entonces me giré y la vi mover la mano y poner el dedo sobre la pantalla, señalando algo. Recuerdo que pensé que iba a dejar una huella digital del tamaño de un camión. Luego, ambos se inclinaron al unísono sobre el monitor sin decir palabra y permanecieron inmóviles durante mucho tiempo, tanto que, al final, me cansé de ver los fondillos de Jabba frente a mi cara y me incorporé para acercarme.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

Ahora eran ellos los que no parecían tener ganas de hablar.

– ¡Eh, que estoy aquí! -dije, acercándome. Entonces Jabba se apartó un poco para dejarme ver la pantalla y yo me incrusté entre ambos. Lo primero que vi fue una foto bastante benévola de la doctora Torrent, de primer plano, en la que exhibía una ligera sonrisa. La página era de un diario de Bolivia, El nuevo día, y el titular informaba de que la famosa antropóloga española acababa de llegar a La Paz para sumarse a las nuevas excavaciones de Tiwanacu. El resto de la noticia, que llevaba fecha de aquel mismo martes, 4 de junio, contaba que Marta Torrent, quien había sido tan amable de atender al periodista nada más bajar del avión a pesar del cansancio del largo viaje, iba a sumarse al equipo del arqueólogo Efraín Rolando Reyes, quien había iniciado recientemente las excavaciones en Puma Punku con la intención de sacar a la luz la pirámide gemela de Akapana o, al menos, parte de ella. Esta incomparable mujer, antropóloga de profesión pero arqueóloga de vocación, había conseguido incluir la pirámide de Puma Punku en el plan de financiación del Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB) gracias a sus magníficos contactos con el gobierno boliviano y a su gran influencia en los sectores culturales y económicos del país. «Tenemos un enorme laburo por delante de varios meses de duración. Habrá que mover toneladas de tierra», había dicho. La catedrática española, a quien gustaba más el trabajo de campo que el de despacho, procedía de una familia de arqueólogos con larga tradición de exploraciones en Tiwanacu, como su tío abuelo, Alfonso Torrent, estrecho colaborador de don Arturo Posnansky, y su padre, Carlos Torrent, que pasó más de media vida junto a las ruinas intentando reconstruir el período preincaico y estudiando la Puerta del Sol. Ella había heredado la pasión de la familia y su apellido la ponía a salvo de los muchos obstáculos con los que tan a menudo se encontraban otros investigadores. Prueba de ello era la autorización para iniciar excavaciones preliminares en Lakaqullu obtenida pocos días antes, por teléfono, desde España. «Nadie hace caso a Lakaqullu por ser un monumento menor, pero vengo dispuesta a demostrar que todos se equivocan.» «Lo conseguirá», acababa diciendo el periodista.

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