Aquello empezaba, por fin, a encarrilarse un poco: yatiris era una palabra que conocía y que mi hermano empleaba con frecuencia en su delirio. Habría que investigar más a los yatiris, me dije, porque parecían disfrutar de un papel protagonista en la historia y, además, y esto era lo curioso, según aquel viejo hidalgo español, Pedro Sarmiento de Gamboa, tenían un camino propio que, después de dos meses de recorrerlo, vaya usted a saber adónde iría a desembocar.
El grueso de la biblioteca de Daniel estaba compuesto por libros de antropología, historia y gramáticas varias. En los estantes más cercanos a su mesa, tanto a la derecha como a la izquierda, había dispuesto cómodamente los volúmenes sobre los incas y un montón de diccionarios, entre los que se encontraban el publicado en 1612 por el jesuita Ludovico Bertonio, Vocabulario de la lengua aymara, y el de Diego Torres Rubio, Arte de la lengua aymara, de 1616. Era el momento de averiguar qué demonios quería decir lawt'ata. Después de volverme loco durante un rato (porque no tenía ni idea de cómo se escribía en realidad), conseguí localizar el término a fuerza de mirar, una a una, todas las voces que empezaban por la letra ele, y así averigüé que era un adjetivo y que significaba «cerrado con llave», lo que me condujo de nuevo hasta el mensaje de la supuesta maldición, en cuya última línea, recordé, aparecían estas palabras. Esto, por supuesto, no vino a resolver nada, pero, al menos, sentí que había despejado una incógnita. Seguía teniendo pendiente echar un vistazo a las viejas crónicas españolas porque, entre otras razones además de una inmensa desgana, había dedicado todo mi tiempo a estudiar lingüística y, más en concreto, lingüística aymara, haciendo alguna que otra incursión en la red a la caza y captura de informaciones más precisas sobre este lenguaje.
Todo lo que Jabba y Proxi me habían contado se quedaba corto al lado de lo que, en realidad, era el aymara. Estaba claro que yo no sabía tantos idiomas como Daniel y que, si me sacaban del catalán, el castellano y el inglés, me quedaba tan desorientado como un recién nacido, de modo que pocas comparaciones podía hacer con otras lenguas naturales. Pero lo que yo sí dominaba eran los lenguajes de programación (Python, C/C++, Perl, LISP, Java, Fortran…) y, con ellos, me bastaba y me sobraba para darme cuenta de que el aymara no era una lengua como las demás. No podía serlo de ninguna manera porque se trataba de un auténtico lenguaje de programación. Era tan precisa como un reloj atómico, sin ambigüedades, sin dudas en sus enunciados, sin espacios para la imprecisión. Ni un diamante puro inmejorablemente tallado hubiera igualado sus propiedades de integridad, exactitud y rigor. En el aymara no cabían frases como aquellas tan tontas que, de pequeños, nos hacían reír por la incongruencia que albergaban, como «el pollo está listo para comer», por ejemplo. No, el aymara no consentía este tipo de absurdos lingüísticos y, además, era cierto que sus reglas sintácticas parecían construidas a partir de una serie invariable de fórmulas matemáticas que, al ser aplicadas, daban como resultado una extraña lógica de tres valores: verdadero, falso y neutro, al contrario que cualquier lengua natural conocida, que sólo respondía a verdadero o falso según la vieja concepción aristotélica de toda la vida. De modo que, en aymara, las cosas podían ser, de verdad y sin equívocos, ni sí, ni no, ni todo lo contrario, y, por lo visto, no había más idiomas en el mundo que permitieran algo semejante, lo cual, por otro lado, no era de extrañar, pues parte de la riqueza que las lenguas adquirían con los siglos de evolución estribaba precisamente en su capacidad literaria para las confusiones y las ambigüedades. De modo que, mientras los aymaras que todavía empleaban esta lengua en Sudamérica se sentían avergonzados por ello y marginados como pobres y atrasados indígenas sin cultura, su lengua pregonaba a los cuatro vientos que procedían de alguna civilización mucho más adelantada que la nuestra o, al menos, capaz de crear un lenguaje basado en algoritmos matemáticos de alto nivel. No me sorprendía nada que Daniel se hubiera quedado fascinado con estos descubrimientos y que hubiera abandonado el estudio del quechua para dedicarse por completo al aymara; lo que sí me llamaba poderosamente la atención era que no hubiera contado conmigo para que le ayudase a comprender todos aquellos conceptos tan abstractos y tan alejados de las materias que él conocía y había estudiado. Que yo recordara, me había pedido en varias ocasiones que le escribiese algunos programillas sencillos y muy específicos para guardar, clasificar y recuperar información (bibliografías, datos estadísticos, archivos de imágenes…), pero incluso esas pequeñas aplicaciones le parecían complejas y difíciles de manejar, así que dudaba mucho de que él solo hubiera sido capaz de reconocer las similitudes que presentaba el aymara con los modernos y sofisticados lenguajes de programación.
Tampoco encontré por ninguna parte el famoso quipu en aymara imaginado por Jabba y Proxi. Por un lado, en materia de quipus, sólo localicé un grueso archivador que contenía las copias de los Documentos Miccinelli, pero daba la sensación, por el lugar donde se hallaba sepultado y por la fina pátina de polvo que se veía en el interior de las cubiertas, que Daniel no lo había tocado en mucho tiempo; por otro, si ese conjunto de cuerdas con nudos o, mejor, su reproducción gráfica se encontraba en algún lugar de aquel despacho, sólo podía ser en el interior del ordenador portátil de mi hermano, el flamante IBM que yo le había regalado en Navidad y que todavía permanecía conectado a la red eléctrica alimentando una batería suficientemente cargada. Pulsé el botón de arranque y, de inmediato, el pequeño disco duro volvió a la vida con un suave ronroneo y la pantalla se iluminó desde el centro hacia los bordes mostrando las breves líneas de instrucciones de los ficheros del sistema antes de exhibir la pantalla azul de Windows. Me arrellané en el asiento, a la espera de que terminara el proceso y, mientras me frotaba los ojos cansados, un inesperado destello de luz anaranjada me advirtió de algún proceso anormal en la puesta en marcha del sistema operativo. Parpadeando nerviosamente para enfocar la mirada después del restregón, me encontré con una sorprendente petición de clave de acceso. No se trataba de la clave de las BIOS ni tampoco de la inútil clave de red de Windows; era un programa completamente distinto que yo no había visto nunca y que, por su diseño, parecía haber sido escrito por algún astuto programador que, obviamente, no había sido yo. Me quedé de una pieza. ¿Para qué necesitaba mi hermano semejante protección en su máquina?
El programa no daba pista alguna sobre la longitud y el tipo de clave requerida, así que reinicié Windows en modo a prueba de fallos para ver si, de este modo, podía saltarme la dichosa petición. Mi sorpresa fue en aumento al descubrir que ni con este truco ni con otros parecidos -a través de las BIOS- podía puentear la barrera y que, por lo tanto, la puerta iba a seguir cerrada hasta que contara con mejores armas para abrirla. Existían mil modos de romper aquella ridícula medida de seguridad pero, para ello, debía llevarme el portátil a casa y aplicarle unas cuantas herramientas básicas, así que, para evitar tanto lío, decidí probar primero con la lógica, ya que partía de la convicción absoluta de que me iba a resultar muy fácil averiguar la clave. Mi hermano no era un hacker y no tenía necesidad de protegerse de manera exagerada. Estaba seguro de que había conseguido aquel software en alguna revista de informática o a través de algún compañero de trabajo, lo que me aseguraba, de entrada, la ruptura de la encriptación en apenas un suspiro.
– ¡Ona! -grité a pleno pulmón, girando levemente la cabeza hacia atrás. De inmediato escuché un chillido feliz de mi sobrino que debía haber penado lo suyo por tener que permanecer alejado del despacho. Sus pisadas, acercándose velozmente por el pasillo, me alertaron del peligro-. ¡Ona!