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Aturdido por esta borrachera iconográfica en blanco y negro donde cada escena era un mundo de detalles en el que perderse, me quedé sin visión periférica, ignorando por completo el color amarillo fosforescente de los fragmentos resaltados por mi hermano del mismo modo que hubiera ignorado con toda tranquilidad un semáforo en rojo si hubiese estado conduciendo. Hay imágenes, o estilos de imágenes, músicas, olores, sabores o texturas que tienen la poderosa capacidad de arrancarnos del mundo real, de modo que, hasta que no me recuperé de la impresión no descubrí que Daniel había vuelto a señalarme el camino destacando en amarillo luminoso las palabras, frases o párrafos importantes.

La primera marca que pude encontrar estaba situada junto al dibujo de otro escudo barroco con los segundos emblemas reales (un pájaro, cierto tipo de palmera, una borla y dos serpientes), y resaltaba una frase en la que se afirmaba que «ellos», los Incas, habían salido de «la laguna del Titicaca y de Tiahuanaco» y que, partiendo del «Collau», los ocho hermanos y hermanas «Yngas» originales habían llegado a Cuzco y fundado la ciudad. En el párrafo siguiente, Guamán Poma, con la biliosa colaboración de Daniel C., afirmaba, nada más y nada menos, que todos cuantos tenían «orexas», o sea, orejas, se llamaban Incas y que los demás no. En un primer momento, me quedé preocupado ante la idea de que los veintinueve millones y pico de habitantes del Tihuantinsuyu que no formaban parte de la realeza hubieran podido ser unos desorejados, pero de inmediato recordé la leyenda que decía que los descendientes directos de los hijos de Viracocha formaban la nobleza «Orejona», que se distinguía de los que no tenían sangre solar insertándose grandes discos de oro en los lóbulos de las orexas. Y, efectivamente, así era, porque, pasando la hoja de los segundos emblemas, en la siguiente se veía al primer Inca, Manco Capac («Capac» quería decir poderoso), con una pieza redonda a cada lado de la cabeza a modo de enorme pabellón auditivo. De repente recordé un detalle curioso. ¿No había dicho Proxi que los sacerdotes-astrónomos que gobernaban Tiwanacu se llamaban «Capaca»? ¿No sería Capac una derivación de Capaca? Sólo había una forma de comprobarlo y era usando el diccionario de Ludovico Bertonio que mi hermano tenía… en su casa. No me quedó más remedio que hacer una búsqueda en internet, pero la suerte me acompañó y no tardé en encontrar un acceso libre al diccionario a través de la biblioteca virtual de la Universidad de Lima, en Perú, y un Bertonio transcrito al lenguaje de las páginas Web me confirmó, efectivamente, que «Capaca» quería decir Rey o Señor, aunque matizaba que era una palabra muy antigua (él lo decía en 1612) y que ya no se utilizaba. De modo que, quizá, las leyendas incas tenían su parte de razón y, a lo mejor, Manco Capac, o Capaca, y su hermana-esposa, Mama Ocllo, procedían efectivamente de Tiwanacu y desde allí subieron al norte para fundar Cuzco y el Imperio inca.

Manco Capac aparecía elegantemente ataviado. Llevaba un gran manto sobre el vestido, un cíngulo alrededor de la cabeza que le sujetaba un adorno sobre la frente, sandalias abiertas, lazos bajo las rodillas y, en las manos, un curioso quitasol y una lanza. Pero lo que más me llamó la atención fueron los adornos del vestido: una banda de tres líneas de pequeños rectángulos como los de las fotocopias de tejidos de Daniel, que cruzaban horizontalmente la tela por la cintura. Esta vez, sin embargo, me fijé mejor y descubrí en el interior de ellos diminutas estrellas, pequeños rectángulos, tildes alargadas, rombos con puntos en el centro… Los motivos se repetían tres veces cada uno, en diagonal, y me pregunté qué podrían tener de insólito estos diseños textiles para que mi hermano se hubiera empeñado en coleccionarlos.

Me sobresaltó la luz de la pantalla grande de la pared, que se encendió de pronto para informarme de que mi madre acababa de despertarse. Mientras me giraba para observar, la imagen se dividió por la mitad y, en la ventana derecha, pobremente iluminada, apareció ella saltando de la cama con su discreto camisón de raso color verde. Mi casa, obviamente, estaba dotada de todo tipo de sensores de movimiento pero, además, el sistema de identificación distinguía perfectamente a cada uno de los miembros de mi familia.

Suspiré notando una oleada de creciente desesperación mientras la veía avanzar por los pasillos como el Titanic hacia el hielo. Incluso cuando ya notaba su mirada sobre mi nuca y su imagen en el visor me indicaba que estaba exactamente detrás de mí, en el umbral de la puerta, todavía albergaba yo la inútil esperanza de que tomara otro rumbo y desapareciera.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo a estas horas? -me increpó, avanzando un poco más y deteniéndose frente a la pantalla en la que podía verse a sí misma con los brazos en jarras, el camisón verde, los pelos de punta y la cara de enfado-. ¿Y se puede saber por qué me espías? ¡No recuerdo haberte enseñado a espiar cuando eras pequeño!

– Estoy leyendo.

– ¿Leyendo…? -se indignó-. ¡No, si ya verás como al final tendré que hacer lo mismo que hacía cuando tenías diez años! ¡Apagarte la luz por las buenas!

Me eché a reír.

– Pues encenderé una linterna, como hacía entonces.

Ella sonrió también.

– ¿Crees que no lo sabía? -preguntó, acercando un sillón y acomodándose; la noche estaba perdida-. Todavía recuerdo las pilas de petaca, los cables y aquellas bombillas diminutas con las que te fabricabas las linternas para leer debajo de las mantas. ¿Sabes que tu hermano te copió la idea? Cuando vivíamos en Londres y tú estabas interno en La Salle, él hacía lo mismo, salvo que tú leías cómics y él, libros de verdad. ¡Era tan listo para su edad…! -¿Había comentado ya que Daniel era el hijo favorito de mi madre?-. Chaucer, Thomas Malory, Milton, Shakespeare, Marlowe, Jonathan Swift, Byron, Keats…

– Vale, mamá. Siempre he sabido lo inteligente que era mi hermano.

Para ella, la cultura se reducía al campo de las humanidades. Lo que yo hacía jamás había alcanzado la categoría de «respetable» y, por supuesto, jamás sería otra cosa que un pasatiempo adolescente. Mi madre miraba con mejores ojos a un zapatero remendón o a un pintor de brocha gorda que a mí; al menos, el zapatero y el pintor hacían algo útil. Por supuesto, desde esa perspectiva, Daniel siempre salía ganando: antropólogo, profesor de universidad, erudito, con pareja y con un hijo precioso. ¿Qué título tenía yo?, ¿qué era eso de internet?, ¿por qué seguía soltero y sin compromiso?, ¿por qué no le daba nietos? En su última visita había dejado muy claro que, por mucho dinero que yo tuviera, siempre sería el fracaso más grande de su vida y en aquel preciso momento me daba la impresión de que estaba a punto de repetir el desagradable comentario.

– Tienes que hacer algo de una vez, Arnie -me reprochó cariñosamente-. No puedes, de ninguna manera, seguir así. Ya tienes treinta y cinco años. Eres un hombre y es hora de que tomes decisiones importantes. Clifford y yo hemos pensado hacer testamento… Sí, ya sé que todavía es pronto, pero Clifford está empeñado y yo, claro está, no voy a negarme. Sería una tontería, ¿no te parece? Te lo digo porque hemos pensado dejarle a Daniel una parte mayor que a ti… Espero que no te importe, cariño. Él no tiene tantos recursos como tú y ya se sabe que los profesores no ganan dinero. Además, tiene un hijo y, probablemente, tenga más porque tanto Ona como él son jóvenes todavía. Así que…

– No me importa, mamá -afirmé, convencido. ¿Qué más me daba? Además, por lo que yo sabía, mi madre llevaba mucho tiempo ayudándole con pequeñas cantidades mensuales y pagándole la hipoteca del piso de la calle Xiprer. Me parecía acertado que mi hermano recibiera más que yo, aunque no podía dejar de ver una maniobra de Clifford detrás de todo aquello. Clifford era un buen hombre y ambos nos apreciábamos, pero Daniel era su hijo y yo no. En cualquier caso, a mí, afortunadamente, no me hacía falta el dinero y a mi hermano, tanto si se recuperaba como si no, siempre le vendría bien.

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